Katherine Mansfield, correspondencia íntima
Llegan a las librerías las cartas de la escritora sobre su vida y relación con autores como Aldous Huxley o Virginia Woolf
Era abril de 1906 cuando una decepcionada Katherine Mansfield escribía a su prima Sylvia Payne: «Padre se opone tajantemente a mi deseo de ser chelista profesional o dedicarme al chelo más o menos en serio –por lo que mis esperanzas de una carrera musical se han ido al traste. Fue una inmensa decepción –no podría contarte cómo me he sentido– y cómo me siento aún cada vez que lo pienso –pero supongo que no sirve de nada luchar contra lo Inevitable– así que en el futuro dedicaré todo mi tiempo a escribir». Tenía entonces 18 años –moriría en 1923 de tuberculosis–, y, aunque ella aún no lo sabía, aquella decisión paternal sería fundamental en su vida, hasta el punto de ser considerada hoy como una de las grandes maestras del cuento moderno escrito en lengua inglesa.
Celosa de su intimidad, profundamente reservada y enigmática, de Mansfield sabemos hoy lo que dejó escrito en sus relatos, cartas, diarios y cuadernos de notas, muchos de ellos publicados por su marido John Middelton Murry tras su muerte, en contra de sus últimas voluntades –ella misma había expresado en su testamento su deseo de deshacerse de la mayoría de estos documentos cuando falleciera–. Sin embargo, gracias en buena medida a aquella «deslealtad» por parte de su viudo, hoy podemos leer su correspondencia seleccionada y traducida en dos completos libros publicados recientemente por Páginas de Espuma y Tres Hermanas, que ofrecen un corpus distinto del amplio archivo epistolar que se conserva de la autora, aunque, inevitablemente, compartan algunas de sus misivas.
«Estas cartas –cuenta Jimena Jiménez Real, traductora de Cartas de Katherine Mansfield de la editorial Tres Hermanas– dan cuenta no solo de los acontecimientos más importantes en la vida de la escritora, sino también de lo coherente y lo incoherente en sus ideas y en sus emociones, de sus buenos y sus malos sentimientos, y de un finísimo e inesperado sentido del humor».
Mujer independiente e inquieta, escribe Mansfield en uno de estos textos, «estoy firmemente convencida de que todas las mujeres deben tener un futuro cierto –¿tú no? La idea de quedarme sentada esperando un marido me resulta repugnante– y esa es justamente la actitud de muchas chicas».
No obstante, estos escritos nos devuelven la imagen de una persona asimismo apasionada y libre sexualmente. También de su primer amor, Garnet Trowell, a quien le decía en octubre de 1908: «Siento con mucha intensidad la estupidez de nuestra separación. Sabes que, de hecho, me siento curiosamente casada contigo; volveré a Londres el domingo y te encontraré en la estación. Ah, querido mío, que pudiera ser así –creo que sí–. Verdaderamente, encendimos el Támesis con nuestra pasión de amor y alegría».
Amor por la vida
Fruto de aquella pasión, Mansfield se quedó embarazada en marzo de 1909. Rechazada por la familia Trowell, se casó con un profesor de canto, George Bowden, al que abandonó al día siguiente –su divorcio no se oficializaría hasta nueve años después–. En junio sufrió un aborto espontáneo. Desde Baviera, ese mismo mes, escribía a su examante: «Hoy llueve otra vez, una lluvia continua, persistente, que parece llevar de un recuerdo a otro».
«Interesada siempre por los paisajes naturales, ambientes y personas, en estas cartas se encuentran fragmentos descriptivos que bien podrían formar parte de sus relatos, además de comentarios sobre figuras tan conocidas como T. S. Eliot, D. H. y Frieda Lawrence o Virginia Woolf –cuenta Patricia Díaz Pereda, encargada de la traducción de Páginas de Espuma en el prólogo de Katherine Mansfield. Poco tiempo en cualquier lugar. Cartas 1903-1922–. Pero sobre todo, nos muestran sus afectos, antipatías y simpatías por lugares, personas y animales, nos revelan su profunda inmersión en la escritura, la intensa y turbulenta relación con su marido, su amor por la vida, su capacidad de captar hasta el más mínimo detalle; la depresión y la de desesperación, que ella visualizaba como un pájaro negro, y la enfermedad».
Casada con el también escritor John Middleton Murry, estas cartas hacen referencia a la conciliación en el hogar: «¿Soy tan tirana –Jack, querido– o lo dices para fastidiarme? Supongo que soy una mala gestora y la casa parece tomar tanto tiempo si no la cuidas con algún tipo de método. Quiero decir… cuando tengo que limpiar dos veces o dar un lavado extra a cosas innecesarias, me impaciento mucho y quiero estar trabajando. Esta semana, tan a menudo, os he oído hablar a ti y a Gordon mientras yo lavaba los platos. Bueno, alguien tiene que lavarlos y hacer la comida», protestaba.
Además de estos aspectos más cotidianos del día a día –donde incluía hasta recetas para cocinar–, se carteó, también, con las pintoras Anne Estelle Rice y Dorothy Brett y con la escritora Virginia Woolf –a quien, dicen, admiró y envidió a partes iguales–. Lo que sí parece evidente es que entre ambas hubo muchas veces palabras de sincero respeto. «Me pregunto si sabes lo que tus visitas significan para mí –o cuánto las echo en falta. Eres la única mujer con la que deseo hablar de trabajo. Nunca habrá ninguna otra», le escribió en una ocasión Mansfield a la autora de Orlando. La propia Woolf, presumió de su amiga en algún momento: «No ha habido quien la haya superado, ni crítico literario que haya sido capaz de explicar semejante talento».
Amistades literarias
Además de escribir y reflexionar sobre su escritura, Mansfield opinaba divertida sobre algunos de sus coetáneos. «Aldous (Huxley) vino a verme el miércoles pasado. Me contó más novedades en media hora de las que he oído en meses. Ahora parece que tiene un gran éxito social y cosas ‘increlíbles’ le suceden por lo menos cada noche (…). Sentí que mi mente revoloteaba sobre Aldous como si él fuera el correo de Londres. Tenía un párrafo acerca de todo el mundo».
Amiga de D. H. Lawrence y su esposa Frieda, comentaba sobre una visita de ambos en 1918: «Frieda estaba enferma, pero pasé mucho tiempo con Lawrence –al menos en lo que a mí respecta, la paloma también revoloteaba sobre él. Lo adoré. Era el antiguo Lawrence feliz y generoso, riendo, describiendo cosas, dando fotos, lleno de entusiasmo y alegría».
Y también algunas curiosidades como las lecturas de la escritora. «M. y yo estamos leyendo a Jane Austen por las noches. Con deleite. Emma es realmente un libro perfecto, ¿no crees?», mientras se sincera sobre Proust: «Durante años he estado fingiendo haberlo leído, pero este otoño M. y yo nos hemos dado la zambullida. Sin duda, creo que es de lejos el escritor vivo más interesante». Pero para ninguno tiene las palabras que reserva para Chéjov: «Me pregunto si has leído a Joyce, Eliot y esos ultramodernos. Es tan extraño que escriban como lo hacen después de Chéjov. Porque Chéjov ha dicho la última palabra hasta ahora, y más aún, nos ha dado la indicación del camino por el que deberíamos ir».
Muerte prematura
Aquejada de tuberculosis, enfermedad que contrajo en diciembre de 1917, se confesó con Woolf en varias ocasiones sobre su estado de salud: «Mi condenado traumatismo se encarniza conmigo –cuando me da un ataque– me convierto en algo que se arrastra y no soy capaz de hacer nada sino maldecir mi suerte» o «he estado muy ‘enferma’. Reuma, más una depresión horrible, más furia».
«Ya he empezado a buscar signos de la primavera. Bajo los perales en emparrado había rosas de Navidad magníficas que vi por primera vez este año. Me recordaron a Suiza, y el otro día alguien encontró cuatro prímulas. Tengo días en que anhelo estar en el s. de Francia o en algún sitio como Mallorca. Cuando se acabe todo esto me iré al sur o al este y no volveré al norte nunca más», decía en su última carta, no enviada, de enero de 1923.
Murió el 9 de ese mismo mes al sufrir una hemorragia mientras corría escaleras arriba para demostrarle a su marido que se encontraba perfectamente. «Sabes querida, bromas aparte, y hablando muy en serio, creo que no viviré mucho», le había escrito a su íntima amiga Ida Constance Baker a finales de verano en 1909. Tenía 34 años cuando murió. No se equivocó.