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Literatura

Arturo Pérez-Reverte: «Occidente descubre ahora que el mundo es un lugar peligroso»

El escritor regresa en ‘La isla de la mujer dormida’ a un Mediterráneo crepuscular que asume como final de su ciclo vital

Arturo Pérez-Reverte: «Occidente descubre ahora que el mundo es un lugar peligroso»

Arturo Pérez-Reverte en la isla de Syros, Grecia. | Cortesía del autor

«Los buenos barcos deberían acabar sus días hundidos en el mar… ¿No cree?». Un lobo de mar como mandan los cánones, conversa melancólicamente con su capitán, que le responde: «Cierto, piloto. Y también algunos de los hombres que los tripulan». Asiente Eleonas: «Eso es una gran verdad. Nada hay más triste que acabar varado en tierra y que lo desguacen a uno».

Arturo Pérez-Reverte cumple 73 años el mes que viene. Navega una de las mastodónticas promociones que le diseñan cada vez que publica. Esta vez toca La isla de la mujer dormida (Alfaguara), una novela en su línea más habitual después del peculiar divertimento de El problema final. Volvemos a la aventura, la acción, la guerra, los héroes y los villanos. De nuevo, funciona: ritmo impecable, notable intuición para mostrar los detalles más sugerentes, personajes atractivos. 

Pérez-Reverte es un profesional. No se considera un artista. Lo reconoce sin el menor pudor. Y está muy lejos de ese desguace al que se refieren los personajes de su último libro. Aunque va matizando el derrotero: «En los últimos tiempos hay un regreso emocional y profesional al Mediterráneo. Para mí es la patria, soy un tipo de Cartagena y estoy más a gusto en un café en Estambul, Marsella o Cádiz que en Londres o París. Con la edad, en este momento de mirar atrás, de ordenar los cajones antes de irte, el Mediterráneo me da esa paz, esa serenidad, esa especie de final de siglo que el ser humano debe tender a buscarse los últimos años para enfrentarse al crepúsculo con elegancia».

El mar ancestral se complementa con la otra gran pasión de Pérez-Reverte. «Yo estudié griego y latín en el colegio, crecí traduciendo a Jenofonte, Homero, Cicerón, César… La Odisea y la Eneida fueron mis libros de cabecera desde niño, mezclados con Julio Verne, los tebeos… Y luego, cuando salí al mundo, esas lecturas me ayudaron a comprender. En mi primera guerra de verdad, en el Chipre de 1974, iba por la calle y veía cómo los turcos atacaban porque, decían, los griegos se estaban tirando a sus mujeres: ahí estaban Troya, Andrómaca… Si no hubiera tenido esas lecturas previas, a lo mejor me habría arrastrado la vida y habría terminado borracho en un burdel o metiéndome cocaína».

El protagonista de La isla de la mujer dormida es un marino mercante en el comienzo de su carrera que, arrastrado por la Guerra Civil, se ve obligado a ejercer de corsario para el bando franquista en las islas del Mar Egeo. «Yo también estuve en un mercante, conozco bien la profesión. Y es el tipo marino que más me gusta: sencillo, no se complica la vida, Su trabajo es llevar un parque desde ese punto hasta ese otro punto con eficacia». Jordán no es un tipo cultivado, y «eso lo pone a salvo de muchas cosas. El problema de la lectura es que te lleva a la lucidez, que no siempre es buena, a veces es muy dolorosa. Descubres la parte turbia, dura, sucia, amarga, hostil del mundo. A veces envidio al que no tiene lecturas suficientes, al espíritu sencillo que no se plantea problemas intelectuales. Por eso quería un hombre de mar, un mercante, para el que la vida fuese un ejercicio sencillo guiado por la eficacia y en el que cumplir con tu deber es suficiente».

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La isla de la mujer dormida
Arturo Pérez-Reverte
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Personajes malditos

La lectura, matiza Pérez-Reverte, no es el problema, pero sí un peligro, que en la novela encarna el barón Pantelis Katelios, un refinado y decadente aristócrata que asiste como amargo espectador al fin de su época. «La lectura te agudiza los sentimientos, la sensibilidad, te abre los ojos, te enseña, te permite interpretar. También te da puede dar consuelo al final del ciclo porque asumes las reglas —el mundo es un lugar hostil e imperfecto y no se puede cambiar—, pero esa es una segunda fase, en la que el lector lúcido sobrevive a su propia mirada y alcanza la serenidad».

A Katelios lo ha fulminado su propia mirada, y arrastra en su caída a Lena, su mujer. Dos personajes malditos muy atractivos que le proporcionan densidad a la novela. «Él es un hombre que ve cómo se desmorona su mundo. El año 37 es el final de ese mundo del siglo XIX en el que ha sido educado y el comienzo de los ismos: fascismo, comunismo, nazismo, socialismo, anarquismo… Y él se atrinchera en su biblioteca. En realidad, ya está muerto». Lena es distinta. «En mis novelas anteriores siempre hay mujeres que luchan en un mundo de hombres, son como soldados perdidos en territorio enemigo. Aquí hablo por primera vez de una mujer ya derrotada: entregó su ilusión a un hombre que la decepciona. Y su venganza es Miguel Jordán. Lo pone ante los ojos de su marido como un espejo y le dice: mírate».

Jordán es, pues, algo así como una piedra de toque. Aunque no sea ningún santo. «Como marino, acepta que el mundo es un lugar en el cual se mata, se muere, se vive, se ama, se viaja, lo que sea. Son las reglas. No tiene problema en torpedear barcos. Su drama moral consiste en matar camaradas, hermanos del mar». En las batallas queda claro que ni él ni sus antagonistas en el bando republicano luchan por conceptos como la patria o la ideología. «Yo he visto combatir a mucha gente y no he visto a nadie morir diciendo viva Eritrea, viva el Líbano. Se muere porque van tus compañeros, por honor, por rabia, por cabreo, por sobrevivir, por miedo. O sea, por razones mucho más elementales y personales. La palabra patria, cuando estás a punto de morir, no tiene el menor sentido, te lo aseguro».

La guerra es una constante en la narrativa de Pérez-Reverte. Cualquier guerra. «Aquí elijo la Guerra Civil como decorado de fondo: me iba bien por el momento histórico y las circunstancias. Mi mundo narrativo no tiene que ver con el mundo actual. Los problemas del ser humano son los mismos desde el teatro griego hasta ahora, no han cambiado, pero no estoy a gusto con un escenario con teléfonos móviles, internet… No me gusta. Yo prefiero esa época en la que se ve tan claro el final de un mundo, y me proporciona un escenario mucho más grato, mucho más eficaz para contar una historia que, en el fondo, es actual».

De Troya a Gaza

La actualidad, efectivamente, se cuela por las rendijas de las historias. Aunque la de La isla de la mujer dormida se desarrolla fundamentalmente en las islas griegas, con una entrañable subtrama de espionaje en Estambul, comienza con una breve escena en Beirut. Pérez-Reverte conoce bien la zona por su época de corresponsal de guerra. Y se sorprende de que la gente se sorprenda de lo que está pasando: «Yo miro para atrás y, desde Troya hasta Gaza, solo cambia la técnica para arrasar una ciudad. Siempre ha estado ahí, en el ser humano, la violencia como herramienta, la muerte, la guerra. Y cuando acabe esta habrá otra. No sé, en Mongolia o en Nigeria o en Ecuador o en donde sea. O en España. Es una constante».

Y aquí Pérez-Reverte se calienta. «Hay un error social, político, de percepción. Pensamos que habíamos alcanzado un grado de estabilidad y que ahora se está destruyendo. No es verdad. Nunca lo ha habido. Lo que pasa es que Europa vivía aislada. Los reporteros íbamos a Nigeria, Angola, Nicaragua o el Líbano para contarle a esa gente confortablemente instalada en la comodidad y el progreso lo que estaba pasando, y nos llamaban agoreros, pesimistas… Pero ahora todo es mucho más global, incluso la violencia, y Europa ya no está ni intelectual ni físicamente a salvo. Ya nos salpica, nos afecta directamente, pero siempre ha estado ahí. El mundo real es aquel. No eduquemos a los niños para un mundo de lobos buenos y una vida en Dysneylandia. Eduquémoslos para cuando llegue el hachazo, porque llegará: lleva siglos llegando, millones de años, desde que existe el ser humano». 

Se calienta mucho, Pérez-Reverte. También a los 72 años: «Habíamos vuelto la espalda a la realidad. Ahora Occidente descubre con estupor que el mundo es un lugar peligroso. El estado perfecto sin guerras ni armas del que hablan los tontos del culo de ese humanismo idiota nada tiene que ver con la realidad. La humanidad no va hacia un lugar mejor. Esa ocasión se perdió en el siglo XXVIII, con la Ilustración. En el siglo XX también hubo ideas que podían haber cambiado el mundo, pero se falló porque son los seres humanos los que las aplican, y el ser humano tiene en su propia naturaleza la destrucción y el desastre».

En esa lucidez navega Pérez-Reverte. Novela a novela. Ya está pensando en la siguiente. «A mí me mantienen vivo dos cosas. El mar me obliga a ponerme a prueba, como cuando era joven, me devuelve una manera de vivir que he perdido, en la hostilidad del mundo de una manera personal y solitaria. La otra es la escritura: la novela me obliga a viajar, a leer, a conocer, a averiguar cosas que no sabía, a ser humilde profesionalmente».

Le recuerdo aquella frase de la novela sobre que los buenos barcos deberían acabar sus días hundidos en el mar. «Eso me lo dijo una vez un marino muy veterano con el que yo iba a navegar de pequeño. Era ese amigo que todo niño quiere tener. Y yo lo tenía», recuerda con una sonrisa nostálgica, apacible otra vez, después de la tormenta. 

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