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Literatura

La literatura al rescate del bandido adolescente de la villa miseria

César González publica ‘El niño resentido’, relato autobiográfico de su tremenda carrera delictiva en Buenos Aires

La literatura al rescate del bandido adolescente de la villa miseria

El escritor argentino César González. | Reservoir Books

«Nací en la Carlos Gardel, una villa al oeste del conurbano bonaerense, a solo cinco kilómetros de Capital, donde la desesperación por la pobreza hizo florecer una rica tradición delictiva». César González (Buenos Aires, 1989) cuenta en El niño resentido (Reservoir Books) una historia muy contemporánea con un espíritu asombrosamente afín al wéstern clásico. Una narración directa, sin concesiones, en un entorno brutal. Comienza con un niño zambullido literalmente en la mierda y acaba con un adolescente de 16 años en la cárcel y con seis balazos en el cuerpo.

En medio, la épica de la frontera. «La avenida lateral a la villa miseria era como pasear un pedazo de carne ante los hocicos de unos perros hambrientos. Si se escuchaba el chillido de unas cubiertas, no había mucho que pensar: le estaban robando un auto en la esquina de mi casa. Había disparos, los autos descarrilaban, volcaban, se estrellaban contra alguna pared o pasaban por encima de los pibes». Y esto solo es el principio. En menos de 200 páginas, con capítulos cortos y secos como disparos, la vida del niño resentido se desangra a un ritmo vertiginoso.

Su autor, César González, es un artista multidisciplinar –cineasta, poeta, ensayista y productor musical– que ahora, además, demuestra un admirable pulso narrativo. No era fácil escribir sobre la vida del delincuente arquetípico de las villas miserias de Buenos Aires. Él le aplica una descripción exacta y vibrante, trufada de unas medidas reflexiones, el toque justo para explicar y denunciar sin caer en el victimismo. Pero la dificultad va más allá que la cuestión técnica. Mucho más hondo.

THE OBJECTIVE contacta por videoconferencia con González, que responde desde su nuevo departamento del céntrico barrio porteño de San Telmo. Se ha mudado hace unos meses. «Viví toda la vida en el barrio que menciona el libro y gracias a cómo se ha vendido el libro he podido dar el salto». La entrevista se abre con la pregunta inevitable sobre el carácter autobiográfico de El niño resentido. «Lamentablemente, en su mayoría es estrictamente autobiográfico. Me encantaría que hubiera sido una ficción, pero no: es la vida que me tocó».

Matiza González los conceptos de realidad, ficción y memoria en literatura, cita de Nietzsche incluida, demostrando una potencia intelectual impropia de un personaje de El niño resentido. El libro pide a gritos un epílogo que cuente qué pasó entre ese final del encarcelamiento y el presente, 15 años después. «Aunque siempre he contado mi historia de vida en entrevistas, charlas, conferencias… siempre fui reacio a escribir sobre ello, porque temía que se usara la historia de superación personal como una especie de señuelo para no hacerse cargo, como sociedad, de las cuestiones estructurales que hacen que los individuos terminen sumergidos en la violencia, el robo, las adicciones».

Resurrección

En breve saldrá en Argentina un libro que da cuenta de ese epílogo. Pero el autor nos avanza que se trata de una resurrección en toda regla, porque empieza en una tumba. Así se le llama en su ambiente a la cárcel. «Estás muerto en vida. O peor, porque tenés que pelear por comer, por un par de zapatillas, por un pedazo de frazada [manta]». Cinco años de infierno con una salida al fondo.

«Lo primero y principal fue la experiencia: al vivir el encierro, el hacinamiento, esa lucha constante por la supervivencia más primitiva, empecé a intuir algo extraño en que todos los pibes veníamos de los mismos lugares –villas, barrios, conventillos, asentamientos…– de miseria, de necesidades básicas insatisfechas». Ese «acá hay algo que no me contaron» se vio alimentado por su encuentro con «diversas personas en la cárcel, en específico distintos profesores que me ayudaron a materializar todas esas nuevas ideas».

El arquetipo del maestro que ayuda al héroe a salir del laberinto lo encarna aquí el profesor Patricio Montesano: «Era un mago. Fue el primero con el que empecé a hablar de esas novedades que iban apareciendo en mi ser, y quien empezó a traerme libros acordes. Yo ya leía en la cárcel, pero lo que me cruzaba. Patricio me trajo a Roberto Arlt y Rodolfo Walsh, los poemas de Roque Dalton, Nicanor Parra y Discépolo, y también pensadores como Marx, Foucault, Deleuze… Fue como un ángel en mi vida». También otros compañeros presos, con los que ha construido «vínculos muy profundos, hermanos para toda la vida». Un cúmulo de circunstancias que resume con una cita del cómic recientemente convertido en la magnífica serie de TV El eternauta: «Nadie se salva solo».

Aunque, para ser justos, hay que explicar una ventaja de origen en el caso de González. Su abuela, muy religiosa, le enseñó a leer para que estudiara la Biblia. «Yo era un monstruo bifronte», reflexiona ahora, «porque ya empezaba a ser bastante salvaje en el barrio, pero en la escuela me portaba bastante bien, era buen alumno, con buenas notas. Ahí te das cuenta de cómo hay cuestiones de infraestructura y de desigualdad imperdonables en la América Latina. Si yo hubiese tenido un poquito más de apoyo cuando estaba terminando la primaria y abandoné la escuela para empezar el camino del delito… No hacía falta demasiado, simplemente un lugar digno para vivir, para estudiar: yo no tenía una pieza propia ni un escritorio con velador para apoyar el libro, algo naturalizado para millones y millones de seres humanos».

Lírica oscura

En esas condiciones, la adolescencia es una bomba. «A los 14 años me empezó a dar vergüenza mi pobreza, ir a la escuela con las zapatillas rotas y la ropa que encontraba revolviendo la basura. Entonces me dije: ‘No, basta, no quiero ser más pobre, me chupa un huevo estudiar». Desde ahí, El niño resentido se precipita hacia un abismo de crímenes y vida rápida, con la droga como acelerador. Con pasajes de fascinante lírica oscura: «Quedamos que al otro día iríamos a robar juntos. Desembarcó el amanecer con todo su terror luminoso, luz disecadora del alma de quien está bajo los efectos de la cocaína. Nos tomamos un par de pastillas de rivotril cada uno y nos fuimos, cada cual para su lado, a intentar dormir, huyendo temblorosos de ese astro incomprensiblemente feliz».

Un mundo fascinante, reconozcámoslo. A veces, sus héroes, como los de la mitología, no parecen humanos, sino de una raza híbrida, lejanamente desgajada del tronco común por cierta estupidez artificial. «He visto los mejores modelos de Mercedes Benz o Alfa Romeo arder en los valles del subdesarrollo», dice El niño resentido como si fuera el replicante de Blade Runner reclamándole su grandeza épica a un abatido Harrison Ford… A González le preguntan a menudo si no teme hacer apología del delito. «No me parece mala pregunta. Para solucionar un problema, primero hay que conocerlo. Si nos quedamos con la visión progresista de que los pobres pibes son víctimas del sistema, que tiene una parte de verdad innegable, les privamos de su condición de sujetos. Yo nunca juzgo. Explico que me cagué de hambre en la infancia y, cuando empecé a salir a robar e hice plata, lo primero que pensé no fue comprar comida, sino unas Nike, un conjunto de Adidas… ¿Por qué? Porque lo deseaba y porque había una necesidad estética. Para erradicar o por lo menos disminuir los niveles de violencia y de inseguridad, hay que conocer esa subjetividad».

La situación es innegablemente terrible, y el libro no esconde el precio en muerte que van pagando amigos de César como Jorgito, a los que se vela como se puede: «Los días siguientes me puse a tomar merca [cocaína] en la escalera debajo de su casa». Pero nunca deja de oírse el eco de cierto orgullo. «El Padre Mujica, un cura tercermundista asesinado en los 70, decía que lo único que hay que erradicar de las villas miseria es la miseria, que no hay que borrar su cultura, la comunidad y sus reglas, el ethos. Se trata de un mundo particular que merece ser retratado con honestidad. En Argentina personajes de los sectores populares han sido históricamente retratados con un ímpetu fetichista: en un extremo tenés la caricatura y el monstruo; en el otro, el pobre que es bueno por el simple hecho de serlo».

César González, que como ensayista ha tratado el tema en el libro El fetichismo de la marginalidad, intenta desarrollar un estilo narrativo propio de su clase, pero no solo por una cuestión de reivindicación social: «Si los sectores populares pudieran representarse a sí mismos, sería bueno para la representación misma, para la literatura, que va a conocer un mundo y unas palabras y una forma de contar diferentes, y eso la va a enriquecer». Su sueño es que «deje de ser un milagro que exista un pibe de la villa que estuvo preso y ahora escribe».

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