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Literatura

Emiliano Monge indaga en la tragedia de los desaparecidos

El escritor novela en ‘Los vivos’ el drama cotidiano de miles de familias en México y otros países de la región

Emiliano Monge indaga en la tragedia de los desaparecidos

El escritor mexicano Emiliano Monge. | © Oswaldo Ruiz

¿Cuánto pesa una ausencia? En lugares donde la seguridad es otra cosa, esta paradoja irradia mucho dolor. Lugares donde un ser querido puede desaparecer de repente sin dejar ningún rastro ni explicación. La sensación resultante llegó a obsesionar a Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978), politólogo y escritor consagrado con novelas como El cielo árido (2012) o Las tierras arrasadas (2015), ambas publicadas en la editorial Random House, que acaba de sacar Los vivos.

Los vivos es una novela breve y paradójica, construida a partir de silencios, información hurtada, vistazos siempre insuficientes para saber qué está pasando. Se sitúa en un país indeterminado en el que unas misteriosas personas aparecen repentinamente de no se sabe dónde. No recuerdan su pasado, están desorientadas, y la sociedad los recluye en centros especiales. La trama sigue la peripecia de unos pocos desventurados que, al intentar acercarse a ellos y comprenderlos, caen en una espiral angustiosa, claustrofóbica. 

En realidad, explica su autor en entrevista con THE OBJECTIVE, la novela «busca asomarse al espacio que se genera cuando alguien desaparece. Lo que les queda a los familiares es un hueco que sigue succionando». Se trata, además, de un espacio «al que no nos podemos asomar desde otros lugares, como el periodismo».

Monge lo hace desde una literatura en constante escorzo elusivo. El uso de la elipsis crea una estructura que puede resultar irritante. «Hay un narrador poco fiable… en un mundo poco fiable. De algún modo, la desaparición detiene el tiempo, que tiene sentido si estamos vivos o muertos: en este interregno, ni el tiempo ni el espacio tienen sentido». Por eso todo es indeterminado, extraño, apenas esbozado. Incluso la premisa básica del relato se desintegra en algún momento: «Los personajes son aparecidos o son desaparecidos, tampoco está claro. De ahí esta necesidad de no nombrar, de estar siempre asediado por el silencio, el enigma, lo borroso». 

¿La única forma de hablar de lo inefable? «Pasé muchos años buscando la forma de escribir una novela que hablara del tema de la desaparición, que en mi país debería ser portada en los diarios todos los días. Desaparecen entre ocho y diez personas al día, según las fuentes. Yo quería encontrar una forma que honrara el discurso de los que están, de los familiares de desaparecidos. A diferencia del resto de víctimas de la violencia, quien está en el lugar de la espera tiene un discurso muy contenido, muy medido, porque hay mucho miedo a que el habla encuentre una respuesta, o sea, un cuerpo».

Sin derecho al duelo

Vivos los llevaron, vivos los queremos. Y, sin embargo… «Saben que la pausa solo se rompería si pasara algo, pero ese algo puede ser que aparezcan los restos. Y esa pausa también niega el derecho al duelo, algo profundamente humano». Para expresar esa sensación, Monge ha usado un registro «muy diferente a otros libros: frases y párrafos cortos, todo muy contenido…». Quería evitar, por ejemplo, «el típico error del periodista que entrevista a los familiares y les pregunta cuál era su color favorito para corregirse al instante: cuál es su color favorito. En la novela, los personajes aparecen de pronto, sin conciencia de su pasado». 

Son como la contraparte fantasmagórica de los desaparecidos, la imposible manifestación de lo que, no estando, provoca un dolor profundo, de terrible sutileza, que se ha vuelto escandalosamente habitual en la patria del autor. Aunque este matiza que «no sentía que estuviera hablando solo de México, sino de un territorio mucho más grande, que llega hasta Colombia», en el que se dan «estos ciclos de violencia como resultado de una doble condición muy evidente hoy en día: la desigualdad y la impunidad».

Monge sostiene que «la violencia, como la energía, ni se crea ni se destruye, y las sociedades van encontrando los modos para se transforme en algo más manejable. Pero, en la fase actual, el agente que produce la desaparición se ha multiplicado: además del Ejército o la Policía, ahora está el narcotráfico, el crimen organizado, la trata de personas… En un lugar como México, donde el Estado ha perdido el monopolio de la violencia física legítima, el desaparecido ya no es necesariamente un enemigo político; puede ser un adolescente que fue a comprar una botella de agua o una madre de familia que fue a cambiar de lugar el coche. Se multiplican las posibilidades del dolor». 

En ese escenario, el lenguaje pierde pie. Uno de los aparecidos, un niño, escapa de la violencia optando por no pronunciar ni una palabra. Adorno dijo que después de Auschwitz ya no era posible escribir poesía. Y, sin embargo… En Los vivos se menciona la lengua Comca’ac, que «crece y nombra a partir de la ausencia, no de la presencia». Y recuerda Monge que esta «es también una novela sobre el lenguaje».

Lo invisible

Decir lo inefable. Convivir con la ausencia.

Acorde con la experiencia que narra, Los vivos no es un libro fácil de leer. «Los escritores estamos en cierto modo condenados a escribir libros que dialogan con los libros que nos gusta leer, y a mí me llaman las lecturas que son un reto», reconoce Monge. «La literatura puede ser una herramienta para ver cosas que hemos dejado de ver en la cotidianidad, que nos las devuelve como invisible». Por eso acepta y asume que «en el proceso de escritura de según que libros» renuncia «a una enorme cantidad de lectores».

Los que se atrevan a adentrarse en el laberinto que propone Los vivos recibirán a cambio una experiencia distinta. Una en la que quizá sienta la sensación que describe una vidente en alguno de los sinuosos recovecos del texto: «El lenguaje es como un hongo, nos colonizó hace mucho, somos su portador».

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