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Literatura

Cómo sería 'The Walking Dead' si fuese contada por los zombis

Cuando el fin del mundo late al ritmo de un corazón zombi que aún recuerda cómo se ama

Cómo sería ‘The Walking Dead’ si fuese contada por los zombis

Manos de un zombie en la colina frente a la playa | Foto de Daniel Jensen en Unsplash

En el libro Dura una eternidad y en un instante se acaba la nueva novela de la escritora estadounidense Anne de Marcken, (Sexto Piso, 2025) las agujas no obedecen: se dilatan, se contraen y terminan convertidas en vapor. El tiempo se convierte para el cuerpo en una trampa dulce.

Soy una coleccionista de territorios suspendidos –esos intersticios donde la vida y la muerte pactan un alto el fuego o los territorios que comienzan y dejan de ser un lugar dentro de la existencia del yo–, y este libro me devuelve a otros libros con la misma estructura brumosa en los espacios y narraciones: Sanguínea de Gabriela Ponce o La cresta de Ilion de Cristina Rivera Garza. En el universo de De Marcken todo ocurre dentro de esa gota que flota: importa menos la peripecia que la resonancia, menos la acción que el eco. El tiempo se desvanece y el cuerpo se va desmembrando, literalmente, ya que una mujer zombi es la protagonista de esta historia.

Una zombi recuerda que amó

No soy de zombis dentro de la literatura o las series de terror, por eso la protagonista de esta novela corta me sorprendió. Está muerta, aunque no del todo; pertenece a esa categoría incómoda de los no muertos. No recuerda su nombre, apenas la estela de una felicidad que vibra cuando piensa en la mujer a la que amó. Mientras, su cuerpo continúa el lento rito de la descomposición —un brazo extraviado que va cargando como un bolso, compañero zombi con un pene perdido, un cuervo que se encuentra en su pecho con el que mantiene diálogos oraculares hasta sensaciones que hacen que la memoria y el tiempo se activen, recordando el presente o el futuro.

A medida que vamos avanzando en la narración, vemos como esa mujer no muerta emprende su propia aventura donde su cuerpo se va separando, viaje hacia el oeste, al océano, a ver si el mar aún guarda su memoria y donde el tiempo siempre es presente.

A pesar de Marcken conoce las reglas visuales del género literario: hordas, persecuciones zombis a humanos, momentos de tedio que preceden a la sacudida, ella da un giro a ese lugar común: esta vez los protagonistas son los cadáveres que caminan; los vivos solo existen como flashes en la nostalgia ajena que producen momentos de cuestionamientos éticos.

El hambre es incesante y a pesar de eso los no muertos se cuestionan cómo actuar ante esa necesidad aún humana pero exacerbada en ese limbo. Los no muertos hablan, bromean a medias, parece que están en un hospital y sienten un dolor extraño –no físico, sino emocional– y repiten manías pretéritas, como si la costumbre fuera la última dignidad a esa memoria perdida a ese tiempo que no se sabe dónde está.

«Quizás matamos a los vivos para acceder a su dolor. O al nuestro»

La novela funciona como un espejo macabro: al otro lado no vemos sangre, sino preguntas. ¿Qué queda cuando se derrumba el andamiaje del cuerpo? ¿Cómo se sostiene el amor cuando caducan los recuerdos? La respuesta late en la obstinada misión de la narradora –una Odisea mínima hacia ningún lugar– y en la melancolía que lo impregna todo: estaciones que pasan sin tocar nada, un horizonte que promete fuga y solo entrega más niebla.

Dura una eternidad y en un instante se acaba es, en el fondo, una elegía luminosa. Un recordatorio de que la vida –igual que el fin de semana– tarda siglos en llegar y se esfuma antes de que podamos sujetarla. Y sin embargo, qué vértigo tan dulce vivirla.

Este libro de Anne de Marcken ha conquistado nuestro tiempo y con el premio Ursula K. Le Guin. El jurado lo resumió así: «Imaginación sigilosamente explosiva; una obra maestra sobre lo que nos hace humanos».

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