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Literatura

Emily Dickinson, poesía de intramuros

La editorial Lumen rescata, en una nueva versión bilingüe, una antología con 71 poemas de la escritora norteamericana

Emily Dickinson, poesía de intramuros

Daguerrotipo de Emily Dickinson con 16 años, tomada en el seminario de Mount Holyoke entre diciembre de 1846 y principios de 1847. | Wikipedia

Si otorgamos veracidad a la frase de Stéphane Mallarmé, poeta francés a caballo entre el simbolismo y la irrupción (efímera) de las vanguardias –»siempre debe existir un enigma en la poesía»–, la misteriosa obra literaria de Emily Dickinson (1830-1886) respondería, sin lugar a dudas, a este aserto, al vincular su enunciación con el misterio y la elipsis; y proyectarlos a su vez sobre el fondo de su propia biografía. La escritora norteamericana ha sido objeto de una intensa amplificación (instrumental) de su mito que se ha impuesto a la interpretación (difícil) de su obra, sobre la que existen dudas de que fuera concebida como un todo, a pesar de habernos llegado como uno de los ejemplos de la mejor poesía decimonónica en inglés.

Dickinson suele ser valorada a partir de motivos extraliterarios. Se la considera un referente protofeminista: una mujer que construye su voz en un mundo puritano, inequívocamente protestante, anterior a la Guerra de la Secesión norteamericana, gobernado únicamente por hombres. Padres, hermanos, presbíteros y militares. También ha sido juzgada por su condición de personaje fantasmal, encerrado –por propia voluntad– en la famosa habitación propia de la que hablase Virginia Woolf, rebelde ante el (supuesto) patriarcado por su obstinación para poner a salvo su intimidad. Se ha escrito muchísimo sobre su vida privada, de sus predilecciones sentimentales –marcadas por los amores no correspondidos, incluyendo hasta una teoría de su lesbianismo– y se ha convertido su correspondencia una suerte de escritura en clave para ilustrar la distancia que separa el deseo femenino de las convenciones sociales.

Sin dejar de ser interpretaciones legítimas, nos parecen en general excesivamente parciales, pues versan sobre sus vivencias –de las que se sabe relativamente poco a ciencia cierta, dada su naturaleza asocial– o tratan acerca de detalles anecdóticos, como su voluntad de vestir de blanco y practicar el distanciamiento (se diría que enfermizo) ante los demás. En paralelo a este relato estrictamente biográfico están sus poemas: herméticos, sugerentes, algunos fascinantes. Llenos de espacios vacíos que debe ocupar el lector. Versos que requieren un esfuerzo de comprensión que, en estos tiempos, puede parecer un ejercicio anacrónico.

Lumen acaba de rescatar, 20 años después de su primera edición, ya descatalogada, una selección antológica de 71 de sus poemas. Traducidos por Nicole d’Amonville Alegría, autora de la primera versión, publicada en 2003, esta selección de versos, una mínima parte de los 1.700 poemas que escribiera en total la poeta norteamericana, son una buena puerta de entrada a su obra. Entre otras cosas porque los poemas se nos muestran desnudos, en una versión bilingüe, sin haber sido mediatizados por la leyenda que suele acompañar a su figura.

La traductora prescinde del aparato crítico de la primera versión y acomete una nueva lectura de Dickinson. El resultado es un compendio que, a excepción del prólogo y de una tabla cronológica situada después de los poemas, coloca la escritura de la poeta de Nueva Inglaterra en primer plano, ahorrándonos el incómodo peaje de la intermediación. El lector puede sumergirse así directamente en su poesía. ¿Qué encontramos en Dickinson? Una retórica influida por la Biblia, dispuesta en versos de metro corto que, más que decir cosas de forma expresa, prefieren sugerir, provocar y desconcertar tanto en lo estrictamente ortográfico (el uso arbitrario de los guiones y las mayúsculas como marcas de estilo) como en lo emocional.

Personaje misterioso

Leer a Dickinson es un ejercicio de navegación sin mapa que señale el camino. Ésta es su gracia. La oscuridad de muchas de sus piezas, llenas de sobreentendidos y escritas sin más destinatario que su autora, hace complejo establecer una pauta temática o referencial sobre sus versos. La poesía de la escritora norteamericana tiene mucho de canción sonámbula: crea una atmósfera, pero omite conscientemente detalles que ayuden a descifrar el sentido último de sus versos. Lo cual demuestra que, igual que sucede con la música, en una partitura (poética) los silencios son tan o más importantes que el sonido.

Que Dickinson escribiera sus poemas al margen de su época, o que no publicase en vida más que unos cuantos –es una escritora esencialmente póstuma–, han contribuido a extender la extrañeza que provoca su personaje. La intimidad en la que fueron concebidos y también reescritos –D’Amonville documenta hasta cuatro variantes distintas de algunas piezas– le ha otorgado el don de transmitir una extraña modernidad. La suya es una poesía creada hace más de dos siglos que puede leerse como si hubiera sido fruto del prosaísmo lírico que en literatura inglesa comienza con los románticos tardíos y prosigue con los autores del modernismo.

En ellos se atisba drama y ternura. Un sentido del humor desconcertante –»Morir –lleva sólo un ratito– / Dicen que no duele»– y una gravedad cruda –»Las Figuras ya vistas / Para el Entierro, acomodadas, / Me evocaron, la mía»–. Una mística doméstica, sin velas, atrios ni dioses. El lenguaje de una soledad extrema. Dickinson no se parece a nadie. Es experimental y dubitativa. Una anomalía con respecto a su época, lo que siembra dudas sobre el concepto (histórico) de la modernidad literaria. Al contrario que Whitman, señor del versículo prosaico y poeta narrativo, la escritora de Amherst destaca por la extravagancia de sus poemas cortos, temerosos, simbólicos, quebrados, pero cargados de condensación, hechos con esquirlas.

Su poesía, concebida siguiendo el modelo de las formas breves, opera mediante la acumulación, la elipsis y el correlato. Cada uno de sus textos se nos aparece como un enigma. No suceden en una hora ni en un lugar concreto. No tienen títulos. Son planetas que orbitan fuera del tiempo y del espacio. Igual que un himno entonado para uno mismo. Como si fueran oraciones musitadas hacia adentro. Palabras sagradas que sirven a quien las pronuncia.

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