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Literatura

Gaël Faye y la lucha contra el olvido de Ruanda

La novela ‘El jacarandá’, premio Renaudot, describe la reconstrucción del país africano tras el genocidio de 1994

Gaël Faye y la lucha contra el olvido de Ruanda

El cantante, rapero, autor-compositor- intérprete y escritor franco-ruandés Gaël Faye. | Roser Ninot (Salamandra)

Afilado e interminable en su 1.93 metros, Gaël Faye (Buyumbura, Burundi, 1982), no aparenta los 43 años de su madurez artística. Tras hacerse un nombre en la música como compositor e intérprete, irrumpió en la escena literaria francófona con Pequeño país (Salamandra, 2018). Traducida a 40 idiomas y con más de dos millones de lectores, novelaba su terrible experiencia personal: hijo de madre ruandesa y padre francés, a los 13 años tuvo que refugiarse en París por la guerra civil en Burundi y el genocidio de los tutsis de Ruanda. Pese al éxito, ha decidido vivir en la tierra africana de su madre y ahora persevera con El jacarandá (Salamandra), ganadora del prestigioso premio Renaudot, en la narración de su pasado, la descripción de su presente y la posibilidad de un futuro que cicatrice heridas muy profundas.

Su protagonista, Milan, un chaval con la correspondiente torrija mental de los 12 años, vive en el seno de una familia burguesa de París: «En mi mente, éramos una familia francesa normal y corriente. Por supuesto, mi madre no podía ocultar el color de su piel, y ocurría con regularidad que preguntas insistentes, reflexiones anodinas o insinuaciones tendenciosas la remitieran a ese país lejano que ella ni mencionaba ni reivindicaba». Una vida apacible y mediocre que comienza a resquebrajarse cuando el genocidio ruandés de 1994 salta a las televisiones y el mutismo de su madre acerca de sus orígenes se hace insostenible.

En realidad, se trata de una vuelta de tuerca más al mismo tema a partir de un esqueje: «Surge de un personaje de Pequeño país, la tía Eusébie. No se sabía qué pasaba con ella y me volvía a menudo a la mente. Tenía la sensación de haberlo utilizado literariamente», explica Faye durante una entrevista en el Instituto Francés de Madrid, que le concedió a la novela el capítulo español del premio Goncourt.

Gracias a El jacarandá sabemos que tía Eusébie ha tenido una hija, Stella: «Me di cuenta de que me iba a guiar en la historia, que quería dedicar a la juventud ruandesa para mostrarle cómo se reconstruyó la sociedad ruandesa después del genocidio». Stella aparece muy brevemente al principio, desolada por la pérdida del árbol que da título al libro e ilustra su portada: «La Ruanda actual se ha lanzado a gran un proyecto de desarrollo y, de forma a veces un poco inconsistente, destruye los paisajes íntimos: cortar un árbol o destruir una casa para construir una nueva carretera o un nuevo barrio se ve de forma positiva, pero yo lo siento también como la destrucción de un paisaje íntimo».

A esa primera escena sigue un flashback a los años 90, en los que Milan comienza un bien perfilado bildungsroman que corre paralelo a la evolución de Ruanda. La mirada externa de Milan se complementa con la de Claude, una especie de hermanastro que acaba de vivir en sus carnes la violencia, el miedo, la pobreza… De ese choque surge, quizá, lo más interesante de la novela, como reconoce el propio Milan en la novela: «Me desesperaba ver esa imagen estandarizada de la clase media occidental exportada a los verdes pastos de Ruanda. Claude no entendía dónde estaba el problema; él soñaba con vivir en una de esas casas nuevas, en uno de esos barrios bien organizados, con agua, electricidad, carreteras en buen estado y un entorno seguro».   

«Antes del crimen está la ideología»

El autor reconoce honestamente esa contradicción, pero propone una alternativa amplia: «Hay algo muy occidental en eso de amar las piedras viejas y cosas así, y entiendo que algunos ruandenses vean, en cambio, una época que quieren olvidar. Para mí, una ciudad tiene que ser como un milhojas en el que el pasado pueda cohabitar con el presente y el futuro». Porque El jacarandá es, ante todo, una lucha contra el olvido: «Con el genocidio, perdimos mundos, perdimos universos. Y a veces un árbol nos recuerda a una familia, a un ser querido. Un árbol con raíces profundas y magníficas flores, que representan la nueva generación. Un árbol protector. Un árbol con un secreto».

Un árbol, veremos a lo largo de la novela, hecho de historias. Algunas de ellas reabren heridas profundas. Faye acepta la responsabilidad. «Necesitamos escribir novelas para mirarnos en un espejo y vernos con nuestras contradicciones y debilidades, pero también con toda nuestra vitalidad. Muchos ruandeses han reaccionado a El jacarandá reconociendo que han tomado conciencia de cosas que hacían sin darse cuenta. Por ejemplo, no hablarle a sus hijos, porque pensaban que así los podían proteger: al leer la novela se dieron cuenta de que, en realidad, estaban creando inseguridades».

A cambio, reaparece el horror en su máxima expresión. A medida que la trama va ahondando en la memoria de los personajes, el pasado muestra cosas como esta: «[O]í a unos niños que jugaban a encontrar a tutsis ocultos. Desde mi escondite, pude ver a un hombre agazapado en las ramas de un árbol. Algunos niños lo vieron y empezaron a tirarle piedras antes de llamar a sus padres. La gente lo conocía, lo llamaban por su nombre de pila. Se pusieron varios a talar el árbol. Cantaron que iban a matarlo y los niños cantaban a coro con ellos».

La pregunta es el cliché máximo… pero inevitable. ¿Cómo es posible llegar a ese extremo? Faye lo tiene muy claro: «Antes del crimen está la ideología, que sobrevive a través del negacionismo, del revisionismo. Subestimamos la potencia de una ideología, su capacidad de deshumanizar al otro. No mataban a un ser humano: mataban a un tutsi, que tenía el mismo valor que una cucaracha, como insistía la propaganda».

Víctimas y verdugos

Pasado el torbellino, y pese a algunos ajustes de cuentas, verdugos y supervivientes conviven. De hecho, una versión teatral de la novela gira por el país, improvisando escenarios al aire libre en los que los espectadores pueden reconocerse perfectamente: «A veces actuamos en un pueblo con gente que acaba de salir de la cárcel por cometer asesinatos durante el genocidio y viene a ver la representación».

La novela transmite la tensión latente, pero resulta más llamativa aún la explosión de hedonismo en lugares como el Palais, una comuna poblada por huérfanos y bohemios gobernada por el fascinante Sartre: «[B]ailaba medio desnudo en medio del patio, con una botella de Mützig en la mano. —Por cierto, ¿qué estamos celebrando? —pregunté. —Nada. Estamos acumulando fiestas, por si acaso. ¡Así compensamos nuestra maldita juventud desaprovechada!» Faye explica que su «gran descubrimiento acerca de la historia de Ruanda es que la vida siempre está por encima de la muerte. Es un país muy joven, y los que han vivido el tiempo del genocidio quieren olvidarlo, y eso pasa por la fiesta y el alcohol».

Consagrado como artista, tiene muy fácil escapar de ese pasado refugiándose en una gran metrópoli. Sin embargo, eligió vivir en Kigali y un hecho clave lo reafirmó: «Cuando tuve a mis dos hijas con mi esposa, que también es franco-ruandesa y tampoco se crio en Ruanda, nos preguntamos cómo íbamos a transmitir la historia del país quedándonos en Francia. Nos negábamos a hacer de Ruanda el país del genocidio. También es un lugar lleno de ideas, de proyectos, de normalidad, con una vida artística muy rica, lleno de jóvenes con ganas, en una región entre la África francófona y la anglófona que propicia todo tipo de proyectos. Para mí es algo muy enriquecedor».

No niega que la lejanía de los epicentros culturales, y sus mercados, tiene un coste. «Pero yo busco que lo que haga tenga un sentido. Estas dos novelas han sido un éxito, pero las hubiera escrito de todas formas porque me parecían necesarias». Asentado en Kigali, sigue creando: su proyecto inmediato es un álbum de música con una gira; la versión teatral de El jacarandá seguirá representándose por Ruanda e irá al festival de Avignon en verano, y es probable que haya una versión cinematográfica, como sucedió con Pequeño país.

Pero las heridas bien cicatrizadas no impiden plantar un esqueje del árbol madre en cualquier otro sitio: «El día en el que sienta que necesito irme a otro lugar para expresarme sobre otros temas o estar en otro universo artístico, lo haré. Me siento libre. No me siento prisionero de mis orígenes».

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