John McGahern: en la temible oscuridad
Las obras de este irlandés llevan inscritas la aridez y la enloquecedora falta de afectos en la que había crecido

Ilustración de Alejandra Svriz.
Considerado como uno de los grandes novelistas de la literatura irlandesa posjoyceana, y en especial como uno de sus mejores cuentistas, John McGahern (nacido en Dublín en 1934 y fallecido en 2006) estuvo marcado por una infancia y adolescencia de gran dureza que le perseguiría literariamente, como un fantasma del que era imposible evadirse, a lo largo de toda su obra. Tanto sus seis únicas novelas publicadas como sus distintas recopilaciones de cuentos llevaban inscritas en su interior más doloroso la aridez y la enloquecedora falta de afectos en la que había crecido y que, en lugar de devastarlo anímicamente, como hubiera sido lo más lógico, paradójicamente lo formaron al modo de una perversa contraeducación, reconducida hacia la piedad y el humanismo, tanto como persona como en el magnífico escritor en que luego se convirtió.
El reducido y claustrofóbico infierno o cárcel familiar en la que vivió en sus primeros años produjo páginas de una altísima calidad literaria, cristalizadas con una concisión y sequedad estremecedoras, de la que estaba siempre ausente cualquier sentimentalismo o manipulación emocional en busca de la compasión ajena. Nacido en Dublín, pero crecido en Corramahon, un pueblo situado cerca de la pequeña ciudad de Ballinamore, en el sureste del condado de Leitrim, en la profunda y más apaleada Irlanda rural que en otras épocas había sufrido la plaga de hambrunas que diezmaron muchas de sus devotas y numerosas familias católicas, John McGahern se quedó muy pronto huérfano de madre, una bondadosa maestra de pueblo, y se trasladó a vivir a un recóndito lugar en el condado de Roscommon, donde su padre había sido destinado como policía local. Su primera novela publicada, The Barracks (La caserna, de 1963), ambientada en los cuarteles donde vivían, daba ya cuenta de aquel universo desolado y sin piedad que presagiaba lo peor. Pero sería con su terrible y de nuevo autobiográfica novela, La oscuridad, de 1965, cuando se produjo el escándalo. Un escándalo que revelaría sin hipocresía ni concesión ninguna a lo públicamente soportable, con toda su crudeza, lo que había dado pie a tan siniestro y singular bildungsroman, el mismo que seguiría escribiendo y traspasando a la literatura, obsesivamente, hasta su último suspiro escrito, que fue en este caso el libro Memoir, publicado un año antes de su fallecimiento.
Ausente ya su adorada madre del ámbito familiar, el pequeño John (Mahoney en la novela La oscuridad) se quedó con sus hermanos en manos de un abusador y violento maltratador doméstico, su padre, que sufría constantes cambios de humor y que los golpeaba sin cesar a todos ellos, sin mediar excusa alguna. Un ser perturbado y cruel al que probablemente el cargo de sargento en una pequeña comunidad amedrentada preservaba impunemente de toda culpa y de cualquier mirada o acusación «inconveniente». Un primo cura, cómplice, silencioso, y en ocasiones activo, de toda aquella brutalidad y abusos, incluso de género sexual, era el mentor en cierta manera y el encargado de orientar al vivaz e inteligente Mahoney hacia la salida más recurrente en aquellos días: el sacerdocio. Mahoney, sin embargo, tenía grandes dudas acerca de su vocación y, en cambio, sí tenía muy claro seguir sus estudios como fuera, siempre a pesar de su fracasado y vengativo padre que ingeniaría mil artimañas para torpedear sus ansias de escapar de aquella espiral de ignorancia, sumisión, odio y recelo hacia todo lo que de bueno y esperanzador pudiera ofrecer la vida.
Pero el pequeño era tenaz, y a contracorriente de «la intensidad del odio» y del aborrecimiento mutuo en el que se movían cotidianamente, no dejó nunca de lado la fe en el futuro, ni quiso expulsar de su vida «el anhelo de confiar», ya que «el mundo por cuenta propia era un lugar frío». El libro, como era de esperar para la época en la que se publicó, en la que una perfecta conjunción Iglesia-Estado aún cerraba a cal y canto toda posibilidad de lavar los trapos sucios de la familia en público, sería prohibido y acusado de «pornográfico». McGahern sería expulsado de su trabajo de profesor y se vería obligado a emigrar a Inglaterra, donde permaneció varios años, antes de regresar a su Irlanda natal.
Maestro de las piezas breves, sus muy celebrados y magníficos Cuentos completos, verían la luz por primera vez en 1992 (con algunos añadidos en ediciones posteriores). Entre ellos destacaban el magnífico y terrible «Corea», «Reloj de oro» o «Paracaídas», que obtendrían un enorme éxito de público y lo devolverían al lugar natural que se merecía entre todos los brillantes genios, desde Joyce a Frank O’Connor, Brendan Behan o Flann O’Brien, por citar sólo algunos, que había alumbrado su literaria y rebelde tierra. Ambientados algunos de ellos en un Dublín urbano, poblado de melancólicos y grises amores muchas veces fracasados, en la recopilación tenía un lugar privilegiado, como siempre, la presencia de lo que más conocía y había vivido, antes y después de su regreso, tras años de exilio: la Irlanda rural de las carreras de galgos, de la pesca en los ríos, de las apuestas y los partidos de fútbol, de las miserias y los vergonzosos secretos familiares o de esas leales y silenciosas amistades basadas en cuatro o cinco palabras y en unos pocos gestos escuetos que rompían por un momento la soledad. Pero, sobre todo, una y otra vez, la gran protagonista en sus relatos y novelas volvía a ser esa bellísima y dura Irlanda introspectiva de las pocas palabras y de las innumerables pintas de cervezas consumidas en la taberna de cada lugar, a última hora del día, que les hacían olvidar por algunos instantes a todos ellos la precariedad y la pobreza de sus vidas y de sus trabajos, de sus afectos y cosechas siempre amenazadas.
Por su parte, la última y espléndida novela de McGahern traducida recientemente en nuestro país, Entre todas las mujeres, quinta de su producción, aparecida en 1990, cuenta la historia de tres hermanas, Maggie, Sheila y Mona, en la Irlanda rural del siglo XX. Lo que todas estas mujeres tienen en común es a un mismo padre, Moran, veterano de la Guerra de la Independencia, marcado para siempre por su lucha en las filas del IRA, que ahora gobierna con mano de hierro la casa y reina de forma tiránica sobre la vida de toda su familia. Si bien las tres mujeres permanecerán decididamente unidas a esta familia a pesar de su partida del hogar común, este no será el caso de Luke y Michael, los dos hermanos, que se opondrán violentamente a la voluntad de Moran y abandonarán a la familia.
Como dijo en su día el propio John McGahern, citado por en el prólogo de esta novela por su traductor, Ángel Erro, «todo el país está formado por familias y cada una de ellas es una especie de república independiente». Antaño poderoso, Moran, ahora, en cuanto echa la vista atrás al pasado de su nación, no puede dejar de sentirse amargado: «¿Y qué conseguimos con eso?», se preguntará al referirse a la independencia irlandesa. «Un país, si los escucháis a ellos. Algunos de nuestros chicos en los puestos de importancia en lugar de esa camarilla de ingleses, pero más de la mitad de mi propia familia trabaja ahora en Inglaterra. ¿Para qué sirvió? Todo fue una farsa».
Moran ejerce una autoridad dictatorial e incontestable dentro de su hogar. Es la imagen de un verdadero patriarca, tan exasperante como entrañable, obstinado, autoritario, salvaje, a menudo cruel, que ha mantenido a sus hijas, sobre todo, en el miedo y la sospecha. Nunca saluda a nadie fuera de la casa y para él sólo cuenta su familia: dentro de la casa el mundo exterior está desterrado por completo. Y para sus hijas, también solo contará Moran, su amado y respetado padre, tan temido como venerado. Atrapadas en su sombra y dentro de las paredes de su casa, tendrán la impresión de congelar el tiempo y de que nunca morirán.
Mientras tanto, Moran tratará de gobernar eternamente, bajo sus propias condiciones, la vida aún joven de sus hijas y ellas nunca abandonarán del todo la propiedad familiar, a pesar de sus hijos y sus trabajos en Londres o Dublín.
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