Comerse al rico: un manjar de Hannah Deitch
La escritora estadounidense sigue la moda de crear ‘thrillers’ con las élites económicas como víctimas

La novelista Hannah Deitch.
Matar al rico es una de esas húmedas ensoñaciones que no caducan en la civilización. Bien sea en contextos primigenios, medievales, decimonónicos o de criptobros, la tirria del vulgo hacia la élite superacomodada se conserva casi intacta. ¡Por envidia!, dirán los catetos presumidos y los wánabis aspiracionales. ¡Por justicia!, asumirán los revolucionarios iracundos y las víctimas de la mala suerte existencial. Sea cual sea la orilla desde la que se descargue el juicio, querer pasarse por la piedra (en su acepción más casta) a quienes mangonean al servicio, no conocen –o han olvidado- el sudor del trabajo físico y se gratifican despreocupadamente con caprichos a precio de sueldo anual medio, es cultura popular. Ya lo decía Rousseau: «cuando el pueblo no tenga nada más que comer, se comerá a los ricos». Y la ficción es el restaurante ideal para probar el manjar.
El número de multimillonarios en el mundo no ha dejado de crecer en las últimas décadas. Las desregulaciones mercantiles, el auge de los oligopolios a cuenta de la globalización, los paraísos fiscales, el aumento de las privatizaciones, la destrucción de la clase media y un rosario no menos largo de artimañas específicas, han hecho que la plebe vea cada vez más exhibiciones descaradas de cuentas bancarias obscenas. Hace un siglo, estas palpables diferencias de clase soliviantaron hasta la sanguinolencia a filosofías populares masivas. Hoy, en Occidente, con un estado del bienestar asentado (aunque en crisis) y poco estómago para la guerrilla, la fábula es la mejor forma de ajustar cuentas. Historias como la novela Potencial asesino (ADN), de Hannah Deitch.
Evie Gordon es una asesina famosa en los Estates. Así comienza la novela de Deitch, escrita con esa prosa seca y directa, si bien agradecidamente salpicada por adjetivaciones finas y ramalazos bufonescos, tan propia del thriller norteamericano. Como decía, Evie se convierte en toda una rockstar viviente de los true crime. Su jeta aparece en las noticias y tiene al país entero en vilo, dividido entre quienes, de existir todavía, la mandarían a la silla eléctrica y quienes comienzan a filtrar elogiosos memes virales o a hacer camisetas. Y todo por qué, a diferencia de los facinerosos yonquis que se cosen el pecho a balazos en los barrios pobres de Los Ángeles, Evie ha asesinado al padre y la madre de la familia Víctor, una de las más adineradas del Estado, para quien trabajaba como tutora del vástago del clan: Serena. Sin embargo, Evie Gordon nos chiva, recién empieza la novela, que ella no ha hecho nada.
Según nos llega la confesión de la protagonista en los primeros capítulos, efectivamente, la pobre Evie está en el lugar equivocado en el momento equivocado. Al llegar a la casa para impartir su lección a la petarda de Serena, ve un pedrusco salpicado de sangre y los cadáveres de los progenitores revestidos de un color nacarado, con la cabeza postrada en el suelo y un reguero de sangre serpenteando desde sus cráneos. También hay una carpa que zumba burbujeando alrededor de la cabeza del marido, que por circunstancias desconocidas decide hacer esnórquel de ultratumba con la testa hundida en el estanque de la propiedad, dando así la sensación de que el Sr. Víctor aun respira. Pero no, para nada. Hace un ratillo que el estertor de muerte culminó en las gargantas de ambos. Y Evie, claro, dice acojonarse y salir pitando.
Pero, en mitad de su carrera, oye unos sollozos, más bien un graznido ahogado, suplicando socorro. Los Víctor están ya en el corral de los quietos, de eso no cabe duda. Pero quien todavía respira es una mujer joven de pelo enmarañado, olor a fruta podrida y aspecto de torturada, divinamente encerrada y maniatada en el hueco de la escalera -sí, a lo Harry Potter-. Evie, aun reconociéndose poco sensible al drama ajeno, presta socorro a la desconocida, con la mala suerte de que la piji-lerdi Serena se encuentra con ambas y los cadáveres de sus padres. Ahí entendemos a la pobre cría, atando histéricos cabos al ver a su tutora y a una zutana desconocida huyendo del lugar del crimen. Y, a partir de aquí, el quilombo de rigor.
Aunque la premisa de Hannah Deitch pasa por un paradigma clásico del thriller: protagonista en el lugar de un crimen que no comete y del que se le acusa, lo interesante de la narración es cómo se van desvelando los entresijos de la vida de Jae, la desconocida rehén de los Víctor e inminente amante de Evie en su atropellada carrera por huir de la ley. Parecida una versión lésbica de Thelma & Louise (quizás resolviendo la innegable pulsión existente en la película de Ridley Scott), Potencial asesino juega al road trip de crimen, pero sin caer en un Asesinos Natos, de Oliver Stone (película francamente minusvalorada, en mi opinión). La idea que traduce de fondo es una reflexión sobre el imperante clasismo existente en Estados Unidos, y las violentas agresiones que los grandes capitales cometen sobre las clases trabajadoras en pro de sus fortunas y cotas de poder. Un género, el «eat the rich» (traducción al inglés de la frase de Rousseau antes mentada) que no sólo se reduce a la canción de Aerosmith (tema que tiene bemoles, vaya, visto el margen económico en el que se encontraba la banda al componerlo) sino que ha ido abriéndose de nuevo espacio en la cultura pop del siglo XXI.
Lo cierto es que la crítica a la plutocracia en los Estados Unidos no es ninguna novedad. Quizás la famosa y escurridiza Gran Novela Americana, no fuese otra que El gran Gatsby (1925) de Fitzgerald, una obra que trabaja con descaro el exhibicionismo y el clasismo de los nuevos ricos en EE. UU. Lo mismo que hizo el genuino Tom Wolfe con su Hoguera de las vanidades (1987), diseccionando las distintas capas sociales de Nueva York. O la encarnación del repulsivo yuppie psicopático de Bret Easton Ellis en American Psycho (1991), quien, por cierto, regresó recientemente a su afilada crítica pulp, noir y directa de los niños bien (cosa que parece atormentarlo si se lee el conjunto de su obra) con Los destrozos (2023).
En las lides cinematográficas, de hecho, esta tendencia eat the rich está causando todavía más furor. Superada la resaca del amanecer woke que todavía persiste con patetismo en toda la franquicia Disney (ahora más larga que el piropo de un tartamudo), en el último lustro se han visto muchas series y películas que no dudan en satisfacer al público con una violenta muestra de ‘justicia poética’ contra las élites económicas. Ahí tenemos a la ganadora del Oscar: Parásitos (2019), de Bong Joon-ho, que por si no fuera ya épica en fondo, forma y atención recibida, goza de ser la película favorita de Elon Musk. Sí, cómo lo leen. Una declaración de afecto a la altura de un pulpero gallego, señalando Lo que el pulpo me enseñó (2020) como su documental de cabecera, y que revela la disociación de la realidad en la que vive esta gente.
Siguiendo con el séptimo arte, también está la cinta El Menú (2022), de Mark Mylod, crítica pasada por los fogones de la alta cocina, o la serie The White Lotus (2021), que viene a carearse contra lo mismo, pero desde los márgenes del turismo. Dos caprichos, si uno lo piensa, el de la altísima cocina a precio de alquiler y el de las vacaciones en lugares exóticos que se colonizan sin respeto, ni cuidado, muy sintomáticos de las altas esferas posmodernas. Sin olvidar, por supuesto, la que a mis ojos es la mejor de todas: El triángulo de la tristeza (2022), de Ruben Östlund. Y es que nada hay como un talentoso sueco criado en la cuna de la social democracia nórdica para criticar el mal reparto de la riqueza y hacer justicia en la ficción. Deliciosas, perfumadas y prolíficas vomitonas en alta mar incluidas.
Potencial asesino, de Hannah Deitch, continúa satisfaciendo, desde la literatura, el visceral impulso de las clases bajas y medias por ver a sus soberbios gerifaltes económicos en las condiciones más terribles. Hoy, que la Casa Blanca está gobernada por uno de quienes han encarnado durante décadas a esos nuevos ricos desustanciados, incultos, vulgares, casposos y vehementes, obras como las de Deitch nos recuerdan que, más allá de lo obsceno del asesinato y la inmoralidad de los actos contra la vida humana, resiste en el público un resquemor aliviado ante al malestar de estas élites cada vez más numerosas en el mundo. Por el momento, el pueblo puede comer (aunque a duras penas). Ya veremos si, como dijo Rousseau, llegará el día en el que su hambre se sacie con los ricos. Y, cuando suceda, ¿será justicia, demencia o una profecía autocumplida?