Marcos Giralt Torrente se enfrenta al pasado de su familia
‘Los ilusionistas’ es una suerte de biografía familiar, donde el escritor disecciona los mitos de los Torrente-Malvido

El escritor y crítico literario Marcos Giralt Torrente. | Wikimedia Commons
No debería parafrasear la manida frase del comienzo de Anna Karenina, pero después de leer Los ilusionistas (Anagrama), el último libro de Marcos Giralt Torrente, se confirma el acierto de Tolstói: las familias infelices (o que se creen infelices), a diferencia de las felices, se consideran diferentes y, a su manera, más infelices que el resto. Quiero decir que cada uno arrastra su propia e infeliz historia familiar (¿qué familia no alberga algún hecho que la traumatizó?). Con esta historia, más o menos desgraciada, nos montamos un relato para andar por la vida y explicar, y hasta justificar, todo lo malo que nos pasa. El victimismo es humano y, a veces, inevitable. Pero lo diré antes de que surjan las dudas o los equívocos: me ha interesado mucho Los ilusionistas, y me parece un libro sobresaliente, pero eso no desdice lo que sostengo arriba.
Marcos Giralt Torrente se mueve bien en la escritura auto/biográfica. Lo demostró ya en Tiempo de vida (2010), libro en el que trataba de ajustar cuentas y de reconciliarse con la memoria de su padre a raíz de su muerte. Hizo allí un duro ejercicio de análisis introspectivo de sí mismo y de su progenitor, un padre discontinuo y ausente, para terminar perdonándolo, acompañándolo y cuidándolo en el final de su vida con el rigor, la dedicación y el amor de un hijo único. Extraía allí, como repite en el libro que nos ocupa, una lección de vida: padre, él mismo, no repetiría con su hijo el trato que su padre le había prodigado.
En Los ilusionistas analiza, en ocho capítulos, a manera de viñetas independientes, los mitos y los personajes del ala materna de su familia, para concluir que una serie de hechos y circunstancias han determinado fatalmente la vida de su madre y tíos, y ha terminado también por influir la suya. El libro se abre con un capítulo dedicado a la correspondencia entre su abuelo, el escritor Gonzalo Torrente Ballester, y su abuela Josefina, en los largos periodos de separación de la pareja. De «novios», durante el periodo de la mili; de «casados», durante más de diez años, en los que el aspirante a escritor dejó su empleo de profesor de instituto en El Ferrol, para establecerse en Madrid. Como tantos otros, vendría a la capital a conquistar la fama y abrirse paso en el mundo de las letras, porfiando en las esferas del poder y de sus amigos correligionarios con escaso éxito.
El libro se cierra con la semblanza de la madre de Giralt Torrente, verdadera destinataria del relato. No en vano es, desaparecido el resto de los Torrente Malvido, la única heredera de la memoria familiar. A ella se dirige y con ella mantiene un diálogo, creo que fingido. Fingido o real, poco importa, porque resulta igualmente revelador de la diferente percepción que madre e hijo tienen de lo vivido por ella y sus hermanos. Marcos sostiene que los Torrente Malvido quedaron varados, encallados en un punto, del que no supieron salir.
Por el contrario, la madre desdramatiza la versión del hijo. La apreciación que hace de lo que les ocurrió a ella y sus hermanos es bien distinta de la que hace Marcos. Para ella, lo que les paso a los hermanos Torrente fue «poca cosa. Lo que todo a todo el mundo: que la vida empieza a decantarse muy pronto. A nosotros nos zarandeó. A otros los arrolla». Gran lección de vida, que el hijo recibe escéptico, y la madre reafirma con lucidez: «No me identifico con esa imagen. ¿Dónde se supone que encallamos? ¿En la muerte de mamá? Fue terrible, pero los cuatro estábamos ya bastante hechos. Cada uno lo superó como pudo». Aquí, en estas líneas se resumen los dos puntos de vista que se contraponen y se desarrollan en el libro. Mientras el narrador-testigo, y autorretratista oblicuo, defiende su análisis y valora la historia de sus ancestros familiares con una exagerada fatalidad, el lector que suscribe coincide con la valoración de la madre, que juzga más matizada, menos fatalista y, desde luego, sin victimismo.
Disputa por la herencia
Me veo obligado a destripar el nudo gordiano de la vida de los Torrente Malvido. Les pido perdón a los lectores que desconozcan el hecho, pero es imposible comprender la supuesta «desgracia» de estos, sin evocar la causa. La muerte de Josefina, con 47 años, dejó a Gonzalo Torrente Ballester, el abuelo materno de Giralt Torrente, viudo y con cuatro hijos. Es cierto que, como acabamos de leer, ya tenían una edad, en la que no quedaban desvalidos. Por su parte, el abuelo volvió a casarse dos años después. Creó una nueva familia y tuvo 7 hijos más.
La familia quedó irremediablemente dividida en dos, con dos progenies distintas, con necesidades económicas similares, que, a la larga, serían fuente de disputas irreconciliables entre ambas facciones. Lo peor estaría por llegar. A la muerte del patriarca, el testamento creaba un agravio comparativo, porque, de facto, desheredaba a los Torrente Malvido. El testamento fue denunciado por estos, iniciándose un periodo de más de cuatro años de demandas judiciales entre los herederos. Las huellas de este enfrentamiento emergen a lo largo del libro en diferentes momentos, pero se evidencia, sobre todo, en el capítulo inicial comentado, cuando la otra parte de la familia impide que Giralt Torrente pueda reproducir la correspondencia del abuelo con su primera mujer. Se hace patente también a la hora de identificar a los personajes del relato: por sistema, el autor ha decidido omitir los nombres propios, utilizando perífrasis más o menos latosas o escondiéndolos a medias tras la letra inicial mayúscula del nombre propio.
Como ya hiciera en Tiempo de vida, el autor muestra el making-of de Los ilusionistas, aunque aquí al final y de manera más breve. Nos dice, y no deja de sorprendernos, que «este es solo en parte un libro que alguna vez quise escribir y no escribiré ya». La explicación continúa, pero no puedo reproducirla entera. La pueden leer íntegra en la página 235 y siguientes del libro. Lo que se deduce y, al menos, yo entiendo, que el proyecto era otro y mucho más ambicioso: «… iba a ser la historia de una familia, lo que pudo ser y no fue y lo que se perdió. Pero también iba a ser una historia de redención, con vencedores y vencidos…» El proyecto inicial, por tanto, contemplaba la idea de levantar un relato cohesionado, mítico y completo de una historia, que al autor le fascina y le desborda.
Como ya dije, Los ilusionistas se desarrolla en ocho relatos, que, a manera de celdillas aisladas y hasta cierto punto incomunicadas, abordan por separado las semblanzas de los protagonistas. Por ejemplo, parecería lógico que la correspondencia entre los abuelos del capítulo inicial se integrase en el capítulo 6. La solución elegida es más sencilla, menos complicada y fragmentaria. De hecho, algunos de estos capítulos estaban ya publicados con anterioridad. Pero al margen de esta cuestión, digamos técnica, que el escritor podría haber resuelto tal vez con el oficio demostrado en sus novelas, lo que complicaba el proyecto inicial tendría que ver más con la divergencia de pareceres entre madre e hijo con respecto a la interpretación de su propia historia. En el proyecto inicial tendría que haberse fajado con los mitos familiares, anidados en su imaginario, y regatear el maniqueísmo de «vencedores y vencidos…»
Dejando a un lado lo que pudo ser, nos quedamos con lo mucho que este libro es: una magnífica lección de rigor y razón analítica a la hora de enfrentarse al pasado de una familia, cuya memoria le ilumina en el presente y a la que debe mucho de lo que es. El homenaje rendido por Marcos Giralt Torrente a sus ancestros es también una prueba de que, conociendo por dentro a nuestros deudos, enriquecemos el conocimiento de quienes somos.