Ursula K. Le Guin, entre el lenguaje de la ciencia y la poesía
«La autora escribe desde una doble perspectiva de género: como mujer, alejándose de la primacía del hombre en la ciencia ficción de su tiempo; y como forastera, como alguien que no encaja en el orden patriarcal establecido»

Ursula K. Le Guin. | Wikipedia
Detrás de títulos como La mano de izquierda de la oscuridad (1969) o Los desposeídos (1974) hay una mente brillante no solo para narrar historias, sino para el pensamiento en general. Hija de antropólogos poseedores de una gran biblioteca, Ursula K. Le Guin (Berkeley, California, 1929-Portland, Oregón, 2018) se familiarizó desde pequeña con la lectura y la observación de las sociedades de diferentes civilizaciones y épocas, una práctica que influyó en su habilidad para crear esos mundos alternativos que, aunque imaginarios, no resultan en absoluto ajenos a los conflictos y preocupaciones del ser humano contemporáneo. Es más: en muchos aspectos se han revelado visionarios.
En una de sus últimas apariciones públicas, en 2014, charló con otra intelectual de renombre, la filósofa Donna Haraway (Denver, Colorado, 1944), autora del célebre ensayo Manifiesto cíborg (1985). Con un amplio bagaje en el campo de la filosofía de la ciencia y la tecnología desde una perspectiva de género, Haraway comparte inquietudes con la veterana novelista, aunque cada una las haya analizado desde una esfera distinta. Esta conferencia, moderada (y estimulada) por el antropólogo James Clifford, se recoge junto con algunos textos de Le Guin en La conexión infinita. Una conversación entre Donna Haraway y Ursula K. Le Guin (Continta me tienes, 2024, trad. Helen Torres).
El encuentro se presentó bajo el título «Las artes de vivir en un planeta herido» y, si algo tiene claro la escritora, es que esas heridas no conciernen solo al ser humano ni a las habituales enumeraciones de problemas del primer mundo occidental. Ella, que fue pionera sobre las advertencias de la emergencia climática en obras como El nombre del mundo es bosque (1972), señala la necesidad de superar ese antropocentrismo en pos de una conciencia ecológica integradora que nos conciba como a una parte más de la realidad, junto con el resto de animales. Si ella escribe sobre otras criaturas es, al fin y al cabo, porque compartimos el mundo con ellos, porque todos conformamos la naturaleza. Es esa naturaleza la que está herida, por la que hay que velar; de ella depende nuestra supervivencia.
Además de esa mirada ecologista, Le Guin escribe siempre desde una doble perspectiva de género: como mujer, alejándose de la primacía del hombre en la ciencia ficción de su tiempo; y como forastera, como alguien que no encaja en el orden patriarcal establecido. «Siempre estoy regresando a casa» (p. 51), admite, lo que le proporciona la mirada de la extranjera que, entre el asombro y la desconfianza, analiza desde fuera esos mecanismos sociales que quienes los habitamos hemos dejado de percibir. Habla del eterno regreso a casa como una constatación de la mutabilidad del universo: todo cambia, cada vez más rápido, de ahí que cada vez cueste más tener un lugar al que volver. En un mundo lleno de inestabilidades, que empuja a tanta gente a la movilidad, contar con un hogar sólido, que asegure el sentido de pertenencia, es casi una quimera.
Con respecto a las nuevas tecnologías, Le Guin reconoce que no vive la cultura digital como las generaciones jóvenes y se muestra cauta: desconfía de la tecnología avanzada o, mejor dicho, de esa renovación constante, esa persistencia en mejorar funcionalidades (en teoría) y crear artefactos más complejos. En lugar de esa producción sin freno, que a veces, más que poner las cosas fáciles, margina a quienes carecen de acceso a ella o no saben manejarla, defiende la valía de las tecnologías simples pero efectivas y duraderas. Es decir, las herramientas básicas, que se han demostrado útiles a lo largo del tiempo y por eso perviven sin sufrir grandes transformaciones.
Es una defensora del «saber práctico»: es más útil aprender a hacer algo que asimilar mucha documentación al respecto. Observa una tendencia a buscar información, más que a ponerse a desempeñar una tarea concreta, manual. Sin embargo, la humanidad ha vivido, y sigue viviendo en muchas zonas, gracias a su saber práctico, un conocimiento mucho más eficaz, por ejemplo, cuando se trata de reconstruir una sociedad destruida por la guerra o las catástrofes naturales. No es de extrañar que ella tenga debilidad por las piedras, piezas que estaban ahí mucho antes que nosotros, que nos sobrevivirán, permanentes, duras, símbolos de la memoria. Las piedras nos recuerdan la fragilidad humana, nuestra naturaleza efímera.
Esta apuesta gira en torno a lo permanente, lo estable en medio del cambio, que parece el gran reto de nuestro tiempo. Más allá de la tecnología, subraya la importancia de las comunidades como punto de anclaje, de sostén humanitario y cultural; hay que velar por esos vínculos para mantenernos vivos, para mantenernos humanos. Las mujeres han sido tradicionalmente ese bastión, en calidad de guardianas de la casa, que Le Guin entiende como un espacio de protección y no obstante permeable al cambio, una especie de «contenedor» de objetos, experiencias e individuos que se suceden, que interactúan.
La conferencia también dio la palabra al público, que dio pie a reflexionar sobre la influencia de Lao Tse en su obra, al que comenzó a leer a los catorce años, o al libro de su madre, Theodora Kroeber, sobre el último superviviente del pueblo amerindio de los yahi, en California, que se convirtió en un éxito. Cuando le preguntan por el «mensaje» que le gustaría que quedara de su legado, Le Guin rechaza cualquier finalidad didáctica y, frente a eso, habla de la preocupante tendencia de las escritoras a caer en el olvido tras su muerte; ese borrado le parece más alarmante que la hipotética recepción de sus libros. Algunos lectores subrayan su carácter pionero y su influencia en creaciones posteriores que se convirtieron en un fenómeno comercial, como Harry Potter o el ciclo de películas de Avatar (eso sí, con un sustrato intelectual mucho más simplificado).
En general, la autora celebra el estado actual de la ciencia ficción, que tiende a fundir las fronteras de lo imaginario, lo posible, con lo real. El libro ofrece también algunos poemas y textos teóricos que complementan los temas clave, como una interesante aproximación al terolingüismo, la ciencia que estudia el lenguaje de los animales. En su poesía, como en su narrativa, se halla esa mirada crítica hacia temas como la blanquitud («En su rectitud la blanquitud / destiñe a las criaturas / hasta dejarlas sin color / no tolera / sombra alguna», pp. 27-29) o la conciencia de nuestra finitud frente a la inmensidad de la naturaleza («Hacemos demasiada historia. / Con o sin nosotros / habrá silencio y rocas / y, a lo lejos, resplandor», p. 31).
A pesar de los excesos cometidos por el ser humano contemporáneo, Le Guin evita caer en la resignación. No merece la pena recrearse en los errores, ni cerrarse a esa idea de culpabilidad de su propia catástrofe. Esas creencias solo llevan al pesimismo, que puede traducirse en parálisis, inacción. De lo que se trata ahora es, más bien, de reorientar el sentido de vida hacia una convivencia armónica con los demás seres vivos, más respetuosa con el ecosistema. Dejar atrás los principios individualistas para adoptar un modelo comunitario, ecológico y fluido. Todavía se puede, todavía no es tarde. Este libro nos lo recuerda.