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Literatura

La literatura 'popular' de Eduardo Mendoza: humor, folletín y caricatura

El escritor barcelonés ha enriquecido la narrativa española con los registros característicos de los subgéneros

La literatura ‘popular’ de Eduardo Mendoza: humor, folletín y caricatura

El escritor Eduardo Mendoza. | Kike Rincón (Europa Press)

No existe la alta y la baja literatura. Existen los libros buenos, los correctos y los fallidos, de igual manera que hay premios que dan dinero –léase el Planeta y sus satélites menores: el Nadal y el Fernando Lara– y otros que, como el insigne Cervantes o el Princesa de Asturias de las Letras, otorgan a quienes los reciben, que no necesariamente coinciden con aquellos que los merecen e incluso con quienes los necesitan, respaldo institucional y, por tanto, un mensaje cargado de la semántica de lo oficial. Algunos mejoran el saldo bancario (después de que Hacienda se quede con la mitad del dinero); y el resto aspiran (en vano) a influir en la posteridad. Ninguno, en todo caso, administra en régimen de monopolio el sello fiel de la eternidad, que es algo que únicamente conceden, y nunca para siempre, los lectores. 

Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), que este miércoles recibió el galardón que lleva el título de la heredera de la Corona y en 2016 ya fue recompensado con el primer premio literario en español, el dedicado al autor del Quijote, tenía muchos lectores antes de dichos reconocimientos y, sin duda, los seguirá teniendo después. Porque en su caso son los lectores –su abundancia y su fidelidad, después de una carrera larga y exitosa– quienes lo han conducido hasta esos nobles atrios. Nunca al contrario. Se le premia porque se le lee. No siempre sucede.

Lo más curioso al evaluar su trayectoria, y lo singular de su obra, es que los materiales elegidos como aleación de partida de muchos de sus libros son casi siempre antagónicos a los géneros nobles, no digamos ya aquellos de orden académico, de las buenas letras. Mendoza ha subido al Parnaso gracias a la práctica del reciclaje inteligente de modelos narrativos y estilísticos laterales dentro la jerarquía literaria ordinaria, pero presentes, aunque de forma heterodoxa, en la noble tradición literaria española. Es un escritor inequívocamente español no sólo porque escriba –desde Barcelona o desde su retiro en Londres– en la misma lengua de Quevedo (en vez de hacerlo en catalán o en inglés, que es el idioma con el que, en su día, ejerció el oficio de traductor), sino por su intensa filiación cervantina. 

Igual que el autor del Quijote, Mendoza ha introducido en sus novelas, que suman al menos cinco o seis títulos indiscutibles, muchos ingredientes sine nobilitate, irónicos, bastardos y, desde una perspectiva convencional, que desde luego nunca ha sido la suya, ciertamente indecorosos. Esta escritura, que se concreta en un artefacto estilístico pero también expresa una forma de compromiso moral con su público, y con nadie más, hace tiempo que lo convirtió en un autor sin herederos, aunque tenga imitadores. 

Nadie como él ha jugado mejor el papel de bisagra histórica entre la última generación de los novelistas del franquismo crepuscular (su primer libro se publicó en 1975), los escritores de la Santa Transición, la nueva narrativa española y el presente líquido. Durante este arco temporal ha cambiado casi todo en el panorama literario español: la figura del autor, la industria editorial, las etiquetas culturales, las estadísticas comerciales, la valoración social de los libros y hasta las prácticas de lectura. 

‘Máquina’ narrativa

Mendoza siempre ha estado en primera línea, de forma a veces discreta si se quiere, y no disfrutando siempre del grato impacto que en su momento causaron La verdad sobre el caso Savolta (1975), su debut, o La ciudad de los prodigios (1986), dedicada a la Barcelona de la Restauración. Pero ahí. Sin desfallecer. Igual que un camaleón, ha sobrevivido a todos los cambios, incluso los que se refieren al gusto del público, sin perder nunca el pie.

¿Cuál es el secreto de su literatura? ¿Qué convierte sus libros en rentables sin que se cuestione su naturaleza cultural? Diríamos que su capacidad para condensar en un mismo discurso el humor sutil, la ironía, el sentido de la parodia –esa invariante de la condición humana– y una serie de historias bien sintonizadas con la sensibilidad general, que no cambia. Los libros de Mendoza exploran lo formal sin prescindir de la fabulación y el arte de la comedia. Savolta fue un homenaje al género del folletín decimonónico interpretado –no sin cierta razón– como un gesto de vanguardia. Algo análogo podríamos decir de Sin noticias de Gurb (1990), un libro gestado como un divertido relato serial de periódico que instaura mediante la caricatura una manera (bastante marciana) de mirar la realidad. 

El humor, la desacralización sin ofensa, la burla educadamente british ante las graves convenciones sociales y la recreación minuciosa, sin despreciar el pastiche, de otros códigos narrativos, como la novela negra, el cuento de detectives, la fábula goliardesca, el tebeo o la literatura bizantina palpitan en el corazón de la máquina narrativa del escritor barcelonés. Estos son los ingredientes que la nutren y –todavía– la alimentan. Mendoza ha sabido, sin traicionarlos, fundir los géneros literarios elevados y pedestres, convirtiendo a los segundos en una nueva categoría de los primeros y atenuando esa tendencia al engolamiento de la literatura que se presenta ante nosotros como profunda, trascendente y comprometida. 

Sin renunciar ni la frivolidad ni a lo burlesco –nada existe más serio que el humor: quien lo practica, lo sabe– Mendoza ha perseguido desde el primer día entretener y divertir a sus lectores, más que la gloria literaria. Esto es también lo que hacían los ancianos de las tribus indígenas delante del fuego. La tarea de los cuentacuentos orientales. El trabajo de los juglares. 

Por supuesto, nunca ha escrito un manifiesto estético. No se le conoce ni programática ni poética. No es amigo de las preceptivas, pero ha cincelado una escritura que expresa todas estas cosas sin tener que hacerlas explícitas. Mendoza es la antítesis de la solemnidad y un antídoto infalible contra el aburrimiento. Antes de que el calendario lo conduzca al proscenio del Teatro Campoamor de Oviedo, donde recogerá el Princesa de Asturias, sus lectores ya le habían otorgado su confianza. No cabe galardón mayor.

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