Peter Carey y una carrera por la Australia indómita
El mítico ‘rally’ sirve de pretexto en ‘Muy lejos de casa’ para ahondar en la psicología de unos personajes desarraigados
Corren los años cincuenta, y un peculiar trío de aficionados comparte vehículo en la Redex Trial, la mítica carrera de coches por el continente australiano que por aquel entonces gozaba de una enorme popularidad, hasta el punto de catapultar a la fama a quienes se coronaban como vencedores. El automóvil que nos interesa está pilotado por Irene, conductora avezada e intrépida, madre de dos hijos pequeños y esposa de Titch Bobs, el mejor vendedor de coches de la zona, otro de los integrantes del equipo y responsable de la participación en el rally, su última ocurrencia para promocionar su negocio. Completa el grupo Willie Bachhuber, el vecino del matrimonio, un maestro de escuela tranquilo y solitario con el que a primera vista no tienen mucho en común.
El argumento de Muy lejos de casa (2017; Piel de Zapa, 2024, trad. Alberto Moyano Muñoz), la última novela del australiano Peter Carey (Bacchus Mash, Victoria, 1943), más allá de rendir homenaje a un evento que se convirtió en un fenómeno social en la Australia de su época, no deja de ser un pretexto para ahondar en lo que siempre le ha preocupado: la psicología de los personajes, la exploración de un territorio carcomido por la violencia, la tensión entre colectivos étnicos, la herencia íntima de lo perdido y, por supuesto, el amor, la posibilidad del amor y de la reparación, a nivel personal y a escala social, cuando todo lo demás está corrompido. Todo eso, con un humor corrosivo e impertinente que, a través de una narración que alterna las voces de los personajes, se gana la risa cómplice del lector desde las primeras líneas.
En realidad, los tres protagonistas tal vez no sean tan diferentes como creen (y no, esto no va de meterlos en un enredo sentimental bobalicón de sobremesa navideña; el autor es demasiado listo para eso, y, sobre todo, tiene más mala leche). Irene es una mujer de armas tomar que se marchó de casa de sus padres muy joven, al ser ella misma quien pidió matrimonio al guaperas (bajito, para más inri) que se convertiría en su esposo. No tuvo que lamentarlo: años después, forma un buen tándem junto a ese empresario temerario, y dista mucho de asemejarse a un ama de casa pasiva: de talante obstinado e independiente, está habituada a capear el temporal sin lloriqueos (incluido un suegro siempre al acecho de la pareja).
En cuanto al vecino, Willie, ese hombre joven de apariencia llana y discreta, también tuvo sus escarceos (menos fructuosos) de juventud, cuando él mismo, hijo del pastor de su comunidad, se auguraba «una vida dedicada a huir de mi propia naturaleza insulsa, a buscar la emoción de la energía saltando cuando debería estar quieto y a salvo» (p. 33). Como adulto, sigue buscando la adrenalina a su manera: es un asiduo participante de un concurso de radio y, aunque soltero y sin compromiso, no le falta con quien darse algún que otro revolcón. Ah, y en estos momentos se encuentra suspendido de empleo por sus métodos singulares de enseñanza. En lugar de dar clases, le encomiendan preparar unos programas de estudios que lo llevan a estudiar el pasado de las comunidades aborígenes.
La carrera no empieza hasta la mitad de la novela; mientras tanto, asistimos a la rutina de los personajes, lo que permite conocerlos a fondo y, por extensión, conocer cómo se relacionan entre ellos. A Willie, por ejemplo, le gusta espiar a su vecina (y ese no es el único secreto del apacible profesor); pero los Bobs también sienten curiosidad por él, sobre todo la avispada Irene. Se puede decir que, aunque durante muchos capítulos no se muevan apenas de sus casas, la historia progresa por cuanto se profundiza en aquello que sabemos de cada uno. Y los capítulos son tan ágiles, con ese tono jocoso y bizarro característico del autor, que se lee con gusto.
Grupos étnicos
Una vez metidos en el rally, la competición entronca de lleno con los estudios de Willie. Porque la Tedex, sobre todo en sus inicios, se desarrollaba por el territorio agreste, con los riesgos que suponía (y que aumentaban su gancho mediático) para los participantes, que no siempre eran profesionales del motor. Adentrarse en esa Australia indómita, casi un mundo aparte de las zonas urbanas, equivale a contactar con los supervivientes de la colonización salvaje.
He ahí la paradoja: mientras la sociedad moderna occidental da pan y circo a base de motor, gasolina y billetes, la población autóctona resistente trata de subsistir y mantener sus costumbres arraigadas en la tierra. En medio de esa naturaleza sin domeñar, relacionándose con personajes que hablan en dialecto –tanto el oído para lo coloquial como la potencia evocadora del paisaje son dignos de subrayar–, el maestro se convierte en aprendiz. Y los pícaros Bobs, en alumnos inesperados.
Como en sus obras más importantes, las galardonadas con el Premio Booker Oscar y Lucinda (1988) y La verdadera historia de la banda de Kelly (2000), y a la vez con un planteamiento y un universo diferente por completo, Peter Carey vuelve a fijar la mirada en los desarraigados, los que ocupan los márgenes. No solo por los grupos étnicos que viven apartados: también los protagonistas, dentro de la sociedad «civilizada», pertenecen a estratos corrientes, unos porque tienen dinero, pero carecen de refinamiento, el otro porque va sobrado de cultura, pero en lo personal no encaja en el modelo tradicional de familia. Los acompaña un elenco de secundarios de lujo, como el irritante suegro o los colegas de la radio, y el estilo tiene la socarronería de quien sabe más por viejo que por diablo. Hacía más de diez años que no llegaba una nueva novela del autor a las librerías españolas: esta es, pues, una buena ocasión para volver a leerlo.