Valle-Inclán: vida altiva, arte supremo
Renacimiento rescata la biografía-reportaje de Francisco Madrid sobre el escritor gallego publicada en 1943
Es un asunto sabido que los escritores con una auténtica ambición artística, especialmente aquellos cuyos intensos anhelos de fama superan en grado superlativo a su propio talento, necesitan forjarse una leyenda, inventarse a sí mismos, convertirse en su más importante y depurada creación. Si el individuo no da para mucho, o si se sabe vulgar, como en el fondo todos nos intuimos, al menos que el arquetipo pueda ir dándole de comer y, si la Fortuna no se muestra demasiado esquiva, probar suerte en el incierto juego de dados de la posteridad.
Ramón María del Valle-Inclán —que era el nombre bajo el que se escondía el diminuto Ramón José Simón Valle Peña, que de joven gastaba bombín y de mayor calzaba botines de piqué con agujeros en las suelas, pero siempre anduvo por esta vida, hasta el día postrero, con porte e impostada gallardía— respondía a esta norma: la criatura es mucho más importante que el hombre. Basta ver su firma, en la que la letra i de su segundo apellido (pseudónimo) deja sobre la rúbrica la misma huella que un aerolito que se hubiera derrumbado. Trazar su biografía puede concebirse, por tanto, como una labor de desenmascaramiento, desacralizando al santo ateo que fue, o plantearse como un excelso canto a la genialidad, esa flor tan extraña. En cualquiera de ambos enfoques se pierde a una parte capital del personaje, pues tan cierto es el creador del Marqués de Bradomín como verdad nos parece ya su propio mito, convertido en una aleación cierta por aquello que siempre defendía Pirandello: Así es, si así os parece.
La editorial Renacimiento, que no para de darnos alegrías editoriales, acaba ahora de sacar de la casa Kadmos, su imprenta, el libro que Francisco Madrid, periodista, escritor y dramaturgo barcelonés, de filiación republicana, escribió sobre el padre del esperpento en 1943 desde su exilio en Buenos Aires, donde se encontraba refugiado tras la Guerra Civil. Se trata, por supuesto, de un honorable rescate editorial. En un doble sentido. En primer lugar, por Valle-Inclán, del que existen otras biografías quizás más fidedignas —académicas y plebeyas— pero en las que no se le oye hablar con sus propias palabras, como sucede en ésta, confiada al cuidado de los especialistas del Taller de Investigaciones Valleinclanianas de la Universidad Autónoma de Barcelona, que han anotado, contextualizado y enriquecido el manuscrito original con inteligentes acotaciones que amplían y restituyen el sentido total del texto.
Y, en segundo término, por Francisco Madrid, su autor, uno de los grandes periodistas que, igual que Josep Pla o Manuel Chaves Nogales, se encontraron de frente con la trituradora de la Guerra Civil, que trastocó sus planes (literarios y vitales) para siempre. De Madrid, a pesar de su intenso trabajo como cronista, corresponsal, escritor, dramaturgo e incluso en su faceta diletante de cineasta, no hay demasiados títulos disponibles en el mercado editorial español, que en buena medida actúa como un autista con respecto a un pasado que no ha dejado de ser presente. Ediciones de Vanguardia publicó hace cuatro años Sangre en las Atarazanas (1926), una crónica suya sobre el mundo de los bajos fondos de Barcelona, centrada en las criaturas y los personajes famélicos y canallas del Distrito Quinto, bautizado desde entonces (gracias a la prosa de Madrid) como el barrio chino. Poco más puede encontrarse en las librerías, incluidas las de lance, a excepción de una antología de los artículos que escribiera para el diario Alerta —Salvador Dalí entre anécdotas y sombras y otros artículos (Renacimiento)— y un estudio sobre la figura de Anselmo Lorenzo, un tipógrafo anarquista.
Este vacío editorial es llamativo porque Madrid cultivó durante toda su vida el periodismo, la narrativa, el arte de la interviú y el teatro. Su biografía sobre Valle-Inclán está escrita desde el exilio porteño, sin archivo y sin biblioteca y, probablemente, fue un libro concebido como un trabajo editorial de supervivencia ante la colosal incertidumbre que se abría bajo los pies de todos los transterrados, hijos de la famosa y dolorida España peregrina. Al contrario que su relación biográfica sobre Unamuno —Genio e ingenio de don Miguel de Unamuno (1943)—, el retrato del escritor gallego que hace Madrid está tocado por la gracia y destaca por su agilidad, la voluntad de estilo —la escritura responde pues al ethos del biografiado— y su sentido del humor, perceptible no sólo en el sinfín de anécdotas incluidas en el volumen (muchas de ellas totalmente imaginarias o cuyas fuentes se omiten, probablemente porque son testimoniales en lugar de documentales) sino por la portentosa decisión de prescindir de las normas del decoro para recoger fielmente la dicción real del autor de Luces de Bohemia.
Retrato al natural
Es cierto que Madrid no oculta su admiración por Valle-Inclán (¿cómo no celebrarlo?), pero también lo es que, junto al prodigioso arabesco verbal, lo hace cecear todo el rato, incorporando un rasgo que identifica, mejor que cualquier concepto, a un personaje que perseguía las estrellas, pero nunca dejó de tener los pies anclados en la tierra. Este contraste, junto al trazo vivo y pasional es lo que hace interesante esta biografía que, más que un compendio de vida, es fruto de una mirada impresionista, y por tanto subjetiva, de un carácter singular, al que contribuyó más que nadie la estrategia del escritor gallego —que, al contrario de lo que en su tiempo hacían las señoras, solía sumarse los años que aún no había vivido— de presentar sus hechos terrestres con una nebulosa que le permitiera fingir su ideal aristocrático, difuminando desde su lugar de nacimiento —Villanueva de Arosa— a su edad, pasando por su heredad, su (fabulada) estirpe familiar o su devoción gestual por esa institución (cultural pero también legal) que es el antiguo mayorazgo.
El libro de Madrid destaca, más que por su estricta fidelidad documental, que es un valor académico pero no necesariamente tiene que serlo literario, por su capacidad para integrar en un monólogo el discurso propiamente vital —datos, hechos, fechas— con un tono expresivo, cuya caracterización, sobre todo, es verbal, retórica, oratoria. La vida altiva transmite toda la vibración del personaje público, en consonancia con los libros biográficos que eran tendencia hace ahora una centuria y que, en ese tiempo histórico, frente a lo que sucedía en Inglaterra o Francia, en España eran una novedad, como demuestran las colecciones (populares) dedicadas a grandes personajes de la historia y la cultura, entre ellas la célebre Vidas españolas e iberoamericanas, ideada por Ortega y Gasset y dirigida para Espasa-Calpe por Melchor Fernández Almagro.
Estas nuevas biografías, muchas de las cuales salieron del taller literario de Ramón Gómez de la Serna, no buscaban la socorrida condensación de documentos. Su objetivo era otro: servirse de los datos disponibles, pero también de testimonios (directos o indirectos), para hacer una suerte de gran retrato del natural de un personaje. Y nadie dominaba esta técnica mejor que Francisco Madrid, escritor profesional del mundo de los periódicos que practicaba el estilo del reporter y, debido a su devoción por el teatro, era un maestro en la composición de diálogos.
La edición de Renacimiento, que respeta la arquitectura interna del libro original —19 capítulos agrupados en función del asunto sobre el que versan—, se completa con un interesante álbum fotográfico, un útil índice onomástico y una amplia bibliografía, e incluye tanto una conversación entre Madrid y el escritor gallego (publicada en 1925 en la revista teatral La noche) como un artículo —El fabuloso don Ramón, publicado en 1939 en la revista cubana Alfanje—, que probablemente fue el embrión del ensayo. Estas múltiples perspectivas permiten, por decirlo a la manera de la época, inmortalizar, más que a un hombre, a todo un temperamento. El de alguien a quien Juan Ramón Jiménez, tan poco dado a los elogios gratuitos, bautizó de una vez y para siempre como «el mejor fablista de España». Nuestro único escritor dueño y señor de un idioma inequívocamente propio.