'Hotel Roma', el último verano de Cesare Pavese
El francés Pierre Adrian sigue los pasos del novelista italiano para reconstruir su figura y reflexionar en torno a su obra

El escritor italiano Cesare Pavese. | Wikimedia Commons
La anotación final de El oficio de vivir, el diario de Cesare Pavese, se ha convertido en una de las citas más célebres de la literatura: «Todo esto da asco. Nada de palabras. Un gesto. No escribiré más». Es la nota de un suicida, que dejó el manuscrito sobre el escritorio del piso que compartía con su hermana en la calle Lamarmora, número 35, de Turín. Sin embargo, no se quitó la vida allí, sino en una habitación del Hotel Roma de la misma ciudad.
Hotel Roma es precisamente el título del libro del francés Pierre Adrian, que acaba de publicar Tusquets. Es una propuesta singular, parecida a Proust, novela familiar de Laure Murat, que les comenté hace unas semanas en estas páginas. Se trata de una mezcla de pinceladas biográficas alrededor de Pavese y reflexiones sobre su obra, combinadas con los periplos del autor siguiendo las huellas del escritor piamontés. Como deja entrever el título, su suicidio y los días previos de aquel último verano de 1950 ocupan un lugar preeminente.
Adrian explica su vínculo con Turín: para él y su novia esta ciudad era un punto de encuentro intermedio donde se citaban, porque él vivía en Roma y ella en París. A partir de ahí, el autor recorre los escenarios pavesianos, se cita con una estudiosa del escritor y localiza a un anciano intelectual que lo conoció en persona. En un capítulo del libro, el fallecimiento de Monica Vitti le sirve de punto de partida para comparar a Pavese con Antonioni, dos autores que hablaron de soledades e incomunicaciones desde perspectivas diferentes. Y para recordar que una de las primeras películas de Antonioni era una adaptación libre de una novela de Pavese: Las amigas, basada en Entre mujeres solas, que se estrenó en 1955, cinco años después de la muerte del autor.
Es una pena que el libro de Adrian no conceda la atención debida al vínculo de Pavese con la editorial Einaudi –la segunda joya de la corona de Turín, después de la Fiat–, ya que este formó parte del núcleo duro de intelectuales que rodearon a Giulio Einaudi en una de las aventuras editoriales más relevantes de la Italia del siglo XX. Apasionado desde joven por la literatura norteamericana –hizo su tesis sobre Whitman–, Pavese fue uno de sus grandes introductores en Italia, como editor y como traductor. Su traducción de Moby Dick sigue siendo hoy en día de referencia.
En Einaudi conoció a uno de los fundadores, Leone Ginzburg, asesinado por los nazis durante la guerra. Su viuda, Natalia Ginzburg, fue una de sus amigas más cercanas. En Respetar a los muertos –un texto incluido en el volumen Las tareas del hogar y otros ensayos–, la escritora traza un prodigioso y agridulce retrato de él: «Era un hombre esquivo, quisquilloso, amante del silencio y de la sombra. (…) A sus amigos les enseñó a tener fuerza para soportar el dolor; él no la tuvo, pero sabía que era necesario tenerla, y de alguna forma se hallaba presente en las arrugas de su cara, en sus modos, en su paso rápido y solitario. (…) Su gran inteligencia madura, complicada y adulta, contrastaba con la inmadurez de su carácter. (…) Fue uno de los hombres más apasionados, más humildes y menos cínicos que hayan pasado nunca por esta tierra».
Frente al heroísmo de Leone Ginzburg y otros intelectuales, Pavese nunca fue un valiente ni un hombre de acción. En los años del fascismo fue detenido y condenado a destierro en Brancaleone durante tres años, de los que cumplió solo uno. Pero el gesto por el que fue castigado fue romántico más que político. Escondió unas cartas comprometidas de Tina Pizzardo, una amiga comunista de la que estaba enamorado. Durante la guerra, el asma le salvó de ser llamado a filas y tampoco combatió con los partisanos, como sí hicieron muchos de sus amigos intelectuales. Pasó los años de la contienda refugiado en casa de su hermana y después con unos religiosos. Acabada la guerra, acaso porque se sentía culpable por su falta de compromiso, se afilió al Partido Comunista, pero nunca logró ser un militante modélico.
Pavese era un hombre tímido, acomplejado y perseguido por la sensación de fracaso. Un hombre imperfecto cuyos lances amorosos siempre fallidos lo convirtieron en un misógino recalcitrante. Su primer gran desengaño lo vivió con Tina Pizzardo. Creyendo que la conquistaría tras su heroico gesto con las cartas, se encontró al volver del destierro que ella se había casado con otro. Tampoco le fue bien con la escritora Bianca Garufi, a la que conoció cuando ella trabajaba de secretaria en la sede romana de Einaudi y a la que ayudó con su primera novela. Ni con Fernanda Pivano, una apasionada de la literatura norteamericana, amiga de Hemingway y de los beats.
Escribe Adrian en Hotel Roma que «los amores no correspondidos fueron el hilo conductor de su vida y alimentaron el ‘vicio absurdo’. Pavese se aferraba a cualquier relación sentimental para combatir la soledad y llamaba ‘amor mío’ a la primera chica que encontraba. Todas las rupturas se convertían en una persecución moral, en un martirio que reavivaba el recuerdo feliz del otro y lo relegaba a un pasado lejano. Cuando cicatriza, la alegría se convierte en melancolía».
Su última relación amorosa, frustrada como todas, la vivió con la actriz americana Constance Dowling, que tuvo una carrera en el cine tan breve como irrelevante. Constance estaba en Italia con su hermana pequeña, Doris Dowling, cuya trayectoria era ya en esos momentos bastante más interesante, porque había trabajado en Días sin huella de Billy Wilder y en el policiaco La dalia azul. Doris formaba parte del elenco de Arroz amargo, la película de Giuseppe de Santis que convirtió a Silvana Mangano en un mito sexual. Fue durante el rodaje de esa película en el valle del Po cuando Pavese conoció a las dos hermanas.
Su romance con Constance Dowling fue breve, porque ella se marchó de vuelta a Estados Unidos. A ella están dedicados los últimos poemas de Pavese, publicados póstumamente con el título de uno de ellos: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, que arranca así: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos / esta muerte que nos acompaña / de la mañana a la noche, insomne / sorda, como un viejo remordimiento / o un vicio absurdo». Entre esos poemas había dos escritos en inglés. Uno de ellos, titulado Last blues, to be read some day, dice así: «Solo era un galanteo / bien lo sabías, / alguien fue herido / hace mucho tiempo. // Todo sigue igual / ha pasado el tiempo, / un día viniste / un día morirás. // Alguien murió / hace mucho tiempo, / alguien que amó / pero no lo sabía».
A Pavese le rondaba desde hacía tiempo la idea del suicidio, pero tras la ruptura con Constance la pulsión de muerte se acrecentó. Con todo, el verano de 1950 no podía haber empezado mejor para él. En junio ganó en Roma el prestigioso Premio Strega por una de sus mejores novelas –acaso la mejor–, El bello verano. Sin embargo, él, de regreso a Turín, escribe: «Vuelto de Roma hace tiempo. En Roma, apoteosis. ¿Y qué? Volvemos a lo mismo. Todo se derrumba».
Antes de regresar a Turín en pleno agosto, Pavese visitó a la familia en su pueblo natal y pasó unos días en Bocca di Magra, un lugar de veraneo en la costa que frecuentaban editores y escritores. Allí conoció a la misteriosa Pierina (hoy sabemos quién era, una chica de la alta sociedad), una hermosa joven de la que se quedó prendado y a la que llamó varias veces por teléfono antes de suicidarse.
De vuelta en Turín, en pleno agosto la ciudad estaba desierta y casi todos sus amigos de vacaciones. También su hermana. Por eso pasó por el piso que compartían y escribió la última entrada de su diario, pero como era un solterón incapaz de freírse un huevo optó por alojarse en el Hotel Roma, donde estaría bien cuidado. En otro texto precioso que le dedicó Natalia Ginzburg, Retrato de un amigo, apunta que «escogió para morir un día cualquiera de aquel tórrido agosto, y escogió una habitación del hotel cerca de la estación: quiso morir, en la ciudad que era suya, como un forastero».
Sabemos que en los días previos a la fatal decisión trató de localizar a algunos amigos. Pasó por Einaudi y por las redacciones de un par de periódicos turineses, pero todo el mundo estaba de vacaciones. Sabemos que sí encontró a una amiga periodista y paseó con ella por las colinas que rodean la ciudad. El 27 de agosto de 1950 el conserje del hotel descubrió su cadáver en la habitación 49. Había ingerido una sobredosis de somníferos. Su despedida más conocida es la célebre nota final de El oficio de vivir. Pero hay otra: la anotación que escribió a bolígrafo en la primera página del ejemplar de Diálogos con Leucó que tenía consigo en el hotel.
Diálogos con Leucó es un libro singular en su producción, de carácter filosófico. Era el que él prefería entre todos los que escribió y lo consideraba su «tarjeta de visita para la posteridad». La nota que dejó en el ejemplar que tenía en la mesilla de noche es menos dramática que la del diario. Está escrita con sordina y un punto de ironía, y acaso resume mejor el carácter de Cesare Pavese: «Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No chismorreéis mucho».