Olga Tokarczuk, un nuevo ascenso a una montaña ‘mágicamente’ perversa
La escritora polaca publica ‘Tierra de espusas’, la primera novela desde que recibió el Premio Nobel de Literatura en 2018

La escritora Olga Tokarczuk.
Olga Tokarczuk (Sulechów, Polonia, 1962), ganadora del Premio Nobel de Literatura 2018, se caracteriza por una obra de trasfondo filosófico que hace honor a esa fama de «difícil» del galardón. En su novela más reciente, la primera que escribe desde que lo recibió, sigue las andanzas de Miecysław Wojnicz, un joven estudiante de ingeniería de Leópolis que en 1913 se desplaza hasta un sanatorio de Görbensdorf, en el monte de la Baja Silesia, para tratar su tuberculosis. Como el centro se encuentra lleno, se aloja en una pensión cercana, junto con otros enfermos que esperan que se libere alguna plaza.
Estos hombres, además del médico que los atiende, el dueño de la pensión y el mozo, protagonizan Tierra de empusas. Historia de terror balneoterápico (2022; Anagrama, 2025, trad. Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz), una novela que desde las primeras páginas, con el ascenso de Wojnicz a la montaña donde se ubica el sanatorio, rinde un soberbio homenaje a La montaña mágica (1924). Las empusas son unos demonios de la mitología griega con la facultad de cambiar de forma, en una combinación de belleza y monstruosidad que se asocia al peligro de la tentación femenina. Por extensión, el término designa también un tipo de mantis religiosa.
Tierra de empusas es un retelling (o versión) feminista del clásico de Thomas Mann, solo que no de una manera convencional. No hay personajes femeninos de entidad –más bien tienen papeles simbólicos dentro del periplo vital del protagonista–, pero la noción de lo «femenino» es omnipresente por varios motivos. El principal, las discusiones eruditas de los personajes. El tiempo suspendido que representa el retiro, el paisaje agreste y su condición de forasteros que solo están de paso favorece la meditación, los paseos y las largas conversaciones en torno a la mesa. Es entonces, durante la cena, cuando los hombres intercambian pareceres. El tema varía –historia del arte, teología, salud mental, literatura–, pero el fondo siempre los remite a lo mismo: las mujeres.
Como en La montaña mágica, cada personaje encarna una cosmovisión, de acuerdo con las corrientes de pensamiento de la época, su edad y su procedencia. Están el profesor católico, el escritor socialista, el filósofo, el médico psicoanalista… Wojnicz adopta el rol del aprendiz asombrado, una hoja en blanco que prefiere escuchar a hablar. No es casual que trabe amistad con el otro joven, un estudiante de Bellas Artes que actúa a su vez como su contrapunto por la especificidad de su disciplina, una forma de estar en el mundo que contrasta con la del técnico incipiente. Todos los hombres, salvo el patrón y su ayudante, son educados y cultos; sus debates tienen un hondo calado intelectual.
Sus puntos de vista chocan, son tercos. Solo concuerdan en algo: en última instancia, la culpa es de las mujeres. Ellas representan el instinto, la irracionalidad, el cuerpo, que es como decir –en ese marco de creencias– la imperfección, lo falible, la perversión. Es una vuelta al pecado original: todos los males de la humanidad derivan de la debilidad carnal de Eva. Si no fueran necesarias para la reproducción, el hombre podría prescindir de ellas. Y la mente humana, el conocimiento, alcanzaría cotas más altas. Para ser más precisos, quien tiene la culpa es la madre, por inocular el trauma en el niño –comenzaba a extenderse el psicoanálisis–. Ya sea comentando una representación de Santa Ana Cuádruple, la Mona Lisa o la historia local, siempre terminan hablando de ellas. Las ausentes.
No es de extrañar, en esas, que el protagonista se haya criado sin madre, con el aya madura como único referente femenino (y la única que cuidó de él, que lo mimó). Arrastra la doble herida de la madre ausente y el padre regio, duro, que no tolera sus debilidades. El chico crece con miedo, reprimido. Su evolución en el sanatorio tiene mucho que ver con esa búsqueda personal de identidad. Y, a pesar de la ambientación añeja (no tanto por la época como por el «marco mental»), subyace en ella la conciencia del siglo XXI, con su tratamiento de asuntos como la salud mental, el feminismo, las nuevas masculinidades o la naturaleza, sin tópicos y con su mordacidad habitual.
La perspectiva de género tiene otra dimensión, latente a lo largo de la novela, que se va revelando poco a poco. Está en el punto de vista narrativo: en apariencia, un narrador de tipo omnisciente, salvo por algunos pasajes, en los que emerge una primera persona del plural, un «nosotras» que cabe identificar con las empusas o –poco a poco se desmadeja la bobina– con las mujeres asesinadas en el pasado por brujería, una historia oscura que el protagonista va descubriendo a medida que se adentra en ese paisaje hostil del monte. Esa voz colectiva emerge desde abajo, de la tierra, las raíces, el suelo, algo que refuerza la conexión de las mujeres con la naturaleza (y con lo que escapa al control humano, por lo tanto) al tiempo que provoca la ironía de que ese «nosotras» describe a los personajes (los hombres) comenzando por los pies, al contrario de lo que se haría frente a frente.
Esa es una voz pizpireta, que salpimienta la narración, desconcierta y se relame en las paradojas. Arraiga, a su vez, en lo mítico, de nuevo el ecosistema, los ciclos lunares y estacionales, dinámicas que no son amables sino imprevisibles; y es que –como irá constatando Wojnicz– esa tierra guarda algún que otro secreto turbio. Su estancia no es apacible, sino que se vuelve amenazante por momentos: vive entre desconocidos, en un entorno extraño, la enfermedad sigue su curso y, lo que más teme, la muerte, los acecha. Es significativo que nada más llegar sea testigo de una muerte, la de la esposa del dueño de la pensión, que al parecer se ha suicidado. Tras una escena de imaginería macabra –la comida sobre la mesa donde poco antes yacía el cuerpo de la mujer–, el camino del joven queda marcado por esa sombra, un peligro que no ve pero que está ahí, al acecho. No es de extrañar que la autora cite a Fernando Pessoa en el epígrafe: «Todos los días suceden en el mundo cosas que no se explican por las leyes que conocemos […] A la luz del sol, continúa siendo normal el mundo visible. El ajeno nos acecha desde la sombra» (Libro del desasosiego, 1982). Y, entre lo visible y lo oculto, se halla lo imaginado, lo sugestionado, que en un contexto de aislamiento y perturbación mental puede alcanzar cotas extremas. Tierra de empusas es una novela fascinante, exigente, dura, corrosiva, con el humor negro que la caracteriza y un revestimiento feminista que nada tiene que ver con el retelling habitual. Revisa el motivo del sanatorio de una manera de veras original, coherente con su universo narrativo y con el pensamiento de hoy; el giro final, además, es un cierre brillante del círculo. Pocas oportunidades tiene el lector de sumergirse en una obra actual de este calibre, clásica y moderna a la vez, de la que se escribirán tesis. No, Olga Tokarczuk no ha bajado la guardia después del Nobel: sigue en plena forma, dispuesta a ponerse (y ponernos) nuevos retos. Bienvenidos sean.