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Literatura

Thomas Bernhard y el mal social

Alfaguara celebra su 60 aniversario con una nueva edición de ‘Trastorno’, la segunda novela del escritor austriaco

Thomas Bernhard y el mal social

Portada de la novela 'Trastorno' de Thomas Bernhard traducida por Miguel Sáenz. | Redes

Una de las pruebas –irrefutables– de que la teoría literaria, cuando se aleja del habitual autismo académico y se dedica a reflexionar a fondo sobre el poder de la escritura artística, es una disciplina útil que nos ayuda a conocer más y mejor un mundo que todavía es humano, y que va a seguir siéndolo hasta el final de los tiempos a pesar de los abundantes profetas del transhumanismo y de los fascinados embaucadores de la Inteligencia Artificial, es que, en espacios culturales alejados, incluso contradictorios, los senderos que inauguran los grandes escritores tienden a converger hacia preceptos universales.

Quien mejor ha formulado este fenómeno entre nosotros –nos referimos a la venerable tradición hispánica– es Darío Villanueva, académico impar, expresidente de la RAE y uno de los grandes maestros de literatura comparada en español. En un ensayo luminoso publicado hace ahora 35 años –El polen de las ideas– el filólogo gallego describía lo que Borges ya sintetizó en el prólogo de Los conjurados: «Toda obra humana es deleznable, afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es. (…) Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente».

Sucede también con su antítesis, la otra cara del Jano. La angustia humana que causa la certeza (tan compartida) de encontrarnos –como señalase Martin Heidegger– «arrojados al mundo» es una fatigosa rutina con la que, en mayor o menor grado, todos debemos lidiar de alguna forma. En los años sesenta dos excelentes libros –uno ensayístico y otro narrativo– evidenciaban esta amarga coincidencia. Hannah Arendt publicaba en 1963 Eichmann en Jerusalén, su estudio sobre la banalidad del mal. Cuatro años más tarde, el escritor austriaco Thomas Bernhard (1931-1989) daba a la imprenta Verstörung (Trastorno), su segunda novela, que el sello Alfaguara publicó en castellano en 1979, y que hace unos meses ha regresado a las librerías en una edición especial, por supuesto traducida por Miguel Sáenz, con motivo del 60 aniversario de la editorial que los hermanos Cela, con el apoyo capitalista de la familia Huarte, fundaron en Madrid.

En ambas obras se explora –aunque por cauces diferentes– la encarnación contemporánea de la maldad prescindiendo de la generosa mitología y la retórica que, desde antiguo, nos presenta como extraordinario lo que en realidad, y esto es lo que nadie quizás había enunciado hasta entonces con tanto acierto como ellos, es básicamente prosaico: la falta de énfasis con la que los hombres convertimos nuestra existencia –y la de los demás– en una embajada del espanto. Lucifer, personificación bíblica de este principio, del mismo modo que Dios representa el bien supremo, no es un ser ajeno a la condición terrestre. Es uno de los rostros múltiples de nosotros mismos.

Bernhard construye en Trastorno una fábula sobre la opresión espiritual que la sociedad provoca en los individuos a partir del relato de un médico rural que, acompañado por su hijo, estudiante de minas, testigo y narrador de un viaje similar al de Dante cuando baja al Infierno de la mano de Virgilio, visita a sus devastados pacientes. La violencia gratuita aparece desde el principio, junto a la inmensa fatalidad de una existencia en la que la enfermedad física es una expresión más de la bajeza moral.

Pobreza de espíritu

Los aldeanos de Trastorno, gente tan sencilla como ruda, protagonizan un friso de estampas en las que cristaliza la idea de comunidad que tenía Bernhard: una constelación de gentes incapaces de comunicarse entre sí, salvo mediante golpes y gritos sin motivo, víctimas de su ignorancia, degenerada. «Esas gentes» –escribe el narrador reproduciendo las palabras de su padre– «son hoy mayoría, lo que resulta aterrador».

El viaje sonámbulo del hijo del médico y su progenitor por ese territorio de quebrantos tiene mucho de ruta iniciática. De hecho, es un vía dolorosa. Su lección es que la pobreza de espíritu es la causa principal de todas las calamidades humanas, que, lejos de ser excepcionales, forman parte de la contaminada atmósfera donde estamos obligados a sobrevivir, rodeados de extraños que nos parecen familiares y que sólo descubrimos de verdad en el instante previo a su deceso, cuando ya nada importa.

Estos montañeses malvados de Bernhard, en los que palpita un sustrato de antisemitismo enquistado, maloliente y grotesco, vestidos con ropas que parecen ser las de un cadáver, son el paisanaje de fondo de la infinita soledad en la que habitan quienes viven rodeados por gente que, de antemano, sabe que no tiene salvación alguna. Ni la busca. Ni la anhela.

El panorama de Trastorno es pavoroso. Pero también produce una intensa fascinación, que Bernhard vuelca –mediada ya la mitad de la novela– en el personaje del Príncipe de Saurau, señor del castillo de Hochgobertnitz, un aristócrata que reina aislado sobre esas criaturas primitivas, hijas de un mal sin epopeya, esperpéntico, falto de refinamiento, profundamente bronco. Saurau recuerda mucho al Kurtz de Joseph Conrad: uno no sabe si se trata de un genio místico o de un loco de los campos arrasados del Tríptico de San Antonio Abad, de El Bosco.

El aislamiento de la inteligencia

La segunda parte de la novela es la escenificación del diálogo entre los dos visitantes a Hochgobertnitz –el médico y su hijo– y el extravagante noble que se resguarda de esta abyecta constelación de estupidez y llanto inútil. Se trata de una conversación casi mefistofélica, en la que Bernhard, que escribió mucho teatro, muestra su maestría para componer diálogos. En la conversación entre los tres personajes brilla una inteligencia estéril, que nace y muere en la absoluta intimidad, sin posibilidad alguna de dar fruto.

La atalaya de Saurau es una suerte de non plus ultra: el último confín de una individualidad en retirada cuya capacidad de juicio le aleja de sus semejantes, incapaces de mejorar su condición natural, hasta situarle en un aislamiento total. Éste es el destino de aquellos que saben: ven mucho más que nadie, pero no tienen con quien compartir tanta clarividencia.

La inteligencia, en un mundo dominado por la ignorancia y la brutalidad, es un veneno para todo aquel que la practica. Un pasaporte para el suicidio. Bernhard anticipa en esta obra maestra un presente que ya es el nuestro. Un mundo que desprecia la cultura, recluida –igual que el Príncipe de Hochgobertnitz– en un castillo rodeado de un páramo habitado por bestias.

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