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Literatura

Irene Vallejo y la emoción de imaginar

La autora de ‘El infinito en un junco’ recupera el relato ‘El inventor de viajes’, versión de un clásico de la literatura fantástica

Irene Vallejo y la emoción de imaginar

La escritora zaragozana Irene Vallejo. | Wikimedia Commons

Incluso algunos de quienes sepan que tanto La leyenda de las mareas mansas (el álbum que publicó el año pasado Irene Vallejo) como El inventor de viajes (que ha aparecido estos días) son títulos que la autora publicó en su Zaragoza natal en 2015 y 2014, respectivamente, podrían maliciar, si no lo meditan demasiado, que se recuperan no por el valor objetivo de cada uno de ellos, sea cual sea, o por su indiscutible vigencia (dada por obedecer de forma hábil a los eternos clásicos del cuento tradicional), sino por el universal y colosal éxito de El infinito en un junco, un poco a rastras de aquel fenómeno. Por mi parte, prefiero pensarlos más bien casi como apéndices inesperados de aquel ensayo, algo así como casos prácticos, ejemplos que se adelantaron y aparecieron para ir explorando el horizonte, cuentos que en su día, hace diez años, tuvieron su sentido y su intención, pero que ahora, cuando la autora se ha convertido en un fenómeno tan popular como autoexigente, sirven para algo así como ilustrar la parte plenamente literaria de lo que en el imprevisto best seller de 2019 fue más bien teoría, merodeo, celebración.

Quiero decir que en estos dos relatos recuperados Vallejo se desprende del traje de la profesora y se pone el disfraz de la cuentacuentos, pero si bien en El infinito en un junco había mucha, muchísima, narración, e incluso bastante literatura, en el sentido de la imaginación o incluso en el de la invención (que no, supongo, en el de la ficción), en La leyenda de las mareas mansas y en El inventor de viajes hay algo de teoría de la literatura, pues, como, por otra parte, es habitual, la pura fantasía viene enmarcada por explicaciones que avisan a los que escuchan, o a los que leen, de que lo que viene a continuación son mentiras, sí, pero «mentiras de un tipo muy especial: mentiras con aviso, mentiras para divertirse y para jugar».

Yo nunca he leído directamente las Historias verdaderas, de Luciano de Samósata, pero sé que son algo así como el gran precedente de lo que luego serían las novelas bizantinas, rebosantes de aventuras hasta la exageración, o de clasicazos tan queridos como el Viaje a la luna de Cyrano de Bergerac o Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift. Es muy bonito que ya desde el origen el género, desde su misma concepción, ya se hable de «historias verdaderas» cuando lo que se va a encontrar el arrebatado lector en cuanto comienza a leer son seres fantásticos, animales imposibles, golpes de viento que elevan a un barco hasta la luna.

El año que viene hará 1.900 años que nació Luciano y seguimos un poco igual, con esa relación tan imprecisa y a la vez tan llena de ventajas con la ficción, sin saber cómo se comporta exactamente y cuál es su verdadero parentesco con la realidad, o con la verdad, o con la vida. Es famoso que Cervantes, que también exploró el bizantinismo con Los trabajos de Persiles y Segismunda, calificó su Quijote como una «verdadera historia», y de verdad que no hemos avanzado en esa imprecisión, tal vez porque es mejor no hacerlo, quedarnos en el terreno de una inocencia relativa, deseada. Los misterios que aún guarda la creación literaria son, y creo que no por casualidad sino por correspondencia, como los secretos que nos impiden entender la creación del universo o de la vida: el día que se desvelen quizá perdamos algo esencial, una perplejidad que necesitábamos, unas preguntas que nos ayudaban a soñar.

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El inventor de viajes
Irene Vallejo
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Avidez de contar

Sea como sea, de la mano de Luciano, pero aportando su propia voz, su extrema sensibilidad y su reconocible sonrisa, Irene Vallejo vuelve a desplegar ahora, en El inventor de viajes, la eterna avidez de contar que nos caracteriza como especie. Batallas entre los ejércitos del sol y de la luna, piratas acalabazados, seres con pies de corcho que caminan sobre el agua, jinetes de hormigas o ciudades en el interior de una ballena van desfilando por un cuento que se lee en un arrebato, devolviéndonos a esa niñez en la que reclamábamos tantas historias como galletas. Yo soy intérprete de textos, no de ilustraciones, pero me parece que en las que José Luis Cano dibujó para este texto (y que se reproducen de nuevo ahora) hay también bonitos guiños a otros clásicos recientes de la literatura infantil, como el elefante multicolor Elmer (sus inconfundibles cuadraditos con todo el Pantone andan por todos lados) o incluso El topo que quería saber quién se había hecho aquello sobre su cabeza (lo digo por las gafas del rey del sol, en la página 31)…

Pensado no tanto para leerse como para recitarse, no para recorrerlo en voz baja y en secreto, sino para compartirlo con un niño, con una niña, El inventor de viajes es, ante todo, un zoom hacia el pasado para los adultos, un vertiginoso viaje no hacia el cielo ni hacia islas imposibles sino, aún más impactante, hacia atrás, un anzuelo que se lanza hacia el pasado y que no nos trae la triste trucha de hoy sino las alegres sirenas o los divertidos tritones de hace ya tres o cuatro décadas.

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