Ruano y su galería de caprichos
Renacimiento ‘funda’ una biblioteca de autor para rescatar los artículos y los libros del periodista madrileño

El escritor y periodista César González Ruano.
La única ventaja que tienen los escritores que han sido condenados al fuego del infierno es que, al tener que padecer los tormentos de las llamas de la eternidad por culpa de sus pecados, nunca desaparecen por completo y pueden ser objeto de rescate y resurrección; incluso, disfrutar de una restitución que, si no al cielo, los devuelva a un piadoso purgatorio.
Uno de los mejores ejemplos de esta rara estirpe es César González Ruano (1903-1965), al que muchos han querido enterrar para siempre en el légamo del olvido, pero que, quizás por llevar la contraria, no termina de caer nunca en la desmemoria plena. De una forma u otra, siempre vuelve, ya sea bajo la forma de una biografía –La vida deprisa (Fundación Lara), de Javier Valera, es un ejemplo–, de antología, como Melancolía, mundanidad y belleza (SND Editores), una selección de artículos elaborada por César Abelenda Delgado, o en formato clásico (véase su Baudelaire, incorporado a la colección Austral).
Es cierto que Ruano no fue un escritor de arte mayor –léase: el autor de una obra memorable e indiscutible–, sino un fino estilista que fatigó su talento en el pasatiempo del articulismo y el sublime arte de vivir el momento sin mirar atrás, y sin practicar nunca ese ritual, tan cristiano, del sincero acto de contrición. Jamás hizo –que se sepa– propósito de enmienda, pero no dejó de confesarse (siempre a medias), como reza el ingenioso título que le dio a sus memorias, donde escribió lo que quiso y calló aquello que se le antojó, legando a sus enemigos la tarea de averiguar los detalles de una vida de crápula y falso marqués con bigotito sureño.
Esta costumbre inquisitorial de ajustar cuentas con los muertos por faltas imaginarias provocó que la Fundación Mapfre, que desde 1975 hasta 2014 mantuvo vivo un premio de artículos en su honor y publicó buena parte de sus escritos periodísticos, lo dejase caer en el vacío por temor a que la insistente mala prensa del mejor columnista de su tiempo arrastrase por el barro su imagen como institución dedicada al mecenazgo cultural. Ruano fue enviado al limbo de los autores incorrectos por un juicio moral y una filiación política que nada tenían –ni tienen– que ver con la calidad estricta de su escritura. Son muertes que suceden pero que nunca son definitivas.
De ahí que sea una gratísima noticia que el sello editorial que dirige el librero Abelardo Linares inaugure una biblioteca dedicada íntegramente al periodista madrileño, confiada además a Miguel Pardeza, que fue quien hizo una tesis sobre su obra y acometió el trabajo de compilación –en tres volúmenes– de sus artículos periodísticos, publicados hace dos décadas, y que se convirtieron en una obra difícil de encontrar en el mercado del libro.
Renacimiento tenía dentro de su catálogo dos obras de Ruano: sus afamadas memorias y una selección de su obra poética –Ángel en llamas–, donde recorre, como casi siempre con una disciplina efímera, los senderos del modernismo tardío y explora (a su manera) las primeras vanguardias. El éxito que tuvo como personaje y columnista hizo olvidar la amplitud inconstante de sus afanes, que fueron muchos y amplían su egregio perfil como escritor pavo real al margen de su condición de cronista.
Entre ellos está el arte del retrato literario, perpetrado en sus Siluetas de escritores, que se incorpora ahora al catálogo de la editorial sevillana con un prólogo donde Pardeza evalúa su obra, hace un sabroso recorrido por los antecedentes del género del perfil artístico y avanza que la biblioteca estará compuesta por varias decenas de volúmenes –ya libres de derechos de autor– que nos devolverán muchos de sus libros y artículos, custodiados y olvidados en el silencio solemne de las hemerotecas.
Las Siluetas son una buena muestra del método de trabajo inconstante de Ruano. Una galería no sistemática de escritores que componen una especie de canon subjetivo donde el retratado se somete –de forma fingida– a las preferencias del retratista. Porque Ruano, como más tarde haría Umbral, su mejor discípulo, escribía obsesivamente sobre sí mismo cuando hablaba de otros. Sus daguerrotipos literarios son estampas ambientales, la fisonomía del Parnaso que tenía más a mano y más le rentaba (como articulista).
Publicadas por vez primera en 1947, y pensadas como cierre de unas obras completas que no llegaron a ver la luz, las Siluetas cumplían una doble función: servían para alimentar la maquinaria de la prensa, que es lo que dio de comer a Ruano y a otros escritores de su hora, y le permitían acceder sin cortapisas, con coartada profesional, a las figuras de su época.
Al escritor madrileño no le interesaba inmortalizar a los mejores autores de su tiempo. Buscaba otra cosa: hacer apuntes volátiles de cómo eran, en el trato directo, sus iguales, a los que contemplaba como si fueran motivos literarios. En los cuadros de las Siluetas brilla el arte de la adjetivación, la capacidad para el detalle y el prodigio de la ambientación. No busquen análisis ni profundización literaria sobre el retratado. No hay nada de esto.
Todo se fía a la perspicacia y al ingenio de quien retrata, más que a la perspectiva o a la colaboración de aquel que es contado. Por eso en unos casos encontramos excesos expresionistas y, en otros, desacralizaciones iluminadoras, acompañadas de obsesiones muy particulares, como esa costumbre de citarse –siempre que era posible, claro está– con todos los escritores elegidos en su domicilio o despacho, para utilizar su espacio vital como un ingrediente –a modo de placenta– de su personalidad.
Ruano selecciona, mira y elige qué y cómo contar, pero sin que de estas decisiones se desprenda un programa de trabajo riguroso ni exhaustivo. Personajes de altura –como Baroja o Unamuno– cohabitan con nombres secundarios y hasta de tercer grado, conformando así un bosque irregular e imprevisible. Las Siluetas fueron escritas en plena posguerra. Evocan desde la carnalidad de los últimos realistas –Emilia Pardo Bazán– a los autores del 98, como Maeztu, Pérez de Ayala, Eugenio Noel o Azorín.
Los lienzos de Ruano son parecidos a los caprichos goyescos, fisonomías laterales que proyectan luz sobre muchos rostros que conocimos en letra de imprenta o como estatuas y que, a sus ojos, todavía son seres de carne y hueso, guiñoles: «Baroja viste en casa poco menos que de mendigo. Lleva unos trajes rotos, que parecen arrancados de mala manera a un muerto. Se sujeta los calzones, en los que no queda un solo botón, con una cuerda, y siempre parece que viene de andar varios kilómetros por carreteras. Sin embargo, en esos ojillos de campesino hay ternura. En ese desaliño hay señoría».
Casi podría decirse algo similar de Ruano, mezcla del marqués de Sade y de Esteban Bilbao, como dejó dicho en un autorretrato. Distaba de ser un santo, pero, sin duda, fue un escritor cuya obra fue indiscutiblemente suya por aquello que dijera en un poema Luis Cernuda: «Et in Arcadia, ego».