Alice McDermott y el silencio de las esposas de Vietnam
La escritora norteamericana narra en la novela ‘Absolución’ la vida de una recién casada en el Saigón de 1963
Alice McDermott (Brooklyn, Nueva York, 1953), ganadora del National Book Award por Un hombre con encanto (1998) y finalista del Pulitzer en tres ocasiones, es una de esas escritoras de larga trayectoria muy reconocidas en su país que, sin embargo, aquí no terminan de encontrar el público que se merecen. Como sus compatriotas Anne Tyler y Elizabeth Strout, su universo se nutre de las relaciones familiares y lo cotidiano. Escribe con una voz intimista, sutil, fluida y a la vez primorosa, con una cierta ternura; literatura de gran sagacidad psicológica que se sustenta en los personajes, en las relaciones que los definen y que a la larga los hacen crecer. Sin enredos ni ritmo trepidante, su fuerza reside en su extraordinaria capacidad de penetrar en esa intimidad insondable.
Su última novela, Absolución (2023; Libros del Asteroide, 2024, trad. Gabriel Insausti), sigue en esa línea y a la vez da un paso más allá. En plena guerra de Vietnam, Tricia es una joven recién casada que se acaba de instalar en Saigón con su marido, un abogado que trabaja para la Armada estadounidense. La protagonista comienza a frecuentar el círculo de las esposas, un reducto de lujo y frivolidad que contrasta con la miseria de los lugareños. A diferencia de la mayoría de ellas, Tricia procede de una familia humilde y no se siente cómoda en el ambiente. Tímida, pero observadora, en su camino se cruza con Charlene, «la más lista del lugar» (p. 34), una mujer segura de sí misma que la toma bajo su protección. Y también conoce a su hija, una niña llamada Rainey.
Tricia rememora esa etapa, la de la vida de las esposas en el Saigón de 1963, décadas después, en una carta dirigida a Rainey. La pequeña se ha convertido en una mujer que hace preguntas, que quiere, necesita saber. Con la experiencia de los años, y la lección de lo que supuso Vietnam para Estados Unidos, la narradora mira atrás ya sin inocencia; una inocencia que, de hecho, se perdió allí. Llegó a Saigón como una chica católica e ingenua, convencida de que en el matrimonio hallaría la plenitud; al fin y al cabo, era lo que se esperaba entonces de las mujeres, y ella, pese a tener estudios, no era de las que se rebelan. Su mayor anhelo era ser madre, esperaba tener un hijo cuanto antes. Maestra de formación, había trabajado en un jardín de infancia y adoraba a los niños.
Sin embargo, la biología no se lo puso fácil: «Mi primer pensamiento fue que no quería ser el tipo de mujer que tenía un aborto. No quería ser parte de esa hermandad tonta, una guardiana de ese vergonzante secreto (pues así se consideraba en aquel entonces), de ese fracaso» (p. 106). Tanto en las escenas explícitas como entre líneas, Tricia deja entrever el sufrimiento por no conseguir llevar un embarazo a término, un estigma que carga en solitario, ante al que se siente desamparada, más aún en Vietnam, donde carece de una asistencia médica con garantías. Por primera vez, sus planes no salen según lo previsto; el cuerpo la traiciona. Esta divergencia la aleja de sus semejantes: «Hasta ese momento me contaba entre las mujeres sanas y fértiles que daban a luz con facilidad» (p. 106). El desconocimiento generalizado en el abordaje del aborto, junto con el tabú social que lo acompaña, la condenan a la soledad, de la que solo la salva la solidaridad femenina.
Charlene, la amiga inesperada. La amistad entre ellas, tan diferentes en apariencia, lleva a Tricia a un empoderamiento progresivo. Charlene, astuta, valiente, un tanto frívola, es el tipo de mujer que lo tiene a todo y a todos bajo control, que toma decisiones sin pedir permiso, que jamás muestra una grieta. Tan repelente como fascinante, elige a Tricia, ni ella misma entiende por qué, como aliada. La narradora detecta en ese vínculo el patrón que siguió con una amiga de juventud: «Stella quería una compañera que le sirviera de sparring, y yo, alguien que se diese cuenta de que yo era más lista de lo que mi timidez dejaba adivinar» (p. 78). Sin ser el tipo de amiga afectuosa que hace de paño de lágrimas, Charlene adivina lo que hace vulnerable a Tricia y, en lugar de utilizarlo en su contra, trata de ayudarla. En esa dinámica de apego y recelo tan singular de la amistad femenina, se inscribe en la tradición de autoras como Elena Ferrante y Edna O’Brien.
Complicidad femenina
También está la complicidad atenta y silenciosa de las sirvientas vietnamitas, mujeres que no dominan el inglés (o eso fingen), pero entienden el lenguaje no verbal y, sobre todo, entienden el espacio que ocupan las mujeres. Desde las diferencias entre ellas y sus respectivas señoras –de clase, pero también de cultura y de religión, por mucho que las camuflen bajo una domesticidad irreprochable–, se establece una alianza, en la que no obstante las vietnamitas nunca dejan de ser piezas subordinadas. Sin ser el motivo principal de la novela, el conflicto armado, el desamparo, la discriminación y los prejuicios palpitan a lo largo de las páginas. Es importante precisar que la autora no escribe sobre Vietnam, sino que se sirve de un contexto muy concreto –desconocido, temporal, incierto y amenazante para ese subgrupo privilegiado de las esposas– para precipitar los hechos. Es lo que hacen los novelistas: enmascarar los temas que quieren tratar en marcos que les permiten potenciarlos, llevar a los personajes al límite.
Charlene emprende iniciativas altruistas; como recaudar fondos vendiendo muñecas con el vestido tradicional vietnamita –la Barbie de Saigón, que termina por simbolizar a las esposas, maniquíes con trajes a medida que reparten buenas intenciones, pero no dejan de ser muñecas de plástico que no se rompen, que desentonan en el cuadro a pesar del traje–; o visitar el hospital infantil y un centro para leprosos, zonas a las que no siempre es fácil ni seguro acceder. Tricia la sigue; de este modo se forja su amistad y descubren facetas de sí mismas que ignoraban, incluso Charlene; nadie puede esquivar el ruido de fondo, esa suciedad, ese hedor a putrefacción del Vietnam herido. El despertar de Tricia es violento, de esa violencia silenciosa que va por dentro.
Porque, como las demás, Tricia ha sido educada en el control emocional, se guarda los sentimientos. McDermott, al decidirse por ella como narradora, hace algo muy difícil. De entrada, no se asegura la piedad que inspiraría, por ejemplo, una sirvienta o un niño vietnamita, sino que apuesta por un grupo social que, sin tener la hegemonía de los hombres, se hallaba en gran ventaja con respecto a los autóctonos y por sus costumbres puede resultar frívolo. Por otra parte, las propias esposas tienen una naturaleza hermética, se mueven por conveniencia; un entorno de hipocresía y sonrisas forzadas en el que no se tejen vínculos verdaderos; de ahí lo insólito de la relación con Charlene.
Territorio poco explorado
En lo que se dice y lo que se calla, en los contrastes y las pruebas, la autora se adentra en ese territorio poco explorado (por poco valorado) de la vida interior de las esposas de esa generación. Su gran virtud es narrar los cambios sin transformar de manera radical a Tricia, que sigue siendo una joven modosa, consciente de las limitaciones de sus acciones, del sesgo del estadounidense blanco que subyace en ellas. Aquí no hay gritos ni feministas avant-la-lettre, sino mujeres que actúan en la medida que pueden. Ninguna vida carece de interés cuando se sabe narrarla, y a McDermott le sobra oficio. En la segunda parte, cede la voz narradora a la Rainey adulta, una puesta al día de lo que ocurrió con su madre de vuelta en Estados Unidos, con las secuelas inevitables. «Supongo que todo esto […] es mi modo de buscar una reparación» (p. 85), reflexiona Tricia en un momento dado.
McDermott, con la elegancia y la calidez que la definen, nos sumerge en una gran novela sobre la amistad entre mujeres, sobre la maternidad, sobre ese rico «mundo de interiores femenino» de la alta sociedad, de los espacios en los que nadie se fija y que ella engrandece con la sutileza que solo posee una veterana, de las letras pero sobre todo de la vida. Ya lo demostró en Alguien (2013) y La novena hora (2017; Prix Fémina étranger): son los personajes a priori sencillos, secundarios de su propia existencia, los que, a través de sus relaciones, dan forma a una novela de hondo calado al tiempo que esbozan un fresco social de su tiempo. Con Absolución, da un paso más: es la culminación de una carrera, la cúspide, la novela que McDermott estaba llamada a escribir. Sí, por qué no decirlo: una obra maestra.