La poesía del primer semestre de 2025
Un pequeño y muy parcial recuento o balance de lo que ha dado la poesía española en esta primera mitad del año

Algunos de los libros de los que aparecen en el texto. | Juan Marqués
En sus respectivos días ya comenté con cierta extensión en THE OBJECTIVE los nuevos libros de Eloy Sánchez Rosillo (Venir desde tan lejos, Tusquets) y de Luis Antonio de Villena (Miserable vejez, Visor), y por lo tanto (y aunque desde luego sigo recomendándolos) me los voy a saltar ahora, en este pequeño y muy parcial recuento o balance de lo que ha dado la poesía española en esta primera mitad del año. Quiero hablar de muchos libros, aunque sea solo un poco, y citar por lo menos otros varios, de modo que me voy directo al grano.
No sé cómo empezar. Lanzo los libros a la cama y como caigan:
Es entre conmovedor y mosqueante la ‘condena’ que tienen Abraham Gragera y Carlos Pardo a andar siempre juntos, algo que me parece que a temporadas les hace muy felices, y a otras les desazona. Quienes más o menos conozcan sus historias personales (y su historia común), o quien haya leído las novelas de Pardo, ya saben a qué me refiero, y el caso es que ambos, después de mucho tiempo, volvieron a publicar libros de poemas a la vez. Gragera publicó La domesticación (Pre-Textos), que es la obra de un maestro sin ser una obra maestra, aunque contiene alguna, como el largo y alucinado poema ‘Wintermärchen’, o ‘Contemplaciones’ («Tuve primero / que acostumbrarme a ver / cómo lo más sencillo se volvía / incomprensible…»). La generación de poetas a la que ambos pertenecen (la de los nacidos en los 70) fue una magnífica quinta a la que destrozó un poco el consagrarlo absolutamente todo a la ironía, pero Gragera, que es probablemente el mejor (o, cuando menos, el que poemas más gloriosos ha sacado de la fragua), siempre anduvo más prudente en ese sentido, y desde su primer libro (ese sí, una obra maestra: Adiós a la época de los grandes caracteres) ha metido en sus versos conservantes de mejor calidad que las gracietas o las ocurrencias. Y es el maravilloso y reconocido talento de Pardo el que ha hecho que, aunque es desde hace ya cinco libros el rey de la ironía (y el que ha arrastrado a ese modo de escribir a decenas de incautos que hacen un poco el ridículo al tratar de imitarlo), él no solo salga airoso sino entronado. El libro que ha publicado en primavera, La comedia de la carne (La Bella Varsovia), es el mejor de los suyos, y eso es decir mucho. Si La domesticación es un libro atravesado por la experiencia de la paternidad y los cuidados, el de Pardo lo está por la ruptura y por esa errancia tan del autor, irresistible, que en este libro adquiere categoría de genialidad en muchos tramos.
Un poco más allá ha caído la poesía completa de Víctor M. Díez (A un amanecer, otro crepúsculo, en Dilema), lo cual me da pie a dedicar este párrafo a recordar que también se ha reunido la obra completa de Álvaro Salvador (La guarida inútil, Fundación Lara) o del añorado Ángel Guinda (Vida ávida, Olifante), a quien habrá que dedicar otro lunes. Y, ya que estamos, se ha hecho una edición de la Poesía de Diego Hurtado de Mendoza (Cátedra) y, saltando a América, han llegado recopilaciones del nicaragüense Ernesto Cardenal (Espasa), de la mexicana Coral Bracho (Pre-Textos) o del argentino Daniel Freidemberg (Dilema).
Junto a la sección santanderina editada en Andalucía (Fugas de mí mismo, antología de Lorenzo Oliván, en Papeles del Náufrago, y Las aproximaciones, de Marcos Díez, en Pie de Página), hay otra cántabra de adopción, Menchu Gutiérrez, que ha publicado con ilustraciones de Pedro Pertejo un libro muy curioso (Huésped del otro, Árdora), con momentos impagables («Una oveja separada del rebaño ha llegado hasta la playa…») y con un endecasílabo que me vendrá de perlas como epígrafe cuando escriba sobre la relación entre la poesía y las redes sociales: «Coser frente al espejo es descoser».
El veterano poeta-cardiólogo Mariano Castro está en la línea de Gutiérrez en cuando a la mirada pasmada ante la realidad, siempre cercana y siempre inasible, de la que nos creemos amigos pero que no siempre nos devuelve el saludo. En Del giro en la quietud (Olifante), castro persevera en la meditación, en la observación a ultranza, en la desconfianza ante lo perceptible, pero una desconfianza amable, vigilante pero mansa: «Si la encendida belleza del día / terrible se desangra en el ocaso, / si el rostro misterioso de la noche / palidece y muere con la aurora, / escucha con fervor / el susurro inaudible de la vida: / en su ritmo está el tiempo / y en él te encuentras tú».
Poemas ‘filosóficamente’ parecidos a éstos, aunque tal vez más abiertamente celebrativos, son los que ha publicado Fermín Herrero en Plegarias (El Mirador), pero como se trata de una turada de cuarenta ejemplares casi me parece una impertinencia recomendarlo, una falta de consideración.
Junto a esa plaquette ha caído otro Herrero que también publicó la suya en El Mirador (la casa de Francisco Sánchez Bellón, que, como en una parábola, se entregó a la poesía tras jubilarse de la banca): se trata de Víctor Herrero de Miguel, quien con Las sílabas del cielo (Pre-Textos) ha conseguido, francamente, el que creo que es mi libro favorito de lo que llevamos de 2025 (junto con Sánchez Rosillo y Pardo, cada cual en su registro). Lo de este hombre es un escándalo de paz: «Un rato junto al río es suficiente. / Al lado de la orilla, / sentado junto al agua no pensar / en nada que no sea transparencia. / Unirme a la aventura de las truchas, / a la espera del álamo que sabe / que llegará la ardilla / y trepará su piel. / Ser otro de los rayos que a las cosas / iluminan, ser uno entre los seres: / el que calla y contempla. / Y amar la vida más que su sentido».
Me han gustado mucho también los Rincones de ambigua geometría (La Bella Varsovia), de Ignacio Vleming, y En tu piscina de esmeraldas calculé y lloré (Ultramarinos), de María García Díaz, y el experimento reparador que Helena Mariño ha hecho en Podría poner el mundo (Ril), y los poemas suecos de Fernando Sanmartín (Costa Oeste, en Papeles Mínimos), y por supuesto El tema (Pre-Textos), de Manuel Mata, uno de mis poetas favoritos, pero estoy viendo que allá, al borde del colchón, ha caído precisamente Los bordes (Letraversal), de María Limón, y con él llegan los aplausos a las óperas primas. Vamos a terminar citando los debuts que me han gustado, que son San Sebastián de los Reyes (Ultramarinos), de Alejandra Arroyo, o Salto de fe (Rialp), de Marcos Nogales.
Pero lo de María Limón es algo un poco distinto, aunque está muy en cierta línea de la poesía más reciente. ‘Huérfana de mí misma’ y centrada entre las tensiones entre el ‘yo’ y los ‘tú’, o muy particularmente, me parece, entre el ‘yo’ y el ‘yo’, con ajetreo familiar, secretos, vulnerabilidad, inseguridades, temores, silencios y liberaciones, hay también alegría interior aleteando, frescura implícita y locura constructiva o cuando menos creativa: «Rasgue la piel / porque creí encontrar // un vacío suficiente // un espacio ilimitado // una tierra extensa // donde acogerte / sin restricciones».