Edna O’Brien y el tabú del deseo femenino
Lumen recupera la novela de la escritora irlandesa ‘Agosto es un mes diabólico’, que estuvo prohibida en varios países

La novelista irlandesa Edna O'Brien. | Alessio Jacona (Wikimedia Commons)
Cuando se aplaude una novela reciente escrita por una mujer por hablar sin tapujos de la sexualidad desde una perspectiva femenina, y se señala su carácter pionero, como si fuera la primera en abordar el tema, siempre pienso en lo poco que ha leído quien hace esa apreciación. Porque, si bien es cierto que hay pocas escritoras en el canon occidental y todavía queda camino por la igualdad, también lo es que en el siglo XIX, y sobre todo en el XX, surgieron muchas voces de autoras que enriquecieron el corpus literario sobre la intimidad femenina, a menudo con obras de gran calidad.
La irlandesa Edna O’Brien (Tuamgraney, 1930-Londres, 2024) es una de ellas. Criada en una aldea rural, en plena Irlanda católica, recibió la educación religiosa habitual en las niñas. Iba para farmacéutica, pero mientras se formaba, obligada por la familia, ya tenía claro que su futuro no estaba ahí. No perdía el tiempo: leía, y leía lo que había que leer, comenzando por los grandes de su tierra, es decir, por James Joyce –de quien escribió una biografía, James Joyce (2009), que en España acaba de recuperar Cabaret Voltaire–.
Debutó en 1960 con Las chicas de campo, una novela sobre dos jóvenes amigas que se rebelan contra la educación religiosa para abrazar la libertad de las noches de Dublín. El libro escandalizó a la comunidad donde nació, incluida su propia familia, hasta el punto de que el párroco llegó a quemar ejemplares en público. Mientras tanto, en otros países, se la celebraba por defender la independencia de las mujeres. La autora se instaló en Londres, donde se codeó con las celebridades de la época, organizó fiestas legendarias y vivió con intensidad los Swinging Sixties, como cuenta en sus (imperdibles) memorias, Chica de campo (2012). Fue una chica de campo, sí, pero dejó de serlo para escribir.
Como les sucede a muchos escritores, el nombre de Edna O’Brien ha quedado asociado a su primera novela, aunque lo cierto es que tuvo una carrera prolífica y desarrolló más facetas de su narrativa. Agosto es un mes diabólico (1965), recuperada ahora por Lumen con traducción de Mireia Bofill, fue la primera que publicó tras completar su trilogía de Las chicas de campo (1960-1964). Si en la tercera parte del tríptico, Chicas felizmente enamoradas (1964), ya abordó con crudeza el malestar del matrimonio y el desamparo al que se expone la mujer que se aleja del hogar, con Agosto… da un paso más y toma como protagonista a una mujer separada y con un hijo pequeño, que decide abandonar Londres para veranear en la Riviera Francesa, mientras el niño permanece a cargo del padre.
Ellen, así se llama la protagonista, se marcha sola, con las ventajas y desventajas que eso supone. No tiene que dar explicaciones ni estar pendiente de nadie, incluso podría inventarse una identidad si lo quisiera; a cambio, se enfrenta a una inevitable soledad, aunque hay algo aún peor: los remordimientos, la culpa («Era la primera noche que no los añoraba desesperadamente. Pero era porque tenía compañía», p. 19). Ellen no tarda en conocer gente, por lo general jóvenes sin ataduras, que la invitan a salir, y con los que se muestra cauta. Con las mujeres, a menudo muy diferentes a ella, se vuelve a poner de manifiesto la habilidad de la autora para reflejar las sinuosidades de la amistad o la camaradería entre mujeres. Bajo la aparente superficialidad de tomar unas copas, se asoman inseguridades y celos, pero también confesiones tímidas y empatía.
La sombra del pecado
Con los hombres hay, claro, coqueteo. Y más. Hace tiempo que Ellen, irlandesa, renegó de los valores que le inculcaron. Durante su estancia en la Riviera se permite aparcar su identidad de madre, su responsabilidad y la obligación moral de mantener una conducta respetable a ojos de los demás. Entra en el juego, en la ligereza de la aventura. Y parece que funciona, hasta que se dan un par de imprevistos que echan todo por tierra, que hacen de este agosto ese mes perverso que advierte el título. Sin entrar en detalles, basta decir que trata dos temas que incluso hoy son poco frecuentes. El segundo, en concreto, está bastante invisibilizado hasta en el debate público, casi como si no existiera. El tabú no hace más que aumentar el desconcierto, el miedo y la soledad de quien lo padece.
Desde ese momento, el sentimiento de culpa de la protagonista la persigue. Por su hijo, que dejó en Inglaterra; y por ella misma, por lo que ha hecho. La sombra del pecado, con su consabida penitencia, nunca se borra del todo. Sin embargo, hay una diferencia entre Ellen y su homóloga de la novela precedente, Chicas felizmente enamoradas. El final de esta última, que seguía la debacle de una mujer separada, tenía una dimensión mucho más tétrica, pesimista; como si la protagonista no pudiera escapar a la condena. A Ellen, por el contrario, le espera otro futuro, en el que su actitud, su determinación y la independencia de que hace gala a lo largo de la historia tienen bastante que ver.
Por lo demás, el estilo mantiene las señas de identidad de sus primeros libros: prosa ágil con diálogo abundante, perspicacia psicológica y sutileza narrativa, sin renunciar a esos chispazos de humor que aderezan el ambiente. Narrada en tercera persona, aún no había dado ese giro hacia la introspección profunda que inició en Un lugar pagano (1970). Si algo destaca de Agosto…, es, sin duda, su rotundidad al narrar la transformación de una mujer que decide tomar las riendas de su vida, sin dejarse vencer ante los contratiempos. La autora sabía de lo que hablaba: hacía poco que se había divorciado, en un proceso muy traumático (divorciarse en los años sesenta, siendo una mujer irlandesa, no era el pan de cada día), por el que se enfrentó a una batalla legal de tres años por la custodia de sus hijos. Su marido, Ernest Gébler, que también escribía, estaba celoso de su éxito. «Sabes escribir. No te lo perdonaré nunca», le reprochó.
En el proceso judicial, él se sirvió de pasajes de Agosto…, supuestamente escandalosos, para aportar argumentos en contra de ella. La novela había despertado controversia, fue prohibida en varios países. Pero Edna O’Brien no se rindió, como tampoco se rinde la protagonista. Ellen es lo que puede decirse una mujer hecha a sí misma, que ha sabido desechar la educación recibida en pos de una mentalidad acorde con sus principios verdaderos, con el nuevo rol de las mujeres de su generación. Es un diálogo constante con una misma para no achantarse, no dejarse vencer. Para vivir, en definitiva. Y, para la autora, para seguir escribiendo. Con esa firmeza se labró una carrera durante más de 50 años, comprometida hasta el final con quienes más sufren –para su última novela, Una chica (2019), viajó hasta Nigeria para conocer de primera mano el drama de las víctimas de Boko Haram–. Solo queda darle las gracias, por abrir el camino y por hacerlo con esta calidad. Eso, y seguir leyéndola.