'Ecos de la era del jazz': la vida fragmentada de Scott Fitzgerald
Cátedra reúne en un volumen 22 artículos de corte autobiográfico, varios de ellos inéditos, del autor de ‘El gran Gatsby’
«Un escritor que se precie, en mi opinión, debe escribir para la juventud de su época, para la crítica de la siguiente y para la inteligencia de todas las épocas», le dice Francis Scott Fitzgerald a Francis Scott Fitzgerald en una conversación consigo mismo. La ingeniosa pieza, Una entrevista con el Sr. Fitzgerald, es uno de los cuatro inéditos, nunca hasta ahora traducidos al castellano, incluidos en Ecos de la era del jazz y otros ensayos (Cátedra), que reúne 22 artículos del escritor, la mayoría de ellos de corte autobiográfico.
Estos textos, que pueden leerse como una suerte de autobiografía fragmentaria, los fue publicando a lo largo de su carrera en diversas revistas, como encargos muy bien remunerados, que afrontaba con variable ambición. Esta antología, con buen criterio, prescinde de los más endebles y circunstanciales y se centra en los esenciales. Tampoco aparecen en ella dos piezas muy célebres, que sí recogían ediciones anteriores españolas de los ensayos de Fitzgerald: Acompaña al señor y la señora Fitzgerald a la habitación número… y Se subasta: modelo de 1934. El motivo: aunque en su día se publicaron como escritos a cuatro manos por él y su esposa Zelda, hoy se le atribuye la autoría a ella en solitario.
En vida del novelista, sus colaboraciones periodísticas se consideraban de escasa relevancia y permanecieron dispersas. Tras su temprano fallecimiento, su amigo, el gran crítico Edmund Wilson, las reunió y las publicó con el título de The crack-Up, que es el que llevaban las ediciones anteriores en español: El crack-Up. Sin embargo, hubo artículos que escaparon a radar de Wilson y permanecieron perdidos. Esta nueva edición de Cátedra incorpora estos inéditos y además ordena el material cronológicamente, lo cual enriquece la lectura. Al tratarse de escritos en su mayoría autobiográficos, este orden temporal permite percibir la evolución del autor: de la frivolidad de los primeros tiempos triunfales a la gravedad de los últimos años de decadencia; de la melancolía juguetona de la juventud a la desolada acritud de los años finales.
Francis Scott Fitzgerald encarnó, como ningún otro miembro de su generación, la doble cara del sueño americano. El apoteósico éxito de su primera novela, A este lado del paraíso, con solo 24 años, lo elevó hasta la cima. Una década y media después llegaría la caída desde esas alturas, que desembocó en una muerte demasiado temprana. «No hay segundos actos en las vidas americanas», sentenció el autor. Por el camino dejó cuatro novelas y una quinta inconclusa. Una de ellas, El gran Gatsby, no es solo es un ejemplo de esa «gran novela americana» que toda generación literaria estadounidense aspira a escribir, sino una de las cumbres de la narrativa del siglo XX. En ella despliega Fitzgerald su exquisita prosa y su lirismo (¡ese párrafo final bellísimo, desgarrador, insuperable!), forja un mito indeleble sobre el sueño americano y sus sombras (Jay Gatsby) y ejerce de visionario, anticipando veladamente en 1925, entre fiestas, lujo y excentricidades, el abismo que estaba por llegar en 1929.
Estas cuatro novelas y media, repletas de elementos autobiográficos, son el legado de la carrera de un escritor que en sus años dorados fue una suerte de estrella del rock de la literatura (él, Zelda y su pequeña hija posaban sonrientes para Vanity Fair dando pasos de baile ante un enorme árbol de Navidad en su apartamento). Vinieron después los viajes por Europa —sobre todo a París y la Riviera, también a Italia—, la enfermedad mental de Zelda (la primera flapper, la escritora después reivindicada), el alcoholismo, el hundimiento y la supervivencia como guionista en Hollywood en los sombríos años finales. Al morir dejó inconclusa El último magnate, la novela con la que pretendía crear otro personaje equiparable a Gatsby, inspirándose en el legendario productor de cine Irving Thalberg.
Infelicidad y hundimiento
El hundimiento de Fitzgerald —iniciado a mediados de los años treinta— es el tema de los artículos más relevantes de esta recopilación: la trilogía que conforman El derrumbe (El crack-up en las versiones anteriores), Al restaurar las piezas y Manipular con cuidado. El primero arranca así: «Y claro que la vida es un proceso de demolición», y añade unos párrafos después: «Fue entonces, una década antes de cumplir cuarenta y nueve, que descubrí sin previo aviso, que me desmoronaba antes de tiempo». No llegaría a cumplir los 49 años que menciona como futurible, fallecería con solo 44. En el tercer artículo, en el que se congratula de que «al menos me he convertido en escritor», concluye: «Qué quieren que les diga. Esto es lo que pienso ahora: que el estado natural del adulto consciente es el de la infelicidad contrastada».
La otra obra maestra del volumen es Ecos de la Era del Jazz, un repaso generacional centrado en esperanzas, espejismos y derrotas: «Ahora que, una vez más, el cinturón nos aprieta, hemos adoptado la expresión de horror adecuada para recordar nuestra juventud desperdiciada. Y sin embargo, en ocasiones, un fantasmal rumor se abre paso entre tambores, un susurro asmático nos llega a través de los trombones, que nos transporta a comienzos de los años veinte, cuando solíamos beber metanol, y cada día, a cada hora, nos sentíamos de lo mejor, cada vez mejor, en una época en que tuvo lugar el primer intento frustrado de acortar las faldas. (…) Entonces aún parecía solo cuestión de tiempo, de apenas unos años, que los mayores se hicieran a un lado para dejar manejar el mundo a aquellos que veíamos las cosas como eran».
Hay también en la antología una añorante evocación de sus años estudiantiles en Princeton, un perfil del periodista y cuentista Ring Lardner y tres piezas sobre su obsesión por el dinero y sus estancias europeas. La última de ellas es otro de los inéditos: El alto precio de los macarrones. Está dedicada a la estancia en Roma con su esposa, donde no dejaban de timarlos por ser turistas americanos, hasta que los Fitzgerald se hartaron y se enfrentaron a hoteleros, restauradores y tenderos, porque entendieron cómo funcionaban «los italianos, anarquistas por excelencia, dignos herederos del espíritu alborotador de la Edad Media, con talento para la jarana y la rebeldía». Adaptarse a Roma, comprenden al fin, «consiste en hacer lo que a uno le parece, sea conducir por el lado derecho de la calle o cualquier otra cosa, porque aquí todo el mundo hace lo que le viene en gana», sentencia con ironía el pasmado americano.
El tono es muy diferente, en los textos crepusculares, como Mi generación, redactado a los pocos meses de su fallecimiento. En él recuerda a otros colegas escritores como Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Thornton Wilder y Thomas Wolfe: «Cada uno de estos autores logró crear un universo propio y habitar en él como si nada». Y concluye con herida nostalgia: «En resumidas cuentas, solo quedamos unos cuantos, y si me peleé con alguno de ellos, ya he dejado de verlos. Pero admito que nunca me ha importado tanto la humanidad como me importaron aquellos que sintieron los primeros latidos al mismo tiempo que yo».