Samantha Harvey, una misión espacial que vale un Premio Booker
«La británica se ha consolidado con su novela ‘Orbital’, una historia que nos lleva más allá de los confines de la Tierra»

Samantha Harvey recogiendo el junto al Premio Booker. | Redes
Ni un thriller, ni una novela familiar, ni una ficción histórica, ni un relato de formación: la ganadora del último Premio Booker a la mejor novela escrita en inglés es una historia que nos lleva más allá de los confines de la Tierra en una misión rutinaria en la Estación Espacial Internacional. Orbital (2023; Anagrama, 2025, trad. Albert Fuentes), la quinta novela de la británica Samantha Harvey (Kent, 1975), ha supuesto la consolidación de la autora, de la que hasta ahora solo se había traducido al castellano el ensayo sobre el insomnio Un malestar indefinido: un año sin dormir (2020), también en Anagrama.
Seis astronautas de cinco países diferentes –Estados Unidos, Gran Bretaña, Italia, Rusia (2) y Japón– comparten estancia durante los seis meses que dura la actividad; seis meses alejados de su entorno, de las rutinas que estructuran el día a día. Durante ese tiempo, se concentran cada uno en su tarea, investigaciones científicas especializadas, mientras van informando al centro sobre los cambios que experimenta su cuerpo. En el grupo quedan representados, de algún modo, los grandes bloques de lo que antaño se llamaba «primer mundo»: Occidente (Estados Unidos-Europa), Rusia y Japón. Sus tribulaciones son, por tanto, los conflictos existenciales propios de este entorno, avanzado en tecnologías y, sin embargo, tan frágil, a menudo, en lo puramente humano.
La autora, que se formó en filosofía, plantea una novela, en esencia, contemplativa, sin apenas acción ni diálogo, que se centra en la introspección de cada astronauta siguiendo el curso de las órbitas. Este planteamiento de personajes atrapados por voluntad propia en una dinámica monótona se puede entender como una metáfora de esos hábitos que el ser humano se impone para funcionar; costumbres que limitan la libertad, que recortan posibilidades, pero que evitan el caos, la pérdida de rumbo. Son una suerte de refugio, solo que, en el espacio, en soledad, dan la oportunidad de pensar.
Como en la nature writing o el neorruralismo, situar el conflicto fuera de la esfera social propicia un silencio, una soledad que facilita la meditación, ahondar en lo que de verdad importa. Nada más ilustrativo que vivir en una nave espacial para tomar conciencia de nuestra pequeñez en el universo; nada como renunciar por un tiempo a las propiedades terrenales para asimilar que, en última instancia, somos tan solo lo que hay en nuestra mente, nuestros pensamientos y emociones, lo único que siempre llevamos encima. La diferencia más notable con esas historias situadas en plena naturaleza es la sofisticación que reviste el marco científico, que acentúa una paradoja: incluso rodeados de miles de artilugios, fruto de invenciones humanas, se puede recobrar el sentido de lo primigenio.
Algunos de los astronautas tuvieron un despertar vocacional al ser testigos de los viajes del ser humano al espacio, esas imágenes que dieron la vuelta al mundo, que marcaron una época y a más de una generación. La imagen, de hecho, es otro puntal de la novela: en un momento fueron los observadores de esa gesta; ahora son ellos quienes viajan en una nave. Está, además, el rol de quien filma, de quien hace la fotografía; está ahí, pero sin formar parte de ello, sin que su rostro quede fijado. La autora introduce el cuadro de Las meninas como símbolo: Velázquez como el pintor que se pintó a sí mismo, que con su disposición de las figuras jugó con el protagonismo de la infanta. Se lee entre líneas una reflexión sobre el punto de vista como aquello que define, no solo la creación en el arte, sino la experiencia humana toda, la construcción que hacemos de la realidad.
En el espacio, los personajes son a la vez observadores y observados; por un lado tienen cada uno su objeto de estudio, y por el otro encarnan, en su persona misma, el objetivo de quienes se sirven de sus reacciones corporales para medir el impacto de la dimensión orbital en el cuerpo. Y, de nuevo, lo mismo se puede aplicar a la cotidianidad mundana: cada uno se construye, también, según la idea, las ideas, que los demás tienen sobre él; todos somos una multiplicidad de impresiones y al mismo tiempo una mente unitaria y única, intransferible; todos ejercemos diferentes roles en el día a día, nos ponemos unas máscaras, pero en los momentos de retiro no somos más que una cabeza pensante, sola.
Una cabeza que tiende a la repetición, además. La propia organización de la novela, del mismo modo que la rutina reiterativa de los protagonistas, potencia la sensación de caer en el bucle, algo que se traduce en el estilo, con enumeraciones abundantes que pueden leerse como una metáfora (otra más) de dos problemas contemporáneos: por una parte, el estancamiento, el sentirse dentro de la rueda del hámster, corriendo sin rumbo, ciego, cansado, atrapado aunque la puerta esté abierta, porque cuesta menos seguir haciendo lo mismo que arriesgarse a salir; y, por otra, las enumeraciones son el equivalente formal de la tendencia a la acumulación, al consumismo, a la cultura capitalista del cuanto más, mejor. Durante el viaje se desprenden de lo superfluo; lo esencial no se lleva en la maleta.
Una de las astronautas recibe la noticia de la muerte de su madre mientras se halla en el espacio. No puede volver; asumió la misión con todos sus riesgos. Ese eventual suceso mundano le recuerda los lazos con la civilización humana, sus responsabilidades en otra cara de la existencia. La muerte, lo incontrolable, irrumpe de golpe, rompe el equilibrio; y, no obstante, conduce de algún modo al orden. Esos lazos con la sociedad (la familia) les impiden desconectar del todo, evitan que se pierdan del todo; son una bendición y una cadena, les dan un sentido de pertenencia que los salva, pero que supone un lastre.
En una novela de estas características, la cuestión teológica no podía eludirse. Aparece, en algunos pasajes, la cuestión de Dios, el origen del mundo. Y hablamos de personajes con un alto nivel de formación científica, seres racionales. La conclusión que se insinúa de sus reflexiones remite a una comunión entre las diferentes creencias: el nombre dado a la fuerza creadora primigenia no importa tanto; en el fondo, sus visiones sólo difieren en la asunción, o no, de que hay una conciencia detrás. También subyace la cuestión del sentido o propósito de vida, reflejado en el desencanto que se siente al culminar un proyecto ansiado por largo tiempo: era la meta, aquello en lo que se volcaron (ser como esos astronautas de la pantalla); pero es una experiencia efímera; y quizá tenga más valor al ser recordada después. Un recordatorio de que lo que importa, a la hora de la verdad, es el largo camino, el proceso, aquello que nos ocupa más horas. Como ya demostró Ursula K. Le Guin, la ciencia ficción puede ser un canal eficaz para abordar conflictos muy reales, conflictos de hoy y, quizá, de mañana. Y puede ser, por supuesto, literatura a secas, sin etiquetas que la reduzcan a un nicho. No es de extrañar que la novela de Samantha Harvey haya llamado la atención de los jueces del premio: esta voluntad metafísica no abunda en la narrativa actual. Ni en la narrativa, ni en las constantes vitales: inmediatez, velocidad, estímulo. Frente a todo eso, Orbital propone un viaje sosegado, una pausa para mirar y mirarse hacia dentro. El estilo, poético y rico en recursos, cae en ocasiones en lo relamido, busca mucho la «frase bonita» y mastica demasiado ciertas ideas, en lugar de dejarlas entrever a través de la peripecia. Con todo, la novela fluye, cierra el círculo, logra ser adictiva en su monotonía y en su densidad. Un Premio Booker atípico, quizá, pero la singularidad, al menos aquí, suma.