El primer crepúsculo de Luis Antonio de Villena
Su nuevo libro de poemas, ‘Miserable vejez’, sobre la paulatina debilidad física, contiene una belleza y sabiduría notables

Luis Antonio de Villena en 1989. | Wikimedia Commons
Hace ya bastante tiempo que se diría que Luis Antonio de Villena andaba escamado y en guardia, como preparándose para esto que ya es para él, ante él y sobre él toda una certeza, una realidad tan penosa como inevitable, tan deprimente como universal. «Mal de muchos, consuelo de tontos», suele decirse, y desde luego a él no le consuela ni le sirve para nada el hecho de que esto que le está pasando le pase a absolutamente todo el mundo que llega hasta su edad, superados ya los 70 años de vida. El título de su nuevo libro de poemas, que saltó el pasado miércoles 5 de febrero a las librerías, deja poco lugar a los inequívocos, y es esta Miserable vejez, de momento, la culminación de unas melancolías (por no decir abiertamente depresiones) en las que hemos visto a nuestro escritor dolorosamente enzarzado desde hace por lo menos 15 años.
Con todo, y a pesar de su –insisto– rotundísimo rótulo, el libro no es exactamente monográfico: el «arrabal de senectud» lo atraviesa todo, desde luego, y tiñe todos los detalles de la cotidianeidad (o incluso del recuerdo) de una desazón que no se disimula, pero en el libro hay buen espacio para los temas de siempre del autor, el homenaje a los amigos (Julio Aumente, Jaime Gil de Biedma…), el deseo hacia los muchachos, la admiración ante algunos paisajes, la memoria de su madre, las evocaciones cultistas, culturalistas o simplemente cultas (como el poema Leonardo da Vinci palpa la ancianidad, o uno sobre Leonor de Aquitania, o uno con Proust…) o la soledad, tema suyo eterno que ahora, con la vejez, se convierte en otra cosa aún más difícil de sobrellevar y peor.
Los temas son ésos; el tono, de un abatimiento grande, poco complaciente, muy poco auto-engañador. El cuerpo nos traiciona desde dentro, los achaques y los dolores, por menudos que sean, nos recuerdan lo fatal del presente y del futuro, de lo que hay y de lo que todavía nos espera. Y ya se supondrá que, así las cosas, no se trata del libro más alegre del mundo, pero sí es de una belleza general difícil de discutir, de una sabiduría notable y de una calidad literaria que se hace objetiva en varias páginas.
Si las tristezas comentadas son fáciles de comprender, y aun de compartir, por quienes todavía contemplamos más o menos lejanas esas, digamos, postrimerías, hay en el penúltimo y ultimísimo Villena otra amargura algo más compleja y hasta un poco antipática que no tiene tanto que ver con lo personal, lo privado, la decadencia propia, como con la supuesta situación del mundo, de occidente, de la política, de la cultura…
Sé perfectamente que no faltan motivos para preocuparse o protestar por determinados fenómenos (sobre los que Villena, de hecho, escribe con cierta frecuencia en THE OBJECTIVE), pero tanto en su trilogía memorialística reciente, como en algunas intervenciones públicas a las que he asistido, como incluso en algunos de estos versos, Villena parece caer en ese error tan común y antiguo (del que él, como persona cultísima que es, tiene noticia segura) de confundir el fin de su vida con el fin de la sensibilidad, o de la curiosidad, o de la literatura… Pero no, Europa y el arte y la ilustración perdurarán, a pesar de que pueda haber algo de verdad en la degradación de «este / mundo globalizado de amorfas masas ignaras / (de verdad ignorantes) y sacripantes políticos / veterocomunistas o dictatoriales no menos ineptos».
Nostalgia y deseo
Que nadie piense, por favor, que el tono y el contenido de estos versos citados abarcan todo el libro, porque de ningún modo es así ni quiero hacerlo creer: esos desahogos son más bien la excepción, pero están, buceando entre otras tiradas de palabras en las que se vuelve la vista y el bolígrafo hacia sí mismo, y la propia historia, y el propio cuerpo, y se contempla con desolación esas nostalgias, que a su vez provocan enfado porque se quiere seguir viviendo y mirando hacia delante con deseo, y ese cabreo a la vez le hunde, hundimiento que a su vez le irrita… en un bucle de aflicción interminable.
Uno soñaba hace años con escribir un ensayo sobre la alegría en la historia de la literatura, que es un libro en el que la poesía española iba a tener más bien poco que decir: hay mucha, sí, pero siempre a costa de otras cosas, conseguida tras superar enormes obstáculos y reveses, al estilo del «llegué por el dolor a la alegría» de José Hierro. Incluso los himnos más alegres lo son a costa de dar la espalda a las consabidas desgracias, la omnipresencia de la enfermedad y la ausencia y la muerte, los alaridos metafísicos lanzados a un universo vacío u hostil… Y si no es así es que se trata de hombres y mujeres inconscientes, trovadores borrachos o alocados que disfrutan de su tiempo de un modo irreflexivo (actitud que, de nuevo, nace de la conciencia de que no hay nada que hacer en esta vida, y que de aquí a un momento se nos comerán los gusanos, etcétera).
En fin, que la alegría, lo que se dice alegría, sin más, infantil, conforme, lúdica, instintiva, espontánea, natural… poca. Tampoco este libro de Villena iba a poder aportar muchas palabras a ese libro bonito y difícil, pero una cosa son las convicciones y otra la calidad. Si se tratase de antologar o reunir poemas buenos y serios y firmes sobre el asunto de la paulatina debilidad física, del apagamiento, de la desilusión o de la falta de futuro, en Miserable vejez hay varios ejemplos excelentes, muy dignos de ser releídos y recordados.