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Literatura

Pilar Adón, un viaje hacia sí misma

La autora de la novela ‘De bestias y aves’ reúne su obra poética en el volumen ‘Las huidas. Poesía 1998-2024’

Pilar Adón, un viaje hacia sí misma

Detalle de la portada de‘Las huidas. Poesía 1998-2024’.

Se suele decir que la poesía es una vocación de juventud, no en vano muchos escritores comienzan su carrera con un libro de versos; la narrativa es un oficio de madurez, como me dijo hace años una editora de la vieja escuela. Con todo, nunca se sabe cuándo uno sentirá la «llamada», si es que llegará a sentirla, y a Pilar Adón (Madrid, 1971) le vino cuando ya rondaba la treintena. Sus primeros poemas datan de 1998, aunque comenzó a granjearse un nombre como poeta con La hija del cazador (La Bella Varsovia, 2011). Desde entonces, además de consagrarse como narradora con la novela De bestias y aves (Galaxia Gutenberg, 2022), galardonada con el Premio Nacional de Narrativa, el Premio de la Crítica, el Premio Francisco Umbral y el Premio Cálamo Otra Mirada, ha gestado tres poemarios más, que culminan en el recopilatorio Las huidas. Poesía 1998-2024 (La Bella Varsovia, 2024), que incluye una nueva plaquette, Atractivo carnal (2024).

Si en su narrativa, compuesta por novelas y relatos, despliega pura ficción con un estilo pulcro y elegante, en su poesía parece dar rienda suelta a su lado más personal, aunque sin perder la finura, la búsqueda de la palabra justa, la influencia anglófila. En su verso resuenan lecturas, desarraigos, pérdidas y una suerte de viaje íntimo hacia sí misma que adquiere solidez con el curso de los años, como si la escritora madura ya fuera capaz de mostrarse sin pudor, de dejar oír su voz sin necesidad de apoyarse (o sin apoyarse tanto, ni de forma tan evidente) en las palabras prestadas de otros. En sus primeros poemas las referencias literarias, sobre todo de autores británicos, norteamericanos y franceses, son abundantes: «Y he esperado, / con el té caliente, / la llegada de Ivanhoe / lloroso por la trágica / trágica / muerte de lady Rowena» (2001; p. 25), como si necesitara apoyarse en la vida literaria –que siempre es, ante todo, una vida interior, de lecturas, de referencias– para sentir que tiene algo interesante que expresar, para encontrar medios a la altura.

Pilar Adón. | Wikimedia Commons

De manera progresiva, se consolida como motivo recurrente la conciencia como hija, un punto de vista sobre la maternidad que se suma a la creciente representación del tema en literatura, sobre todo por parte de las nuevas generaciones de escritoras. También una de nieta, con la evocación de los abuelos en diferentes espacios. Estas inquietudes resultan inseparables del que quizá sea, desde hace años, su rasgo más distintivo: la proximidad a la naturaleza, o, mejor dicho, la indagación en la naturaleza, voluntaria, una necesidad de encontrarse en las raíces, los ciclos, como el cuerpo humano responde a los procesos más elementales del curso de la vida: «Huida al bosque, la hija / se alimenta de animales silvestres / Duerme, bebe. […] / Cansadas las piernas, reposa. / Anhela temas sutiles, sensatos. / Un más allá del universo negro. / No ser árbol / ni permanecer.» (2011; p. 101).

A diferencia de quienes buscan en el medio rural una escapada de la civilización urbana, idealizando el campo o apelando a la nostalgia, la mirada de Pilar Adón ni es amable ni tiene como fin plantear una oposición urbano-natural. De hecho, va en consonancia con su evolución como lectora (y traductora), que ella misma ha ido contando. Influencias que van desde el mítico Walden (1854) de Henry David Thoreau a El árbol (1979) de John Fowles que ella misma tradujo para Impedimenta, además de western de calidad, un género apegado a la exploración de lo desconocido, el territorio agreste, indomado, salvaje, poblado de tipos duros y de mujeres que no se amedrentan ante la inclemencia del viento, con novelas como las de la gran Dorothy M. Johnson y otras recuperaciones de la colección Frontera de Valdemar. Se trata, por lo tanto, de una aproximación nada edulcorada a la naturaleza; al contrario, la retrata en toda su crudeza, en lo que tiene de hostil, de sucio. Sin negar su belleza y su armonía, pero tampoco su carcoma, su muerte, esa violencia inherente a ella: «Las crías que hacen de su madre / su primer candidato al sacrificio, / su primer alimento» (2014; p. 159).

Naturaleza

Una influencia, la naturaleza, que tiene su correspondencia en su narrativa, en particular a partir de la espléndida Las efímeras (Galaxia Gutenberg, 2015), título que mereció un mayor recorrido, aunque ya en sus relatos de El mes más cruel (Impedimenta, 2010) se hacía notar. Habitar el espacio natural va acompañado de una búsqueda de soledad en el aislamiento, el hecho de apartarse del bullicio, de construirse al margen, a la manera espiritual que defendía Lev N. Tolstói en sus últimos ensayos: un despojamiento consciente y coherente, con el propósito de hallar una mayor conexión con lo esencial, una forma de vida que conlleva una búsqueda interior, introspección, con el trabajo intelectual en sintonía con el progresivo asilvestrarse del cuerpo: «Todo ha de ser simple: pelar patatas, triturarlas. / Lavar, tirar el agua. / Mantener el cuerpo en orden, maquinal. / Sin echar raíces, sin pensar ‘esto es mío’» (2014; p. 172).

Solo que Pilar Adón, a diferencia de sus personajes, no vive al margen de la realidad, no del todo; y la poesía, con el paso de los años, la acompaña en momentos complicados, le permite vaciarse, expresar con figuras retóricas lo que duele demasiado para decirlo con lenguaje llano. La enfermedad, los cuidados, el envejecimiento, la pérdida de los padres: «¿Quién me va a cuidar cuando sea vieja?», se pregunta, «¿Quién va a venir a verme / los fines de semana? / Si no soy madre.» (2018; p. 209). Esta exploración alcanza su punto álgido en Da dolor (2020), cuando se produce la muerte del padre, una ausencia que también la marcó, como ella misma ha contado, a la hora de escribir De bestias y aves (2022): «Dejadme recordar. Mirar atrás / no puede ser un pecado tan grande», dice, apelando a la memoria. «Mi padre me llamaba Pilu / Mi madre, ratona. / Aunque ellos no se acuerden.» (2020; p. 240). También en esto su mirada es feroz, aunque no por ello exenta de ternura, del afecto por un vínculo más fuerte que el deseo de apartarse.

Este buscarse hacia adentro culmina en la plaquette final, con una apertura a lo místico y espiritual sin máscaras, como necesidad de arraigo tras el descarrilamiento emocional de los últimos tiempos: «A quien cuide el universo le imploro / que mantenga la paz de las cosas un rato más. / Es lo que hago. Lo que hice. Asombrarme» (2024; p. 308). En su poesía, vista en conjunto, se escuchan dudas, miedos, necesidad de huir, con motivos que se mueven entre la intimidad doméstica en la que cualquiera se reconoce (el rol de la hija, los cuidados, el temor ante la enfermedad, la pérdida) a una vía de escape entre literaria y metafísica que se materializa en la evocación de la naturaleza y lo que puede llamarse vida interior, áspera y a la vez genuina, liberada de imposiciones. Jorge Luis Borges defendía que no se pueden escribir metáforas nuevas que funcionen de verdad, que al final cada uno tiene su experiencia y es desde ese yo que tiene la capacidad de crear un universo único. Pilar Adón, la Pilar Adón más personal, lo hace en su poesía.

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