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Literatura

Alejandra Pizarnik y el vals de la muerte

Los diarios y la prosa completa de la poeta argentina exploran los senderos literarios de su extrañamiento vital

Alejandra Pizarnik y el vals de la muerte

La poetisa argentina Alejandra Pizarnik. | Sara Facio (Wikimedia Commons)

Alejandra Pizarnik siempre vuelve y, como dicen sus paisanos –los argentinos–, revuelve. Aunque, en su caso, acaso convendría poner en suspenso, salvo en lo que a la vertiente estrictamente biográfica se refiere, la procedencia exacta de la poeta de Buenos Aires. Pizarnik no es, en realidad, de ninguna parte, salvo que consideremos como una patria razonable el extrañamiento espiritual, que es un territorio difuso, anímico, que no figura en mapa alguno porque habita en una geografía mucho más extensa, que no es sólo terrestre, sino sobre todo es humana, excesivamente carnal como para contar con una mera representación física.

Y, sin embargo, esta condición apátrida, que consiste en habitar el mundo sabiendo –o mejor dicho: sintiendo– que no se forma parte de él por completo, es el marco propicio para sumergirse en el mundo (devastado) de sus libros. Poeta atormentada, mujer extraña y mito cultural –instalado dentro de la categoría de los benditos malditos–, en cuya construcción tiene demasiado que ver su temprano suicidio, del mismo modo que la obra de Gabriel Ferrater ha sido sobrevalorada (sobre todo en Cataluña) a partir de su decisión consciente de dejar este mundo antes de tiempo por propia voluntad, a Pizarnik, más que como una escritora suicida, convendría leerla como la (misteriosa) autora de sus escritos. No es tarea fácil, pero resulta necesaria: aquello que justifica a un escritor no es lo que vive. Es lo que después hace en términos literarios con esa experiencia.

De ahí que haya que felicitarse de que la editorial Lumen, que en su catálogo ha dedicado siete títulos, unos propios y otros ajenos, a la trayectoria de esta escritora argentina –entre ellos la biografía escrita por Cristina Piña y Patricia Venti– reedite, en dos volúmenes independientes, tanto sus Diarios como su Prosa completa, que se suman así a la edición integral de su Poesía. El mundo literario de Pizarnik tiene algo de místico.

Paradójicamente, más de medio siglo después de su desaparición –con 36 años– sus obsesiones siguen conectando con lectores jóvenes, quizá porque la neblina de la que hizo su hogar acompaña también de forma imperecedera las inquietudes de la adolescencia y la juventud.

Hija espiritual de la poesía francesa, con especial querencia por el decadentismo y el surrealismo, Pizarnik vivió como un trauma la distancia que siempre separa la realidad pedestre del ideal poético. El maltrato que en Cernuda derivó en maestría y en rebeldía –«no me queréis, lo sé»– en Pizarnik se convierte en opresión. En sus diarios, escritos entre un arco temporal que va desde 1954 hasta 1972, están consignados sus trabajos y sus noches –variación irónica del célebre poema didáctico de Hesíodo, que cambió para titular uno de sus poemarios–, las sesiones de psicoanálisis, los traumas y las inseguridades, todo ese caudal tormentoso que acompaña a la forja de una identidad, un proceso que lleva toda una vida y que, a veces, termina a las puertas mismas de la muerte.

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Exploración interior

La edición de estos dos títulos, a cargo de Anna Becciú, que en su día incorporase al corpus de la autora argentina fragmentos inéditos referentes a su etapa parisina, donde conoció a Julio Cortázar, con el que mantendría una correspondencia agónica, nos da noticia de una escritora adolescente que, con el correr del tiempo, a medida que se adentra en la madurez, irá siendo plenamente consciente de sus capacidades, que se manifiestan durante la escritura de estos cuadernos íntimos. La imagen del laboratorio viene al caso: la poeta argentina, al margen de sus libros oficiales de versos, relatos y narraciones, se construyó sobre todo a través de estas anotaciones secretas –aunque una parte de ellas fueran publicadas de forma fragmentaria– que delimitan su territorio: la subjetividad extrema.

Sus biógrafos han fatigado sin descanso las páginas de estos dietarios en busca de datos, lecturas e influencias. Han encontrado mucho de lo que buscaban: una devoción enfermiza por Lautréamont o cierta querencia con César Vallejo, entre otros referentes. Pero lo valioso de estos textos es su capacidad de exploración interior, su método para hacer de la introspección una forma sugerente de escritura, el combate con un idioma –el español– que siempre se le resistió debido su origen inmigrante, y un mundo –la Argentina de mediados del pasado siglo– alejadísimo de la efervescente Francia de los años sesenta, su quimera.

Tomar como documentos fieles a la verdad las entradas de los diarios de Pizarnik tiene algo de malentendido: la escritora sometía sus cuadernos a distintos procesos de reescritura, fundía o reformulaba el registro primario de su memoria con una intención literaria que incluía la supresión y el arte de la elipsis. Sus dietarios son trozos de su vida, sí, pero también el fruto de su noción de la literatura. Dicho con sus propias palabras: «Hablar de sí en un libro es transformarse en palabras, en lenguaje. Decir yo es anonadarse, volverse un pronombre, algo que está fuera de mí».

La capacidad de Pizarnik para analizarse nos descubre a una escritora hábil en la tarea de la observación y con una notable capacidad de condensación expresiva, propia de la mejor poesía. Estos diarios son las cartas de bitácora de una sucesión de naufragios personales que se manifiestan en interrogaciones cósmicas. ¿Para qué escribir? ¿Cómo amar? ¿Para qué vivir? Pero incluyen también reflexiones más prosaicas, incluso de orden humorístico: «¿Por qué son tan enervantes los escritores argentinos?». En las mil páginas que ocupan sus dietarios completos hay de todo: hojas sueltas, correspondencias, afinidades, hastío, inseguridad económica, disciplinas traicionadas, el miedo a no encontrar destinatarios, la sospecha de que el sacerdocio que exige la literatura puede ser en vano, la certeza de bisexualidad; la vida misma, agitándose, en definitiva.

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El humor, disfraz de la tragedia

Pero sería superficial e inexacto interpretar sus confesiones sólo como los pilares del mito cultural de Pizarnik, a la que se la suele recordar como la última de la estirpe de los poetas malditos, en parte debido a su tormentosa condición femenina. Su escritura es más rica de lo que evoca este retrato oficial, que no deja de ser una forma de reduccionismo. Tiene, pues, toda la razón Ana Nuño, que firma el inteligente prólogo de su Prosa completa, cuando escribe: «Las desviaciones o los hábitos de un escritor son argumentos folletinescos, no criterios de lectura de una obra literaria».

A Pizarnik, en efecto, debería leérsela prescindiendo o a pesar de su leyenda. Porque es una construcción –de parte de la crítica, de un sector del feminismo– mientras que sus poemas, sus ensayos o sus piezas de crítica literaria (luminosas) conservan una estrecha relación con sus obras de creación, ampliando el campo de interpretación de su figura.

Pizarnik, sin duda, bailó toda su vida un vals con la muerte, que fue una de sus obstinaciones, pero ni mucho menos puede considerarse la única. A pesar de esta danza dramática poseía, como le ocurre a todos los caracteres atormentados, una sensibilidad evidente para el humor, concebido como un disfraz más de la tragedia. La otra cara de la máscara. Lo expresa ella misma en una nota dedicada a reseñar las novelas policiales escritas a cuatro manos entre Borges y Bioy Casares: «El alto humorismo no sólo corroe la realidad que nombra, sino también al propio humorista (…) Es sabido que la letra, con risa, entra. Y hasta cabe preguntarse si Cristo no se habrá reído con la imagen de un camello pasando por el ojo de una aguja».

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