Knausgård: el regreso del hijo pródigo de la novela
‘Los lobos del bosque de la eternidad’ confirma que la vuelta a la ficción le ha sentado muy bien al escritor noruego

El escritor noruego Karl Ove Knausgård. | Johanna Marghella (Editorial Anagrama)
Karl Ove Knausgård (Oslo, 1968) ha vuelto a la ficción. Para decepción de sus incondicionales, quizá. Para mayor tranquilidad de Karl Ove Knausgård, probablemente. Para alegría lectora de un servidor, por ejemplo. El noruego se hizo famoso hasta la náusea la pasada década por su brillante idea de enfrentarse a un bloqueo creativo con una interminable hexalogía autobiográfica que tituló Mi lucha, comenzócon La muerte del padre (Anagrama, como el resto de su obra en español) y terminó como el rosario de la aurora: su familia paterna no le habla y sus dos ex-esposas lo odian estruendosamente. Desde el bando de los lectores, Julio Baquero sostiene con brillantez que mereció la pena.
Knausgård no lo tiene tan claro. Se fue a vivir a Londres, se casó en terceras nupcias con la editora de la hexalogía de marras y, quizá para que esta vez le durara un poco más la paz conyugal, bajó una marcha: Cuarteto de las estaciones, todavía autobiográfico (extractos de diarios, cartas y otros materiales personales), tenía, sin embargo, el tierno objetivo de explicar el mundo a su hija que estaba por nacer. Sin detalles a lo Mi lucha, tipo infidelidades maritales.
Esta década la comenzó con un proyecto de ficción. Por fin. Hay quien resuelve más rápido la crisis de la mediana edad. También quien le saca menos rendimiento. Se acaba de publicar en español su novela Los lobos del bosque de la eternidad, segunda de una serie que comenzó con La estrella de la mañana. El noruego ya ha escrito otras tres, todavía sin traducir a nuestro idioma. No por falta de ganas: el hombre sigue emperrado en endilgarnos mamotretos de cerca de mil páginas.
Endilgar quizá no sea el verbo más exacto. Aunque el volumen impresiona, una vez en faena descubrimos que la escritura de Knausgård sigue teniendo el mismo encanto: una minuciosidad de lo cotidiano muy fluida que envuelve la extraña sensación de estar siempre a punto de dirigirnos a algo trascendente. En La estrella de la mañana, un punto esotérico aparece al principio del libro y condiciona su desarrollo: en el cielo noruego aparece una nueva y enorme estrella que pilla a unos personajes en medio de sus propias encrucijadas vitales. En Los lobos del bosque de la eternidad ocurre justo al contrario.
En una apacible Noruega de provincias de los años 80 aparece Syvert, un chaval de lo más normal, un poco corto de miras pero esencialmente bueno en el buen sentido de la palabra, que diría Machado. A sus 19 años, no sabe qué hacer con su vida. Knausgård nos lo muestra jugando al fútbol, lidiando con la enfermedad de su madre y las rarezas de su hermano pequeño, cocinando, buscando curro, bebiendo cerveza, divagando sobre religión, enamorándose… Todo en él es vulgar y corriente, pero la magia de Knausgård hace que nos enamoremos perdidamente de él. De fondo, el accidente nuclear de Chernóbil crea cierta inquietud, pero sin apoderarse en ningún momento de la trama. Más bien parece una especie de MacGuffin para despistar de la verdadera explosión nuclear: Syvert descubre que su padre, muerto cuando él era un niño, tuvo una amante en la Rusia soviética.
Transhumanismo
Syvert, que narra en primera persona, nació el mismo año que el autor, pero este ha subrayado en algunas entrevistas que lo creó todo lo diferente que pudo de sí mismo. Efectivamente, Syvert es feo pero simpático, nada reflexivo y sin grandes capacidades intelectuales. Todo lo contrario que la rusa Alevtina, una hermosa bióloga evolutiva extremadamente culta y sensible que en el presente del libro (alrededor de 2017) narra también en primera persona su crisis de los cuarenta, con flashbacks a su época de estudiante universitaria en los últimos años de la URSS.
El tratamiento de la peripecia de Alevtina ve la empatía del de la de Syvert y sube la apuesta a una profundidad fascinante. Aparecen Tolstoi, la ciencia más sofisticada teñida de metafísica y ecología (atentos al concepto de biosemántica), las esquinas de la paternidad y la maternidad, los poetas y músicos oprimidos por la Rusia soviética, la belleza como maldición, un viaje lisérgico-chamánico… Y, por encima de todo, la presencia casi fantasmagórica de Nikolai Fiodorov, fundador del Cosmismo, una corriente que se pretendía científica y propugnaba que la humanidad se centrara en prolongar la vida hasta abolir la muerte, resurrección de los ya muertos incluida; aunque la formuló justo antes de la revolución bolchevique, los primeros soviéticos la hicieron suya en una prometeica emulación atea del Cristianismo que (redoble de tambores final) los gurús de Silicon Valley han resucitado (nunca peor dicho) con el nombre de transhumanismo.
Afortunadamente poliédrico esta vez (bendita ficción), Knausgard enriquece estas dos grandes líneas de la novela con los breves afluentes de personajes secundarios que aportan sus perspectivas hasta hacernos reventar de deseo: qué va a pasar con Alevtina y Syvert, tan distintos y, a estas alturas, tan nuestros, cómo siguen sus vidas, hacia dónde se dirigen. La trama los reúne en una última parte magistral. La culminación no podía ser otra que el misterio. Un misterio abierto, por supuesto, que nos obliga a arrear a Anagrama para que nos entregue la tercera, cuarta y quinta parte de esta maravilla. Y a Knausgård…
Que no se entretenga ni con cosas como el ensayo, La importancia de la novela, de 58 raquíticas páginas, que Anagrama sacó hace un par de años. Ahí dice Knausgård que la novela es lo único capaz de capturar la vida tal y como es: como algo siempre abierto, cambiante, atravesado por múltiples energías conflictivas y contradictorias. Pues eso, Karl Ove, pues eso. A lo tuyo. Por favor.