The Objective
Literatura

Escritores a los sesenta: Martínez de Pisón, Marta Sanz, Manuel Vilas

Se han encontrado con la necesidad de hacer un recuento de las obras escritas y de lo que se han ido encontrando

Escritores a los sesenta: Martínez de Pisón, Marta Sanz, Manuel Vilas

La escritora Marta Sanz. | Ayuntamiento de Cartagena

Las celebraciones, las conmemoraciones, van inevitablemente ligadas a un número: los veinticinco, los cincuenta, los setenta y cinco. Muy probablemente, el día antes o el día después habrán transcurrido con la misma cadencia del presente, solo impregnado de melancolía si la mirada es trasera o de incertidumbre si queremos atisbar el futuro. Los números, en los aniversarios, son una superstición. Sin embargo, resulta llamativa la coincidencia sentimental o emotiva de los humanos en determinados números: la crisis de los treinta, cuarenta, los cincuenta son los nuevos treinta o cuarenta –no sé muy bien por dónde va la cuenta-, o el advenimiento de los sesenta en un escritor; momento inevitable para echar la vista atrás y caer en la cuenta de adónde se ha llegado. Quizás nos alcanzara más hondo el esfuerzo de sincerarse y contar adónde no se ha llegado, pero tampoco tiene por qué aguarse uno a sí mismo los cumpleaños que le queden por delante.

En las librerías han coincidido las obras de dos autores metidos en la sesentena, Ignacio Martínez de Pisón y Manuel Vilas, y una escritora, Marta Sanz, que, con cincuenta y ocho, ve que se le vienen encima esos sesenta. Los tres se han encontrado con la necesidad de hacer un recuento de las obras escritas y de lo que se han ido encontrando en estos años. El modo en que lo abordan es distinto y, precisamente por eso, sirve para hacernos una buena idea de los usos literarios de cada uno. En Ropa de casa, Martínez de Pisón sigue, más o menos, un curso lineal en la narración desde sus comienzos con La ternura del dragón o los cuentos de Alguien te observa en secreto; Marta Sanz, Los íntimos, sigue los meandros de su propensión a dejarse llevar por las palabras; Manuel Vilas va a saltos, si lo prefieren en cascada, en El mejor libro del mundo, sacando la cabeza una y otra vez para reconocerse, y para que lo reconozcamos, en los gustos a los que se ha mantenido fiel desde los dieciocho –otro número que añadir a la superstición-.

Ninguno ha escrito unas memorias en sentido estricto. Más bien podríamos calificarlas de memorias literarias, aunque son evidentes las referencias autobiográficas para contextualizar las propias obras y, sobre todo, porque es muy difícil, diría que imposible, separar vida y obra. Es Martínez de Pisón el que hace un relato más pormenorizado de sus relaciones familiares, marcadas por la viudez de su madre. Marta Sanz insiste en la felicidad de su infancia, como bien se refleja en la fotografía elegida para la cubierta del libro: sonriente, feliz agarrada a su padre. Manuel Vilas, que ya se había ocupado en Ordesa y en Alegría de los padres, vuelve a tratarlos aquí como unas figuras recurrentes de las que no puede, ni quiere, desprenderse.

A partir de aquí todo es literatura, es decir, sus propios devenires literarios, marcados en los casos de Sanz y Vilas por la vulnerabilidad, el nuevo marbete para la sentimentalidad de nuestro momento presente –a saber cuánto durará-.

No parece que Pisón sienta la necesidad de mostrar su lado más frágil, quizás porque, desde bien pronto, con apenas veinticinco años, tuvo un excelente reconocimiento que ha continuado con muy pocos altibajos, siendo aceptada tanto por el público como por la crítica su posterior evolución hacia una estética plenamente realista. Consciente de ello, hay en su libro más agradecimiento que resentimiento. Sanz y Vilas se muestran mucho más desamparados, como si la labor del escritor estuviera siempre bajo una precariedad emocional y pecuniaria que les provocara una constante desazón; sometidos al desasosiego de la crítica literaria, pero también a la opinión extemporánea de los compañeros o del público, y a la necesidad de escribir, a ser posible, un libro al año y, sobre todo, de venderlo para pagar las facturas recorriendo España entera de feria en feria, de bolo en bolo o de presentación en presentación. Se entiende que quieran vivir con cierto desahogo de su escritura, pero estamos en España y hablamos de literatura. Tanto Cervantes como Quevedo tuvieron que emplearse en otros oficios sin que, por lo visto, ello les impidiera crear la mejor literatura. Ni siquiera el muy querido Franz Kafka de Manuel Vilas –por poner un ejemplo fuera de España- llegó a vivir de su escritura. Marta Sanz es la que hace más explícita la idea de que no es necesario que el escritor tenga o haya tenido una ocupación laboral para entender los comportamientos sociales y políticos. Sin embargo, creo que puede ayudar mucho a evitar el ensimismamiento en que cae ella misma y también Vilas: la primera dejándose llevar por una borrachera de palabras; melopea de la que ella es consciente, aunque sea incapaz de contenerse porque en ello le va el sustento: «Mis triunfos –posiblemente triunfitos- resultan de una tenacidad dañina para la salud. Menos mal que en mi editorial saben de estos sobreesfuerzos y no solo me dan palmaditas en el hombro. Me los pagan» (pág. 386). Por eso tiene interés en hacernos creer que ella escribe literatura social, que Los íntimos –el título no dice mucho de su llamada a la colectividad- es literatura social. Será literatura política, como lo es cualquier acto de cultura, pero lo de social es confundir una determinada idea estética –un subgénero literario, si lo prefieren- con la idealización que uno ha hecho de sí mismo y de su dedicación: como escribo mucho y le dedico muchas horas, para mí la literatura es un trabajo; como obtengo una emuneración por dicha labor, estoy inserta en la sociedad, aunque no alienada, y hago literatura social. Un modo de proporcionar una cobertura moral a ese exceso retórico, a ese engolfarse, que diría Santa Teresa, con las palabras para que no se conviertan en nadería.

Algo semejante hace Manuel Vilas, pero no con las palabras o la sintaxis –odia la literatura retórica-, sino con las particularidades de su vida. Siendo un creyente de la literatura -«Así que soy un religioso de la literatura» (pág. 75)-, sabe que para salvarla de lo inane conviene elevarla a lo más alto, cuanto más alto, mejor. Y así, los montones de nimiedades –reales o ficticias- que nos cuenta quedan redimidas al remitirlas a la muerte, a la búsqueda de la belleza, al paso del tiempo -«A los siete años nació mi obsesión por los relojes, que no era más que la obsesión por el paso del tiempo» (pág. 479). ¡Con siete años, nada menos!-. De esta manera todo es válido para cumplimentar quinientas páginas o, si nos ponemos, seiscientas, por qué no mil. Las que hagan falta, ya que el punto y final es tan arbitrario como todo lo demás. Cualquiera está en su derecho de acogerse a la estética que le venga bien, aunque no sé muy bien si la estética la escoge uno o es ella la que nos escoge, pues, como escribe Martínez de Pisón: «Empieza uno tratando de averiguar el escritor que quiere ser y acaba descubriendo el escritor que puede ser» (pág. 190). ¡Ay!, qué ocasión perdida para enterarnos de lo que ha descubierto un escritor español que se encuentra con la necesaria superstición de los sesenta. Eso es lo que haría valiosas sus memorias literarias: contar lo que el tiempo ha hecho con su escritura.

Publicidad