Joseph Brodsky, el poeta disidente y sublime
Editorial Siruela publica el volumen ‘Poemas escogidos’ del premio Nobel en una nueva y ambiciosa traducción del ruso
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El poeta ruso de origen judío Joseph Brodsky. | Rob Croes (Wikimedia Commons)
El 4 de junio de 1972 un judío pelirrojo salió de la Unión Soviética con una maleta. Las autoridades, que ya no sabían qué hacer con él y lo consideraban un «parásito social», facilitaron su marcha. Quince años después, en 1987, ya instalado en Estados Unidos, ganó el Premio Nobel de Literatura. Su nombre: Joseph Brodsky (San Petersburgo, 1940-Nueva York, 1996). Siruela acaba de publicar sus Poemas escogidos en traducción del cubano Ernesto Hernández Busto. La editorial, que ya había publicado los ensayos –Menos que uno y El dolor y la razón– y el exquisito libro sobre sus estancias venecianas Marca de agua, incorpora por fin a su catálogo los versos de uno de los grandes poetas del siglo XX. No es esta la primera antología poética en castellano, pero tiene una especial relevancia por la selección de piezas y por la ambición de la nueva traducción.
En la maleta de su exilio, Brodsky llevaba una máquina de escribir, un libro de John Donne y, según algunas versiones, dos botellas de vodka. Dejaba atrás una vida de bohemio y disidente, siempre vigilado y acosado por la KGB, que además trató de captarlo como confidente. Autodidacta, había abandonado la escuela sin terminar la secundaria y había ejercido los oficios más variopintos, desde operario en una fábrica de armamento hasta farero, pasando por marinero, ayudante de forense y asistente de un geólogo. Además, acumulaba un largo historial de detenciones. La policía lo arrestó por primera vez a los 19 años y a lo largo de su vida en Rusia pasó por manicomios, cárceles y el destierro en un pueblo del círculo polar ártico. De allí lograron rescatarlo las protestas de varios intelectuales, entre ellos el siempre dubitativo y temeroso Dimitri Shostakóvich, inmenso compositor superviviente de las purgas estalinistas, y la legendaria poeta Anna Ajmátova, mentora y protectora de Brodsky, sobre la que este escribió: «Su sola mirada te cortaba el aliento. Alta, de pelo oscuro, esbelta y ágil, con los ojos verdosos de un tigre polar».
Ajmátova había vivido los años del fervor revolucionario como miembro del grupo vanguardista de los acmeístas, que no tardaron en caer en desgracia y sufrir las iras bolcheviques. Su colega Ósip Mandelshtam pagó con la vida unas coplillas satíricas sobre Stalin y ella sufrió la insidiosa persecución de su pareja, el historiador del arte Nikolái Punin, que murió en un campo de trabajo, y de su hijo, que sobrevivió al cautiverio pero jamás lo superó. Ajmátova destiló estas vivencias en el desgarrador poema Réquiem, que arranca con estos versos terribles: «Esto sucedió en tiempos en que solo los muertos sonreían,/alegres por haber hallado al fin reposo».
De entre los discípulos y admiradores que la rodeaban, Brodsky era su preferido, porque veía en él a un poeta con un inmenso potencial, el mejor heredero del mundo perdido que ella representaba. El exilio forzado de Brodsky sirvió para consolidar la dimensión internacional de su figura con la traducción al inglés de sus poemas, que él mismo supervisó y en la que también participó. Además, también empezó a escribir en la lengua del país en el que se ganó la vida como profesor en universidades como Yale, Columbia y la de Michigan. El Premio Nobel lo ganó en una época –las dos últimas décadas del siglo XX– en la que los jurados de este galardón se mostraron especialmente atinados en la elección de poetas: Czesław Miłosz en 1980, Jaroslav Seifert en 1984, Brodsky en 1987, Octavio Paz en 1990, Derek Walcott en 1992, Seamus Heaney en 1995 y Wisława Szymborska en 1996. Impresionante, solo se quedó a las puertas el vanguardista estadounidense John Ashbery.
Entre las traducciones existentes en castellano de la poesía de Brodsky abundan las realizadas a partir de las traducciones al inglés avaladas por el autor y solo algunas se han hecho directamente desde el ruso en los versos escritos originalmente en esa lengua. Lo cual nos lleva a preguntarnos: ¿qué estamos leyendo cuando leemos a Brodsky en castellano? Sobre todo porque un malévolo crítico aseguró que Brodsky era un gran poeta en ruso que se convertía en un poeta mediocre en inglés. Sin duda es exagerado y zafio, pero la enorme lejanía del ruso y las particularidades rítmicas y de rima de su tradición poética hacen especialmente ardua su traslación a otra lengua. Por eso, la nueva traducción a cargo de Ernesto Hernández Busto es particularmente valiosa, ya que está hecha desde el ruso y trata de preservar en la medida de lo posible el alma rusa de los versos, además de incorporar algunos poemas nunca hasta ahora traducidos.
Fascinación por Venecia
Hernández Busto ya había tenido una pequeña participación en la antología más solvente que hasta ahora teníamos en España: No vendrá el diluvio tras nosotros (Galaxia Gutenberg, 2000), preparada por el eslavista Ricardo San Vicente. En ella se incorporaban algunos poemas traducidos por Hernández Busto y José Manuel Prieto, que ha rescatado y revisado para esta nueva antología.
Brodsky fue un personaje complejo, un rebelde, un disidente y un errante que recorrió el mundo y encontró su pequeña patria de belleza en la Venecia invernal en la que se refugiaba y que retrata en Marca de agua. No fue el primer ruso que quedó fascinado por la ciudad. Ya antes el fundador de los Ballets Rusos Seguéi Diáguilev y el compositor Stravinski quedaron fascinados y pidieron ser enterrados allí. También Brodsky, cuyas cenizas fueron trasladadas a Venecia desde Nueva York, donde falleció. En la Fondamenta Zattere agli incurabili, lejos de las hordas de turistas, hay una placa que conmemora su vínculo con la ciudad.
Brodsky fue un poeta viajero, lírico, reflexivo, filosófico, irónico y también trascendental pese a no ser religioso. Un poeta en diálogo con el mundo grecolatino, que aparece con frecuencia en sus versos, y con otras presencias del pasado, como por ejemplo John Donne, al que dedicó uno de sus mejores poemas, la Elegía mayor a John Donne.
Otra de sus obras maestras, cargada de sabiduría, es la Intervención en la Sorbona, que arranca así: «Conviene, en todo caso, estudiar filosofía/después de los cincuenta. O al menos, armar un modelo/de sociedad. Antes se debe/aprender a hacer sopa, a freír (o pescar)/un pescado, a hacer un buen café./De lo contrario, las leyes morales/huelen a cinturón paterno o a traducción/del alemán. Hay que aprender primero a perder cosas en vez de adquirirlas, / a odiarse a uno mismo más que al tirano, / a apartar durante años la mitad de tu mísero sueldo/para pagar la renta, antes de razonar / sobre el triunfo de la injusticia. Que llega siempre tarde / con un retraso, al menos, de un cuarto de siglo».
En otra de sus cumbres, Noche de invierno en Yalta, describe una escena anodina en un restaurante decrépito y medio vacío y culmina con unos versos que son el mejor resumen de la esencia de la obra de Brodsky y de la poesía en general: «Flotan copos casi invisibles/de nieve mientras pido al instante: ¡Detente! / No eres maravilloso, sino irrepetible».