El paraíso desquiciado de Xita Rubert
«El asunto de la relación entre la realidad y la ficción es definitivamente irresoluble, sobre todo (y esto es lo que a la Universidad le cuesta aceptar) porque es algo que cambia en cada libro»

Portada de la novela 'Los hechos de Key Biscayne', de Xita Rubert. | Juan Marqués
Cada temporada va estando más claro que nos equivocamos al separar las narraciones entre las de «ficción» y las de «no ficción», etiqueta esta última que ya no solo comprende la ciencia, la Historia, la divulgación, el ensayo o las biografías (aunque estas siempre fueron, por definición, narrativas), sino también otro tipo de relatos más asimilables ya no a la literatura sino directamente a la ficción. Corre desde hace tiempo con alegría la etiqueta de «novela de no ficción» (y más tímidamente comienza a asomar el concepto de «ensayo de ficción», que también los hay en estos tiempos de hibridaciones y de géneros fluidos…), pero creo que lo fundamental del asunto es entender que, como en casi nada, tampoco en este asunto de la fidelidad a la realidad es todo blanco y negro, sino que hay una amplia y entretenida gradación, todo un Pantone del mimetismo.
Quiero decir que todas las novelas del mundo contienen, cada una a su modo, un porcentaje de no ficción, de vida exterior que se cuela en cantidades muy distintas: por quedarnos en 2024, es obvio que la perceptible dosis de «realidad», de «testimonio» o de «experiencia» que pueda haber en Polilla de Alba Muñoz es algo menor al que, más osado, pueda haber en Borracha menor, de Sofía Balbuena, o desde luego en Presente, de Tania Padilla, que, sin dejar de ser narrativa, e incluso novela, andará cerca del 100% en lo que se refiere a veracidad y correspondencia milimétrica con la «verdad» exterior. Por el contrario, en libros en principio plenamente testimoniales como No volverán tus ojos a mirarme de Marta Barrio, Una historia particular de Manuel Vicent, La planta baja de Alejandro Simón Partal, El afuera de Margarita García Robayo, Los íntimos de Marta Sanz o incluso El tiempo de los lirios de Vicente Valero aletea con mayor o menor claridad, y en distinto grado, la pura creación, siempre legítima, y es así sobre todo porque lo inventado o lo manipulado o lo inexacto o incluso lo falso aparece muchas veces sobre el papel sin que quien lo escribe sea muy consciente de ello.
Hay invenciones y hasta fantasías que contienen mucho más testimonio que algunos supuestos diarios íntimos, y por ello también parece algo comodón y hasta un poco cobarde el asentir, sin más, ante aquello que nos fascinaba y convencía hace años y que dice que «una diminuta gota de ficción en una piscina olímpica convierte de inmediato toda el agua en ficción». Sí, pero no, porque todo era ya, por definición, ficción, lo cual no desmiente que hasta en Petar Pan hay, en algún grado imposible de rastrear, algo de las memorias de Barrie, o que en El Quijote deba de haber al menos un 20% de “autobiografía interior” de Cervantes. Recuerden: “Madame Bovary c’est moi”. No era un farol de Flaubert, era intuir algo que nunca podremos entender del todo. El asunto de la relación entre la realidad y la ficción es definitivamente irresoluble, sobre todo (y esto es lo que a la Universidad le cuesta aceptar) porque es algo que cambia en cada libro. A muchos críticos y profesores estas constataciones les fastidian, y se revuelven, se rebelan, intentar categorizar y cuadricular a toda costa…, pero a mí, como lector y como crítico, me hace inmensamente feliz saber que la creación literaria estará siempre varios metros por delante de cualquier teoría, y que lo hará además riéndose, muy contenta.
«Me hace inmensamente feliz saber que la creación literaria estará siempre varios metros por delante de cualquier teoría, y que lo hará además riéndose, muy contenta».
Dicho esto, no sé cuánto grado de «crónica real» habrá en Los hechos de Key Biscayne, la nueva novela de Xita Rubert (Barcelona, 1996), pero en absoluto necesito saberlo para disfrutar como he disfrutado de una novela sensacional, aguda y de una madurez que ya no es sorprendente por precoz sino por compleja. Aún más allá de lo que sucedió en Mis días con los Kopp, su original y llamativo debut, donde también había detalles claramente inspirados, cuando menos, en cosas realmente vividas, o en personajes perfectamente ciertos, no hay que confundirse ni agobiarse a la hora de leer algo que se presenta (y se defiende sola) como ficción total y casi desatada, y ficción además muy golosa, muy juguetona, muy gamberra, muy extrema, que se relame en la imprecisión y en el despiste y que es, al cabo, tan gozosamente mentirosa como el padre de la narradora, un prestigioso profesor ya casi anciano que, en el año en que le toca la custodia de sus hijos, decide mudarse de improviso de Boston a Miami, cambiando el norte por el sur, el frío por el calor y, sobre todo, lo plenamente civilizado y previsible por la improvisación, la sorpresa y cierta irrealidad en forma de inundaciones o de lujo desesperado, de aburrimiento de alta gama, de sensación de habitar un ambiguo decorado, con sus espectaculares oropeles, sus tragedias secretas y su estratificación especialmente salvaje. Un año de extrañas vacaciones ante una playa sometida a los huracanes. Una pistola en el cajón de las galletas.
Creo que a la autora le gustaría saber que su novela me ha parecido tan irresponsable como ese hombre, ese personaje, al que se acaba homenajeando por todo lo alto: irresponsable en el sentido de que es un texto que no parece nada dispuesto a someterse a las «obligaciones» de una novela «seria» o «clásica», y que, en cambio, quiere obligar al lector a hacer, para entenderla del todo, un esfuerzo tan grande como el que la innominada narradora hace para comprender y perdonar del todo a su estrambótico padre, que se mueve entre la sabiduría y el delirio, entre el disparate y la academia. Es como si una novela de campus hubiera preferido pasar la mañana en la piscina, saltándose las clases. Y no es que sea Key Biscayne una ciudad sin ley (aunque la policía está desesperada entre tanto mafioso feliz y amable, tanto narcotraficante millonario que saluda siempre a los vecinos y tanta evasión de impuestos por parte de quien organiza cenas estupendas): es la novela la que se propone no tener demasiadas normas, aunque sí tiene una prosa preciosista y afilada, que a veces llega a adquirir la modulación e incluso la métrica de un poema: «El único modo de enseñarle algo a alguien es mintiéndole. No se accede a la verdad desde la verdad. Al oasis se llega, si se llega, porque uno ha descubierto el espejismo».
Es gracioso porque la madre, que, razonablemente preocupada, reclama noticias desde España, es autora de obras de teatro, cuando lo que sucede es que son sus hijos los que se ponen a vivir en una mascarada, en una farsa («Casi todo era de mentira y casi nunca hacía falta mentir»), lo cual, según autodiagnostica la propia narradora, que tenía casi trece años en el tiempo de los «hechos» narrados (y qué hábil es, en ese sentido, un título que en un primer momento parecía medio soso, descolorido), condicionó su peculiar manera de observar desde entonces la realidad, las ciudades, la gente… Es sagacísima Xita Rubert en lo que respecta a la psicología fina, y magistral a la hora de expresarlo en pocas palabras, sobre todo cuando uno de los grandes temas de esta novela (de sus grandes personajes, podría decirse) es el del embuste y la apariencia, el de la adaptación de lo raro, el de vivir de un modo que no se ajusta a los horarios, las rutinas, las convenciones y hasta las leyes de las personas «normales».
En la novela hay amenazas muy inquietantes a las que se asiste o que se sortean sin cargar las tintas, de una forma elusiva y deliberadamente incompleta. La autora, a lo David Lynch, se complace en fijarse con cierta extensión en detalles minúsculos y en desentenderse totalmente de los que parecerían más relevantes, o los que el lector necesita: el espacio de la novela lo permite, y también apariciones o desapariciones que, como en el teatro absurdo, acaban siendo previsibles de tan inesperadas. «Me da igual si es falso, es muy divertido», dice un personaje en un momento dado, y eso podría valer para todo, casi a modo de epifonema. Es, en fin, una novela rara: una gozada diferente. Y con razón está todo contado por una adolescente que intenta pintarse las uñas sobre un ejemplar del Quijote.