Cyril Connolly: una inteligencia brillante e irresistible
Admirador de la «sabiduría» de Sainte-Beuve, representó lo mejor en el campo de la crítica literaria de su tiempo

Ilustración de Alejandra Svriz.
Junto al más serio y riguroso Edmund Wilson, descubridor en su día de Fitzgerald y Hemingway, el británico Cyril Connolly, admirador rendido de la «sabiduría» del famoso crítico del XIX francés, Sainte-Beuve, representó lo mejor y más genuinamente inimitable en el campo de la crítica literaria de su tiempo. Ambos reinaron como reyes absolutos en cada una de sus órbitas correspondientes. Pero en el caso de Connolly, nunca se dejó engañar por la profesión de forzado escogida, que suplantaría amargamente la insustituible dedicación a la «obra maestra», ese «asalto a la perfección» siempre pendiente por su parte: «La crítica de novelas es la tumba del periodismo; es el equivalente, en el mundo de las letras, a construir puentes en algún clima tropical imposible. Es un trabajo duro, insano y mal pagado (…) Toda incursión en el periodismo (…) por grandiosa que sea, estará de antemano condenada al fracaso».
Ese glorioso fracaso por el que aún miles de entusiastas seguidores de todo el mundo, pasados los años, siguen leyendo con fervor su grandiosa, brillante e inclasificable fragmentariedad, su inteligencia aforística nada pomposa ni afectada, sus afiladas, irresistibles y seductoras ironías, su erudición enemiga de anquilosados academicismos, mientras otros muchos novelistas y escritores de su misma generación, célebres en su tiempo, han ido decayendo en el favor del público moderno.
Nacido en Coventry, en 1903, Cyril Vernon Connolly estudió en la elitista Eton, la escuela privada más famosa de Inglaterra, por cuyas aulas han pasado veinte primeros ministros y un sinfín de escritores reputados. En Eton, el precoz, indolente, refinado y excéntrico dandy y diletante que sería Connolly toda su vida coincidió con George Orwell y Anthony Powell. Tras abandonar Oxford («el Oxford que conocí era el de Wilde, dividido entre estetas e ignorantes», diría más tarde), donde estudió junto a Evelyn Waugh y Harold Acton, comenzaría, acuciado por la necesidad de mantener su precaria economía, su labor como asalariado de lujo de la literatura: el reseñismo para periódicos, donde brilló de forma inusualmente majestuosa.
Entre largas estancias en Europa y separaciones conyugales, emprendió su ininterrumpida carrera como editor y crítico de enorme protagonismo e influencia, en la revista Horizon, que fundó con Stephen Spender durante la Segunda Guerra Mundial, y luego desde 1952 como crítico estrella del Sunday Times hasta su fallecimiento en 1972. Una carrera o, en su caso, una tumba definitiva para la “promesa” eterna, siempre pospuesta, desde su época de estudiante, a la que le dedicó su espléndida obra maestra, «Enemigos de la promesa», de 1938.
A este mítico título habría que añadir su otra gran obra, la melancólica confesión elegíaca firmada como Palinuro, el piloto de Eneas: The Unquiet Grave: A Word Cycle («La tumba inquieta»). En la edición de su Obra selecta (Lumen), con traducciones de Jordi Fibla, Miguel Aguilar y Mauricio Bach, se añaden artículos y ensayos sobre temas como la novela policiaca, la crítica literaria, Joyce, Pound, Orwell, un canon del modernismo, parodias (una basada en James Bond), el texto Los diplomáticos desaparecidos sobre los espías de Cambridge y otra pieza inédita sobre la guerra de España, por la que fue atacado en su día por el pesimista derrotismo con el que enfocó al bando republicano, como narra en Enemigos de la promesa.
En «La tumba inquieta» de Palinuro, el piloto de la nave de Eneas, formada por aforismos, citas, reflexiones nostálgicas y devaneos mentales, Connolly no se enorgullece de nada y, entre dos citas de Pascal y Leopardi, proclama su aburrimiento, su falta de inspiración, la mediocridad de sus ideas y la pobreza de su cultura. Y lo hace, con ese toque de esnobismo, tono burlón, exquisita despreocupación y un discreto sentimiento de superioridad: el de una mente formada en Eton y Oxford, pero también con la lucidez de quien ha comprendido que todos estamos condenados a languidecer en la peor de las mazmorras: la de nosotros mismos.
Cuando en 1942 decidió llevar su diario, o mejor, dedicarse a sus ejercicios de vagabundeo y libertinaje literario, Connolly se acercaba ya a los cuarenta: «Estoy a punto de volver a sacar a pasear mi cadáver de vanidad, aburrimiento, culpa y remordimiento una década más». Por supuesto, Connolly podría escribir una novela, pero admite estar contaminado «por el taoísmo y el budismo» como para seguir tomando en serio a los humanos. Si sumamos un ápice de pereza y un gusto por el epicureísmo, se percibe que no es ni por el lado de la novela ni del ensayo donde hallaremos lo mejor de él.
Sea cual sea el tema en sus cuadernos —el amor a primera vista, la amistad, las comidas de empresa, la cucaracha, las estaciones de tren— Connolly se revela como un formidable observador del corazón humano, un psicólogo nato que, con una cortesía impoluta, no abruma al lector. De los moralistas franceses, a los que Connolly se remite y con los que dialoga libremente, adopta el estilo lapidario; y si en ocasiones surge cierta melancolía, autores como Sainte-Beuve y Nicolas Chamfort acuden al rescate: el uno con su resignación filosófica, el otro con su coraje cínico.
[¿Eres anunciante y quieres patrocinar este programa? Escríbenos a [email protected]]