EEUU: elecciones en un país roto
«Los demócratas son muy fuertes en el voto afroamericano y ganan más ajustadamente entre los latinos y los asiáticos, pero pierden entre los votantes blancos»
Un lugar bastante común en los análisis acerca de la irrupción de Trump y de las derechas populistas en general, es adjudicarla a una mezcla entre espíritu de época, fake news, redes sociales y manipulaciones varias. Es probable que algo de todo esto haya jugado algún rol, pero, a pesar de la ingente cantidad de artículos y libros que se publican, máxime cerca de una nueva elección, son pocos los que intentan ir un paso más allá y ofrecer aportes para comprender una realidad bastante más compleja.
Un buen ejemplo en este sentido es el de Roger Senserrich y su libro Por qué se rompió Estados Unidos. Populismo y polarización en la era Trump, publicado por Debate. Su principal hipótesis es que la llegada de Trump a la escena política no es una anomalía del sistema, sino, más bien, una consecuencia bastante lógica de una tradición poco democrática existente ya en el espíritu de la Constitución legada por los Padres Fundadores; una desigualdad estructural y nunca del todo resuelta entre norte y sur; los cambios institucionales y en el sistema electoral que se empezaron a dar especialmente a partir de los años 60, y el modo en que las alas más reaccionarias del partido republicano se hicieron hegemónicas a partir de la utilización de discursos populistas basados en el resentimiento.
Comenzando por este último punto, Senserrich considera clave el rol de Nixon en la configuración del sistema tal como lo conocemos ahora. Con él se conforman lo que hoy serían las cuatro patas del partido republicano, esto es, la derecha religiosa y la empresarial, consideradas las patas más tradicionales; una tercera, nacida en la posguerra, que puede caracterizarse como la pata anticomunista de la que surgen los denominados «halcones» en materia de política exterior; y una cuarta, aquella que impulsó el propio Nixon, la cual, según el autor, combinaría el voto racista del viejo sur y el voto antiélites y populista que caracterizaría a Trump.
Si dejamos a un lado la dinámica del propio partido republicano, en el plano general, los cambios en el sistema electoral producidos a partir de los años 60 modificaron el electorado, el modo en que se elegían los candidatos en primarias y los límites de la financiación de las campañas, lo cual generó incentivos para la aparición de grupos externos a los partidos y empoderó a las bases que, en el caso del partido republicano, abrazaron con fervor discursos cada vez menos moderados. Esto se ve especialmente reflejado en el modo en que cambiaron los medios de comunicación a partir de la modificación de la ley que les exigía neutralidad. Rota esa limitación, además de la Fox News, comenzaron a aparecer comunicadores solitarios con discursos profundamente reaccionarios y gran predicamento sobre las bases del partido, algo que sucedió incluso antes de la masividad que ofrecía internet.
Ahora bien, si hablamos de aspectos estructurales, como se mencionó anteriormente y a pesar del modo en que Estados Unidos se presenta ante el mundo, según Senserrich, podría decirse que la primera potencia mundial se transformó en una democracia más o menos plena recién en el año 1965 con la sanción de las leyes de los derechos civiles que acabaron, al menos formalmente, con las políticas segregacionistas. Efectivamente, tuvieron que pasar cien años desde la guerra civil para que Estados Unidos pudiera acabar con un régimen vergonzoso que todavía tiene consecuencias al día de hoy.
Pero hay aspectos que tienen que ver incluso con el diseño constitucional, el cual, visto a la distancia, demuestra la desconfianza que los Padres Fundadores tenían hacia las mayorías. Uno de los ejemplos claros en este sentido es el hecho de que los presidentes se elijan a través de un Colegio Electoral cuyos representantes, eventualmente, podrían tomar decisiones a contramano de lo que los votantes eligieron. Asimismo, resulta insólitamente injusto un sistema en el que el ganador de un Estado, aunque más no sea por solo un voto, se lleve a todos los representantes del Colegio Electoral sin respetar proporcionalidades. Esto da lugar a un fenómeno cada vez más frecuente: el de presidentes que llegan a la administración habiendo obtenido menos votos que su rival. Por ejemplo, en las últimas tres décadas, los demócratas obtuvieron más votos en siete de las ocho presidenciales. Sin embargo, solo en cinco fueron gobierno. El único republicano que sacó más votos que su adversario fue Bush hijo en 2004.
Por último, otro aporte analítico que ofrece Senserrich apunta a entender que las diferencias entre votantes de un partido y otro es más geográfica que clasista, con el centro y el sur hacia un lado, y los estados más poblados en el norte, junto a las costas, del otro. Asimismo, el autor aporta números que en algunos casos confirman buena parte de los análisis, pero que, también, obligan, como mínimo, a establecer algún matiz. Por ejemplo, en 2020, Biden ganó en quinientos condados y Trump en dos mil quinientos, pero en los que ganó Biden se concentraba el 71% del PBI. Los demócratas también ganan entre las rentas más bajas, aunque es verdad que la diferencia se ha achicado en 2020. Asimismo, los demócratas son muy fuertes en el voto afroamericano y ganan más ajustadamente entre los latinos y los asiáticos, pero pierden entre los votantes blancos. Otro dato interesante es que Biden se impuso 66-33 en las ciudades, pero perdió 33-65 en zonas rurales.
Con todo, para Senserrich, el discurso republicano es más anti-urbano que pro-rural y apunta a esa zona intermedia, mayoritariamente blanca, que existe en los suburbios, esto es, esos barrios con casas bajas, jardines y garaje para dos coches que todos vemos en las películas. De aquí que el autor considere que el votante arquetípico de Trump no sea un obrero racista ni la White Trash, sino la pequeña burguesía. No se trataría, entonces, de los “perdedores de la globalización” sino de “aquellos que ven cómo otros se han beneficiado más”.
En cuanto al género, las mujeres votan más demócrata, pero con Biden la ventaja fue de once puntos, menos de los quince que había obtenido Hillary; y en términos de religiones, Trump arrasa entre los evangelistas y casi empata entre los católicos.
Para finalizar, entonces, podríamos decir que el libro hace énfasis en aspectos que suelen estar ausentes en los análisis y que refieren a factores estructurales de la historia, la cultura y el diseño institucional estadounidense que muestran que Trump no es un fenómeno anómalo, sino, más bien, una consecuencia natural del modelo. El marcado sesgo antirrepublicano y anti Trump de Senserrich, demasiado evidente por momentos, no alcanza a opacar el valor del análisis si bien, por momentos, un lector desinteresado podría advertir que permanece ausente la responsabilidad del partido demócrata al momento de comprender cómo Estados Unidos ha llegado hasta aquí. Pero, en todo caso, se trata de materia opinable.
En pocos días volverán a hablar las urnas. Aún advertida esta animadversión contra Trump y el partido republicano, el libro de Senserrich ayuda a complejizar los análisis. Y eso siempre debe agradecerse.