Pedro G. Cuartango: «Vivimos en una sociedad donde se impone la autocensura»
El reconocido periodista habla con THE OBJECTIVE sobre la publicación de su último libro, ‘El enigma de Dios’
Una de las voces más singulares del periodismo español, Pedro García Cuartango, ha desarrollado una extensa trayectoria en medios como El Mundo, del que fue director, y ABC, donde es columnista. Su estilo, alejado de la crispación y las prisas cotidianas, lo ha convertido en un referente. Cuartango es más que un periodista: es un lector incansable, un cinéfilo apasionado, un filósofo por vocación y un escritor que en los últimos años ha publicado libros de ensayos que invitan a detenerse y hacerse preguntas esenciales sobre la vida, el tiempo o la muerte. La publicación de su último libro, El enigma de Dios, da la excusa para conversar en ‘Contrapuntos’.
PREGUNTA.- Pedro García Cuartango nos visita en ‘Contrapuntos’ porque acaba de publicar El enigma de Dios, un libro que reflexiona, básicamente, sobre la pérdida de la fe. El libro me ha gustado mucho, me ha sorprendido, me ha conmovido. Creo que es un libro, además, valiente, porque desnuda algunos de tus dolores más profundos y de tus dudas existenciales más persistentes. Podemos empezar con esas dudas.
Hay una paradoja en el libro, que también funciona como una suerte de memorias de tu vida en Miranda de Ebro, de tu infancia, en donde te manifiestas como un niño feliz. Y, sin embargo, también dices que alcanzas tu plenitud intelectual una vez que descubres –o más bien pierdes– la fe en Dios. ¿Cómo concilias esa paradoja?
RESPUESTA.- No la logro conciliar todavía. Es cierto que nací en una familia muy integrada. Tuve una educación católica, tenía una intensa fe de niño. Estudié en una escuela parroquial, era monaguillo. Pero cuando vine a Madrid, con 17 años, para estudiar Filosofía y Periodismo, se me reveló un mundo nuevo. Salía de un entorno muy protegido, de una familia católica, y aquí, en la universidad, en el Colegio Mayor San Juan Evangelista, donde vivía, descubrí, por ejemplo, la filosofía existencialista, las luchas sociales que había en España en aquel momento, los debates intelectuales. También la libertad sexual, que fue muy importante. Todo eso me produjo una gran conmoción. Y, de alguna forma, mi fe se derrumbó. Fue un proceso bastante rápido. No fue una lenta transición, sino que, en el plazo de unos meses, me di cuenta de que había perdido esa intensa fe que había tenido hasta los 16 o 17 años.
P.- Estamos en 1972. Te has mudado de Burgos a Madrid para estudiar Periodismo en la Complutense y ahí tienes esta crisis de fe, que es muy veloz. En el libro haces previamente un elogio –que me gustó mucho– de tu maestro de primaria, que me recordó un poco a la sensación que tenía Albert Camus con su profesor Louis Germain.
R.- Es el mismo sentimiento que yo albergo y que él expresa incluso en su discurso de aceptación del Nobel.
P.- Y luego le manda una carta muy conmovedora.
R.- Una carta conmovedora de la que yo podría suscribir todas sus palabras. Estoy profundamente agradecido a mi maestro. Se llamaba José María Suso. Fue mi maestro en una escuela donde había niños entre seis y catorce años. Allí aprendí conocimientos y valores. Fue una persona esencial en mi formación. Estoy profundamente agradecido y en deuda con él. Creo que fue, junto con mi padre, la influencia más importante en mi vida.
P.- Hay una reflexión también sobre la vida en Miranda de Ebro que me gusta mucho, porque cuentas esos fugaces momentos de felicidad infantil: salir a pescar con tu padre, pasear por la ribera del río… Cosas mínimas que hoy vives con una enorme nostalgia. ¿Por qué no compartes un poco esa sensación?
R.- Así es. Yo creo que, además, cuando somos felices, somos inconscientes. No pensamos en el tiempo ni en lo que estamos viviendo. Con el paso de los años, me doy cuenta de que mis años de vida en Miranda, hasta los diez, fueron muy felices. Tenía mucha libertad, podía ir al río con mis amigos, me pasaba el día jugando al fútbol. Estaba en un entorno muy protegido. Fui un niño en contacto con la naturaleza, sociable, y recuerdo esa etapa como de gran felicidad. Realmente disfrutaba de vivir con la ilusión de la infancia, con su enorme curiosidad. Ahora, con el paso del tiempo, tengo la sensación de que aquello fue un paraíso perdido. También es probable que la memoria tienda a recrear un pasado que no existió, o a mitificar. Soy consciente de que la memoria tiene trampas, pero sinceramente creo que esos años de mi infancia fueron los más felices y los que más añoro.
P.- Hay otro rito de paso muy emocionante que cuentas en tu libro, y es cuando tu abuelo, con 18 años recién cumplidos, te regala el reloj que había sido suyo, heredado de tu bisabuelo. En cierto sentido, brinca la generación que le correspondía, la de tu padre.
R.- Sí, fue un salto generacional, porque mi abuelo tenía una relación muy difícil con mi padre, quizá por razones políticas. Mi abuelo había tenido simpatías republicanas, fue represaliado por sus ideas después de la guerra, y chocaba con mi padre. Sin embargo, como yo era su nieto mayor, sentía una gran devoción por mí. Creo que ese reloj simbolizaba una transmisión entre generaciones: conocimiento, experiencias, y también la continuidad biológica de la estirpe familiar.
P.- Pero al mismo tiempo tienes la valentía de reconocer que lo perdiste.
R.- Lo perdí. Y todavía no entiendo cómo. Creo que lo dejé en casa de mi madre, y en algún traslado desapareció. No lo sé. Hace más de treinta años que lo perdí, y sigo dándole vueltas. Me parece imposible haberlo perdido.
P.- Tu abuelo era votante de Azaña, y tu padre, líder de Acción Católica en Miranda de Ebro… ¿Reproduces tú ese enfrentamiento entre ellos, con tu propio padre?
R.- Lo he pensado muchas veces.
P.- Con él tienes bastantes diferencias políticas.
R.- Yo a mi padre le admiro mucho. Es quizá la persona que más me ha influido. Era de una extraordinaria honestidad intelectual y de una gran generosidad. Pero chocaba con él por razones políticas. Mi padre era líder de Acción Católica en Miranda, una persona muy respetada, muy influyente. Fue el único que se atrevía a enfrentarse a los falangistas. Durante la Transición, sobre todo tras la muerte de Franco, dio un giro muy conservador. Ya era una persona de derechas, con valores tradicionales, pero entonces se volvió aún más conservador. Y yo, que tenía entonces 19 o 20 años, chocaba con él de forma total.
P.- Y en el fondo, lo cuentas en el libro, te lamentas de ello.
R.- Sí. Creo que fue un error, una injusticia por mi parte, porque evidentemente mi padre no podía cambiar. El que tenía que haberle comprendido y haberse acercado era yo. Y en cambio mostré con él una actitud de absoluta oposición, de rechazo, de enfrentamiento, incluso de menosprecio. Ese es un pecado que llevo en el alma.
P.- También cuentas, incluso te duele, no haber estado más cerca de él en su enfermedad y en su muerte.
R.- Así es. Ese abismo que había entre él y yo no lo pude romper en los casi cuatro años desde que fue diagnosticado de ELA, la esclerosis lateral amiotrófica que le condujo a la muerte. Estuve cerca de él y sufrí muchísimo por su enfermedad, pero me faltó el valor o la sensibilidad para pedirle perdón o acercarme verdaderamente a él.
P.- ¿Y piensas que él lo estaba pidiendo? ¿O se conformaba con que estuvieras cerca?
R.- Yo creo que él no me lo pedía, sinceramente. Creo que me quería porque era su hijo, y no necesitaba que le pidiera perdón. Le bastaba con la cercanía. Pero a mí no me bastaba. El que tenía que haber dado el paso era yo. Mi padre murió con 65 años, y ahora yo tengo 70. Fue una muerte muy cruel, muy dura. Y eso todavía me genera pesadillas.
P.- En el libro no hablas tanto de tu vocación periodística, aunque ha regido el curso de tu vida, pero sí de tu vocación lectora. Es también una especie de tratado de las lecturas que te han formado, tanto literarias como filosóficas. ¿Tienes un recuerdo de cuándo descubriste esa pasión por la lectura?
R.- Sí, desde que tenía, no sé, seis, siete u ocho años, cuando aprendí a leer. Mi padre me prohibía leer en la cama, y yo cogía la lámpara de la mesilla y la metía debajo de las sábanas para poder leer. Y cuando estaba comiendo, tenía un tebeo o un libro de la editorial Juventud entre las piernas, y mi padre siempre me reñía por eso. Ya en mi adolescencia, con 13 o 14 años, me iba por las tardes a los pinares de la Cartuja, en Burgos, y me llevaba libros de Dostoievski, Tolstói, Chéjov… Entonces mi padre me decía: «Hijo, la literatura rusa te va a volver loco». Siempre he sido un lector impenitente. Y lo repito a mis amigos: yo no he leído por necesidad de tener un nivel cultural o para exhibir conocimientos, sino por pasión, por necesidad vital.
P.- Bueno, eso se nota en el libro. Hay muchas glosas y referencias literarias que se perciben vividas desde dentro, con enorme intensidad. Y al mismo tiempo, las vinculas a problemas filosóficos. Mi siguiente pregunta sería: ¿cuál es tu método de lectura de la filosofía? Porque tú estudiaste periodismo, pero aquí hay una lectura a fondo de Spinoza, y en el trasfondo se perciben también a Hume, Platón, Aristóteles… Hay una formación filosófica importante.
R.- Sí, porque me he esforzado en ello. Yo quise estudiar Filosofía, pero la dejé porque la que se impartía en la Complutense era una filosofía escolástica, una filosofía muerta. También pasé un tiempo estudiando en la Universidad de Vincennes, en París, durante unos meses. Pero siempre he tenido una gran vocación por los grandes filósofos, especialmente por Spinoza, que ha sido muy influyente para mí. Su Ética estuvo durante muchos años en mi mesilla de noche. A los filósofos me he acercado directamente, sin intermediarios. Los he leído con gran esfuerzo. Por ejemplo, me costó muchísimo leer la Crítica de la razón pura, que es un libro complejo, difícil de entender, y que además no se esfuerza en ser accesible. Lo mismo me ocurrió con la Fenomenología del espíritu, de Hegel. O Ser y tiempo de Heidegger. Ernst Bloch decía que la primera vez que leyó la Fenomenología no entendió nada. A mí me pasó lo mismo. Pero la volví a leer una segunda y una tercera vez, y acabé por entender al menos una parte. Creo que los grandes filósofos son grandes creadores de lenguaje, y no hay nada más instructivo, más rico intelectualmente, que acercarte a ellos e intentar comprenderlos e interpretarlos.
P.- Es curioso, porque también da la impresión de que te acercas a ellos –pero corrígeme si me equivoco– buscando una respuesta que te atormenta desde los 18 años, cuando perdiste la fe: si la filosofía puede ofrecer una respuesta a la existencia o inexistencia de Dios.
R.- Ese es un reproche que me hace mi hija, que es intensamente católica, y también algunos amigos. Me dicen: «Te has acercado al problema de Dios y de la fe solo desde la filosofía, desde la razón. Te has negado a aceptar el mensaje de Dios. Eres una persona cerrada a lo espiritual, que solo mira el plano racional y no el sentimental». Y creo que tienen razón. Pero es que para mí la búsqueda de Dios tiene que ser racional, y si no, a mí no me convence. Por lo tanto es verdad: he buscado a Dios al leer a Kant, a Hegel, a Hume, incluso en filósofos como Sartre, que son rotundamente ateos y que al final desembocan en una filosofía pesimista, en una negación del sentido de la vida. Pero, a pesar de todo, lo he buscado ahí.
P.- En esa búsqueda haces una reflexión que me parece muy valiosa. Si la fe es un atributo de la divinidad, si es una gracia que Dios otorga, nadie me puede reprochar que yo no la tenga, porque no es mi responsabilidad.
R.- Así es. Ese me parece un argumento bastante difícil de rebatir. También mis amigos y algunos teólogos rebaten esa argumentación y vuelven a decir que hay que tener una actitud de apertura a la fe, que yo no tengo. Pero efectivamente, ahí hay una contradicción. La doctrina católica afirma que la fe es un don gratuito de Dios. Y entonces uno dice: pero ¿por qué se lo da a unos y a otros no? ¿Es que Dios actúa con arbitrariedad? A mí me sigue pareciendo una objeción bastante difícil de responder.
P.- Hay otra que atraviesa el pensamiento filosófico y que todos los que se acercan a estos temas tienen que responder, y es: si Dios existe, ¿por qué existe el mal?
R.- No… eso no tiene respuesta. El propio Benedicto XVI, en Auschwitz, se preguntó: «Dios mío, ¿dónde estabas? ¿Cómo permitiste que esto sucediera?». El mal no tiene respuesta. Ahí está el debate entre Voltaire y Leibniz sobre el terremoto de Lisboa. Es imposible entender la destrucción que se produjo en Lisboa en 1755, cuando en unos pocos minutos la ciudad quedó devastada. Murieron 30.000 personas. Es muy difícil entender eso y conciliarlo con la existencia de Dios. Leibniz decía que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y que si eso ha pasado, pues ha pasado en cierta forma por la voluntad divina. Voltaire se negaba a aceptar esa tesis y decía que evidentemente Dios no interviene en los asuntos de este mundo, y que el desastre era producto de la naturaleza.
P.- No solo se niega, sino que hace en Cándido, una sátira genial, pero te interrumpí.
R.- No, es perfecta la acotación. Efectivamente, sigo sin entender por qué Dios permite, por ejemplo, las guerras que producen la muerte de niños inocentes, las hambrunas en África, el genocidio de Pol Pot. ¿Cómo es posible que Dios permita eso? Entonces, los teólogos católicos dicen: existe el libre albedrío, existe la libertad, y como existe la libertad, el hombre puede hacer el mal. Pero yo respondo: ¿qué responsabilidad tiene un niño recién nacido al que le mata una bomba? Entonces, me parece que esa respuesta del libre albedrío es insuficiente para explicar la existencia de un Dios bondadoso y omnipotente. Creo que es irreconciliable.
P.- Al mismo tiempo, hay una reflexión sobre la banalidad del mal, que es un tema que también te interesa y que atraviesa el libro. De hecho, haces un seguimiento de Hannah Arendt, de donde viene la frase y la reflexión a través del juicio a Eichmann en Jerusalén. ¿El mal es banal siempre? ¿O cuál sería tu conclusión ahí?
R.- No, el mal no es banal. Yo creo que hay un gran debate sobre la naturaleza del mal, si el mal existe o no ontológicamente, a lo largo de la filosofía. Pero el mal no es banal. Personajes como Hitler, Stalin o Pol Pot eran criminales que operaban con absoluta racionalidad y produjeron una enorme devastación. Y tienen una gran responsabilidad moral. En ese sentido, el Holocausto no se puede banalizar. Lo que sí es cierto es que Eichmann, en el juicio en Jerusalén, alegaba que era un funcionario que se limitaba simplemente a cumplir órdenes, y que lo único que hacía era programar los horarios de los trenes –porque era lo que hacía: programaba los trenes que iban a Auschwitz, a Treblinka. Entonces, en ese sentido, el mal es posible porque hay personas que lo banalizan. Hay personas que ejecutan las órdenes, que las cumplen, y se consideran meros apéndices, meros ejecutores de algo que viene de más arriba y sobre lo cual no tienen responsabilidad. Y yo eso no lo acepto. Todos tenemos responsabilidades. Y Eichmann tenía una responsabilidad indudable sobre el genocidio. Pero eso no significa que el mal sea banal. Sí hay personas que banalizan el mal para poder eludir su responsabilidad.
P.- Eso es lo que denunciaba Étienne de La Boétie en La servidumbre voluntaria.
R.- Es muy poco conocido. El amigo de Michel de Montaigne. Efectivamente. Es una reflexión que se hizo en el siglo XVI y que sigue teniendo una enorme validez. ¿Por qué se perpetúan en el poder los dictadores? Porque existen las personas –como he dicho antes– que hacen funcionar la administración de un país, etcétera, y se pliegan a aceptar órdenes manifiestamente injustas, que aceptan servir a causas a todas luces injustificables y malvadas. Yo creo que hay una reflexión inquietante sobre la naturaleza humana. Y eso lo hacía muy bien Elias Canetti en Masa y poder: cómo la gente, al final, diluye su responsabilidad, diluye su personalidad en un orden que emana de arriba, en una especie de autoridad a veces impersonal, por la cual las personas se convierten en meros números o meras abstracciones.
P.- Hay un reproche que te hacen tus amigos católicos y teólogos: que te acercas a lo trascendente desde la razón y no lo encuentras. Y también hay un reproche por parte de tus amigos ateos, que te acusan de acomodarte en el agnosticismo. Aunque, si uno lee con cuidado el libro, creo que estás más cerca del ateísmo que del agnosticismo.
R.- Quizá estoy más cerca del ateísmo, pero… Pero es que yo realmente no puedo responder a la pregunta de si existe Dios.
P.- Lo tratas en 300 páginas…
R.- Al final, en la primera página y en la última, digo que no llego a ninguna conclusión. Porque es la verdad. Es decir, nadie ha vuelto de la muerte, nadie puede afirmar categóricamente que Dios existe o no existe. Y hay un hecho: el universo en el que vivimos nació de una gran explosión hace 13.800 millones de años. La materia surge de la explosión de una pequeña partícula. Y, por lo tanto, la pregunta es: ¿de dónde surge la materia?, ¿quién crea ese mundo en el que vivimos, que tiene que surgir de algo? Yo se lo pregunté a Stephen Hawking. Y me respondió: de una leve oscilación de la nada.
P.- Es casi un pensamiento teológico.
R.- Claro. Y además es que es una tautología que no me convence en absoluto. La pregunta sigue abierta. Y obviamente no hay respuesta.
P.- Hay otra parte del libro que te importa mucho, y es la de aquellos escritores que, a través de su obra, perfilan mejor una época que cualquier racionalidad o pensamiento. Por ejemplo, lees con mucho cuidado El proceso, de Kafka, que anticipa los estados totalitarios. ¿Es la literatura una forma de conocimiento? ¿Cómo la vives tú?
R.- Yo creo que no hay ninguna diferencia entre leer y vivir. La literatura, por supuesto, es una forma de conocimiento. Yo he conocido la Rusia del siglo XIX, he vivido en ella gracias a las novelas de Dostoievski, y he vivido, no sé, la Francia rural del siglo XIX a través de Madame Bovary, de Flaubert, o a través de lo que escribió Balzac. O sea, yo he vivido a través de los libros. No hay ninguna oposición entre leer y vivir. Para mí es exactamente lo mismo.
P.- Pero, claro, eres consciente de que te interesa cierto tipo de literatura que pone en cuestión ideas o que pone en duda los valores establecidos.
R.- Sí. No me gusta la literatura de entretenimiento, no leo eso. Me gustan los clásicos. Homero, por ejemplo: tanto la Odisea como la Ilíada son dos referencias permanentes en mi vida. Pero, sobre todo, me ha fascinado la novela del siglo XIX. Y yo creo que en esos libros hay una reflexión existencial, no solamente la descripción de un modo de vida. Como decía Marx, que Balzac había pasado un espejo por la sociedad francesa. Eso es así. Pero, además, hay toda una indagación casi metafísica sobre la naturaleza del ser. Y eso es lo que confiere grandeza a estos grandes escritores: que van mucho más allá de lo que cuentan y que, al final, nos ponen frente a un espejo en el que nos planteamos quiénes somos, qué hacemos y a dónde vamos.
P.- Hay también una reflexión en todo el libro sobre el papel que juega el azar. Citas constantemente el libro de Jacques Monod, el Premio Nobel francés, El azar y la necesidad, y cómo uno está condicionado por la familia, los genes, la educación. Pero, al mismo tiempo, cómo la vida en realidad pudo tener derroteros distintos. Y eso lo llevas a muchas otras facetas. ¿Por qué no explicas un poco?
R.- Yo creo que, como digo en el libro, y como tú lo has planteado muy bien, somos una mezcla del azar y de la necesidad. Naturalmente, nacemos con una herencia genética, en un tiempo, recibimos una cultura. Pero luego hay muchas cosas que dependen del azar. A lo mejor la mujer con la que decido compartir mi vida la he conocido porque, en vez de ir a la izquierda en un cruce, fui a la derecha. Hay muchas cosas que te pasan en la vida que son imprevistas, que son producto del azar.
P.- Y que la determinan.
R.- Y que la determinan totalmente. Por ejemplo, un trabajo que te ofrecen un día que estás en un bar tomando una copa, o que te produce un accidente de coche por un descuido… Todo eso es producto del azar, es algo totalmente imprevisible y, hasta cierto punto, caprichoso. Por lo tanto, nuestra vida es una especie de combinación del azar y la necesidad. Y no sé cuál de las dos pesa más. Creo que ambos factores son muy poderosos. A veces estoy más tentado a pensar que somos más producto del azar que de las leyes de la biología y de la necesidad.
P.- Pero al mismo tiempo, en el libro hay una defensa de la libertad como el refugio último del ser. «Estamos condenados a ser libres», dices varias veces. Y la libertad es una forma de elegir, y por lo tanto, de dirigir el azar, en cierto sentido.
R.- Sí. Es que el azar no nos evita que tengamos que tomar decisiones. El azar existe, pero también existe la libertad. Como dice Sartre –esa frase suya–: «estamos condenados a elegir». Yo creo que el hombre carece de esencia –esa es la idea básica del existencialismo–, y tiene que llenar ese vacío a través de sus actos, de sus decisiones. Y estamos condenados a decidir. En ese sentido, incluso un condenado a muerte es libre hasta el último momento de aceptar o no aceptar lo que le pasa. Yo creo que el hombre es un ser libre. Tiene que asumir las consecuencias de sus actos y tiene que elegir. Y veo una inquietante tendencia en la sociedad española actual –me refiero a la vida política– a la no asunción de responsabilidades, a un discurso fatalista. Y yo creo que eso, moralmente, es una actitud nefasta. Creo que la libertad humana consiste básicamente en elegir y en asumir esas responsabilidades. Las personas que no asumen responsabilidades creo que son personas moralmente miserables, y que al final producen un enorme daño a su entorno.
P.- Hay otro elemento del libro, y es una especie de tono nostálgico que atraviesa todas las reflexiones. La forma en que miras tu pasado, tu infancia, tus amigos… La velocidad con la que pasa el tiempo, y cómo se acelera, ¿no? Y también hay una especie, cómo decirlo, de sensación de inutilidad de las cosas. ¿Cómo haces compatible eso con la voluntad de sentarte a escribir un libro, con la voluntad de ir a trabajar todos los días, de escribir tu columna? Porque hay una tensión inevitable.
R.- Eso seguramente tiene que ver con ese vacío existencial que tenemos que llenar, que llenamos a través de nuestros vínculos familiares, del trabajo, de nuestras pasiones. Yo creo que tengo una visión muy negativa del paso del tiempo. Y me doy cuenta de que casi todos los empeños en la vida humana son efímeros y, a veces, vanos. Cuántas veces luchamos por algo y, cuando lo hemos obtenido, nos damos cuenta de que no era eso lo que queríamos. Pero, sin embargo, tenemos que seguir andando. En cierta forma, la vida es el camino y no la meta, porque yo creo que no hay ninguna meta. Y bueno, yo soy una persona muy apasionada. Disfruto mucho de un libro, de un partido de fútbol, de una conversación con un amigo. Y eso es una compensación de ese pesimismo existencial que tengo, de ese vacío que está ahí, de esa incertidumbre sobre el futuro. Y también de esa sensación de envejecimiento que me agobia mucho. Y al final, pues la única manera de compensar, de intentar combatir eso, es aferrarte al presente.
P.- Y te interesa mucho la reflexión del tiempo, de Bergson, la idea de que el tiempo es relativo.
R.- Creo que efectivamente esa idea lineal del tiempo, el tiempo newtoniano, de un tiempo eterno, ha quedado totalmente derrumbada por la física contemporánea, por Einstein y, no digamos, por la física cuántica. Es decir, volvemos a la idea de Bergson de la durée, el tiempo es duración, el tiempo subjetivo. No pasan igual diez minutos de intensa felicidad que de un dolor de muelas o de una antesala burocrática, donde el tiempo se te hace eterno. Todos hemos compartido esa experiencia de la subjetividad del tiempo. Creo que eso es evidente.
En cualquier caso, si uno intenta mirar más allá, se da cuenta –como te decía– de que el universo existe desde hace 13.800 millones de años y que durará todavía cientos de miles de millones o billones de años. Al final se extinguirá por el segundo principio de la termodinámica. Entonces, ¿qué representa nuestra vida en esa inmensidad del tiempo? Nada. Es un destello, un fulgor en una noche inmensa. Por lo tanto, nuestra vida es extraordinariamente breve. No representa nada. No somos nada. Y a mí eso sí que me agobia, me produce –¿cómo decirlo?– una sensación de angustia que me cuesta mucho racionalizar.
P.- Y que llevas además a las generaciones que te anteceden. Porque, por ejemplo, piensas que con tu muerte serás la última persona viva que recuerde a tus abuelos.
R.- Efectivamente se van borrando las generaciones, se va borrando el pasado. Yo, que soy el nieto mayor, soy la única persona de mi familia que sabe cómo vivieron mis abuelos. Conocí a mis bisabuelos, conozco las historias de mi familia, y tendría que escribirlas, porque van a desaparecer cuando yo desaparezca. Y bueno, pues eso en el fondo es algo que se repite en todas las generaciones, ¿no? La memoria es algo muy frágil. Tú recuerdas a tus padres, a tus abuelos que para tus hijos y tus nietos serán personas extrañas. Y a mí eso me produce mucha desazón. Por eso vuelvo continuamente a Miranda, donde tengo un piso, y paseo por los lugares de mi infancia. Es como un intento de retener esa memoria que se va perdiendo en el tiempo.
P.- Por eso haces además esa bonita reflexión sobre los árboles y los bosques, porque trascienden varias generaciones y son testigos mudos del paso de la vida.
R.- Así es. Los chopos, que tienen un olor muy característico, el aroma de las hojas de los chopos en el río Ebro. Pues fíjate que en Miranda de Ebro ha cambiado todo. Desde que yo nací han pasado 70 años. Ya no queda nada. Bueno, el puente, algunos edificios. Pero claro, las personas han desaparecido. Pero queda el olor de los chopos en el río, que sigue siendo igual que cuando yo iba con siete, ocho años, con mis padres, las tardes de julio y agosto, a merendar con una tortilla de patatas, con una gaseosa, y me bañaba allí en el Ebro. Y eso sigue. Ese olor sigue exactamente igual. No ha cambiado.
P.- En el libro hace una confesión de tu carácter que me llamó mucho la atención, porque no es la que proyectas ni mucho menos. Y es que te confiesas irascible. ¿Si tuvieras que escoger uno de los siete pecados capitales, sería la ira?
R.- Sin duda. No he podido controlar la ira. A mis 70 años lo llevo mal, me arrepiento, pero no la puedo controlar. Y me sorprenden muchísimo mis reacciones. Digo: ¿cómo no soy capaz de controlarme?
P.- ¿Y puedes intuir qué te la provoca o es repentina?
R.- Es repentina. No es algo premeditado, sino que surge como una explosión. En mi caso, por ejemplo, me pasaba cuando jugaba al fútbol, a veces me pasa en mi familia, me pasa con mis amigos. Sufre una especie de ataques muy desproporcionados de ira cuando algo me ofende. Pero luego me doy cuenta de que es algo totalmente irracional y que no puedo controlar. Y me da vergüenza, pero no puedo evitarlo. Y me doy cuenta de que quedo en evidencia ante los demás, pero sinceramente no logro dominarlo. Es algo que llevo en mis genes o en mi educación. Yo creo que es algo genético, porque creo que mi padre y mi abuelo tenían algo de eso.
P.- Lo que es interesante es que te atreves a confesarlo y a manifestarlo como un problema.
R.- Claro. Pero es que mira, yo tengo 70 años. Si tú me hubieras hecho esta entrevista hace 20 años, no lo hubiera dicho. Pero, ¿qué tengo ya que perder a mi edad? Con la cercanía de la muerte a las puertas, el declive físico… No tiene sentido mantener determinadas máscaras. Y yo no creo en la sinceridad total. Todos tenemos secretos, cosas inconfesables. Pero esto no tiene mucho sentido negarlo, porque es una evidencia. La gente que me conoce lo sabe.
P.- Hay otro aspecto de tu formación intelectual que está muy vinculado al cine. Te importan mucho cierto tipo de cineastas y cierto tipo de películas. Y cuentas, además, cómo el cine también puede ser un instrumento para conocer y para reflejar la realidad.
R.- Digo lo mismo que con los libros: yo he vivido a través del cine. Me he pasado tardes en la Filmoteca Nacional, en Madrid, en la Cinemateca Francesa. He estado fascinado por todo el cine europeo, por la Nouvelle Vague, por Rohmer, Bergman, por Fellini… Hay tres o cuatro películas suyas maravillosas, como Mi noche con Maud. Y para mí el cine también es una forma de vivir. Pues lo mismo: la misma impresión que me pudo causar la lectura de Los demonios de Dostoievski me la produjo Jules et Jim de Truffaut. Son emociones muy conexas, porque el cine y la literatura son un lenguaje que tienen mucho en común. Y yo soy una persona que ha vivido a través del cine y de la literatura.
P.- ¿Has pensado en por qué llevas cuatro o cinco años seguidos publicando libros y antes no tenías tanto?
R.- La respuesta es muy sencilla. Tenía la vocación. Lo que pasa es que era jefe de Opinión de El Mundo y lo fui durante 26 años. Trabajaba desde las 9:00 hasta las 22:00 de la noche. Era una situación de agobio profesional y de continuo estrés. Cuando dejé El Mundo y fiché por ABC como columnista, en 2017, he tenido más tiempo y he podido llevar a cabo inquietudes que tenía y que había sacrificado durante 40 años de vida activa en los periódicos.
P.- En las lecturas que atraviesan tu libro, pese a que hablamos el mismo idioma y pertenecemos a la misma cultura, hay una cierta separación entre el universo formativo de un hispanoamericano y de un español. Noto poco interés y pocas lecturas por el mundo hispanoamericano.
R.- Yo creo que no es cierto. Aunque efectivamente, cualquier persona que lea mi libro, incluso mi anterior libro Iluminaciones, llegará a esa conclusión. Hay realmente razones de peso para pensarlo. Pero yo, por ejemplo, me he pasado todo el verano leyendo a Baroja. Soy un gran lector de Unamuno, de Valle-Inclán. Me encanta la literatura española. Como te decía antes, he leído a Octavio Paz, por supuesto. A Vargas Llosa, con el que tenía una relación personal. He leído a Carlos Fuentes. Borges me fascina. Pero claro, tú me dices: ¿y por qué no están en este libro? ¿Por qué no están en tus libros anteriores? Tienes razón. No hay, por ejemplo, ninguna referencia a Cervantes. Pues eso… ¿significa algo? No sé. Y revela también en mí una carencia, o un orden de valores en el que, a lo mejor inconscientemente, estoy minusvalorando esa aportación de la cultura española, de la cultura hispanoamericana. No lo sé. Yo no soy quién para decirlo. Pero no es algo consciente. No es que yo no conozca, por ejemplo, el Boom de la literatura iberoamericana. Evidentemente, he leído mucho a Gabriel García Márquez o Vargas Llosa. Tengo la primera edición en castellano del libro de Cien años de soledad. Lo que te quiero decir que siempre me ha interesado y me ha fascinado, pero es verdad que no queda reflejado en mis libros.

P.- Hay otro tema que creo que compartimos, y es la fascinación y el dolor por la pérdida de la cultura judía europea a raíz del Holocausto. Muchas de tus lecturas son de pensadores y escritores que pertenecían a esa tradición cultural. Y luego muchas reflexiones muy profundas sobre el Holocausto que van desde Eichmann en Jerusalén hasta El jardín de los Finzi-Contini, de Giorgio Bassani, y toda la saga de novela de Ferrara. Y muchas más que compartimos.
R.- Yo creo que hay en general, en Europa, una pérdida de esa tradición de las humanidades. Todos los primeros ministros europeos, especialmente británicos, hasta los años 50, sabían latín, habían estudiado humanidades. Eso se ha perdido. Las humanidades tienen un peso muy pequeño en la educación española, y eso está muy conexo con la pérdida de esa tradición literaria y cultural judeocristiana. Al final, ¿nosotros qué somos? Venimos de la tradición clásica de Roma y de Grecia, y también venimos de toda la cultura judeocristiana. Y esas raíces se están perdiendo. No solamente se están perdiendo, se están desdeñando. Incluso –en España ahora mismo– están mal vistas, están siendo olvidadas, e incluso hay quien las sitúa como una especie de… no sé, con connotaciones pesimistas. Entonces, yo creo que eso es un drama. O sea, tenemos que recuperar –y tú has dicho, por ejemplo, algún autor como Bassani, que me parece fundamental en las letras europeas– y lo que serían grandes escritores en ese ámbito, que yo creo que son capitales para entender Europa. Y yo, naturalmente, los he leído y los he disfrutado muchísimo.
P.- Por ejemplo, de Singer, que haces una reflexión hermosísima de sus memorias.
R.- Las memorias son increíbles. Lo que cuenta sobre su complicada vida amorosa, su problema de adaptación cuando emigró a Estados Unidos.
P.- Fue fiel a su lengua materna toda la vida.
R.- Así es. Escribía en yiddish. Y esa cultura hebrea impregna todas sus páginas. Me parece maravilloso. Hay una novela que me gusta muchísimo, La familia Moskat. Me parece increíble, una de las grandes novelas del siglo XX. También sus relatos cortos. Tiene uno sobre Spinoza que es increíble. Habría que reivindicar a Isaac Bashevis Singer como un gran escritor occidental y europeo. En España es muy poco conocido o muy poco leído. Y esa tradición se está perdiendo. Este tipo de autores cada vez tienen menos peso, y yo creo que eso es un drama. Es un drama cultural, y algo que nos empobrece muchísimo.
P.- En el libro hablas de cosas que dan pie como a pensar en otros proyectos a futuro. Por ejemplo, especulas mucho cómo pudo haber sido la conversación entre Leibniz y Spinoza. Pero también te interesa mucho la ruptura entre Rousseau y Hume.
R.- Me los he imaginado muchas veces. En el caso de Rousseau, fue tremendamente ingrato, porque tuvo que huir de Francia y Hume le acogió generosamente en su casa, y se preocupó de que le dieran una beca o unos ingresos. Y Rousseau se portó tremendamente mal con él. A mí eso me sorprende mucho. Pero Hume era una persona muy bondadosa. Se ve al leer su testamento vital, que a mí me impresionó mucho. Es muy breve. Y cómo explica cómo ha vivido y cómo quiere morir… me parece de una humanidad increíble.
P.- Que acepta, con 65 años, que está por morir, y no tiene ni culpas, ni dolores, ni reproches que hacer. Creo que un poco tu libro, El enigma de Dios, más allá de que te quede mucho por vivir, tiene algo de testamento vital, ¿no? Tiene ese espíritu.
R.- No lo había pensado, pero me parece muy sugerente la idea, y lo acepto. Y el otro caso, claro, me he imaginado… Casi podría escribir la conversación entre Leibniz y Spinoza. Me la imagino, y creo que no se apartaría mucho de lo que sucedió allí, en los últimos días de vida de Spinoza. Leibniz era un diplomático, era un hombre poderoso, un hombre de éxito, un gran científico. Y Spinoza era un hombre relativamente desconocido, que vivía como pulidor de lentes en una pequeña habitación en La Haya.
P.- Aislado, expulsado de la comunidad judía…
R.- Entonces era un encuentro muy asimétrico. Sin embargo, a nivel intelectual, creo que en esa conversación habría quedado patente la superioridad intelectual del genio de Spinoza sobre Leibniz. Y sobre todo, digamos, su ejemplo ético y su modo de vivir. Yo creo que eso es lo que le fascinaba a Leibniz, que en el fondo tenía una cierta envidia hacia lo que era y representaba Spinoza.
P.- Hay en el libro también una defensa de aquellos intelectuales, pensadores, escritores que no tienen miedo a situarse a contracorriente. Y llevas eso, sí, al presente y a ciertas, digamos, verdades que se han impuesto –aunque sean discutibles– y que la gente tiene miedo de rebatir o comentar. Desde el cambio climático hasta el feminismo más radical. Y creo que ese espíritu es el que quieres reivindicar también en tu libro.
R.- Sin duda. Me parece muy peligroso el discurso de lo políticamente correcto. Vivimos en una sociedad donde se impone la autocensura. Nadie se atreve a cuestionar el cambio climático, a cuestionar el discurso feminista, determinados discursos sobre la inmigración… Son verdades establecidas, oficiales. Y yo, evidentemente, no las acepto. Es decir, cada hombre está obligado a pensar por sí mismo. Y yo creo que hay mucho de mentira en esos dogmas. No se puede imponer la razón desde arriba. No se puede decir lo que uno tiene que pensar.
Y esto que le sucedió a Spinoza –que fue expulsado cuando tenía 20 años de la comunidad judía–, pues en cierta forma sigue sucediendo, de otra manera, mucho más sutil. Pero aquel que no comulga con esos dogmas es expulsado de la comunidad pensante, de los medios de comunicación. Y yo creo que eso es una tendencia muy inquietante de nuestra sociedad. Ese discurso que prima lo identitario, lo políticamente correcto, que establece determinadas cosas que uno tiene que pensar para ser un buen ciudadano. Yo creo que todo eso es tremendamente empobrecedor y peligroso, porque crea el germen de un nuevo autoritarismo.
P.- Ahí, en esa línea, y quizás sería una de las poquísimas críticas que haría a tu libro, cuando glosas distintos escenarios del mundo donde el mal se manifiesta, mencionas siempre la devastación de Gaza. Y me parece que, más allá de los excesos que pueda estar cometiendo el Estado de Israel, no hay que olvidar que eso es en respuesta a un intento manifiesto, abierto, claro –e iniciado– de genocidio por parte de Hamás.
R.- Sí, es verdad. Tienes razón. En el libro hago una crítica clara a la destrucción de Gaza, pero efectivamente quizá debería haber contextualizado más. Lo sucedido el 7 de octubre de 2023 fue un ataque terrorista atroz, de una crueldad inenarrable. Y es evidente que Israel tiene derecho a defenderse. Ahora bien, lo que cuestiono es que esa legítima defensa derive en una acción que haya causado decenas de miles de víctimas civiles. Porque el precio que está pagando la población palestina es inasumible desde un punto de vista moral. Pero tienes razón en que falta subrayar con más fuerza el origen de esa violencia, que es la barbarie de Hamás. Una organización fundamentalista que no busca una solución política, sino el exterminio No lo puedo rebatir, porque eso es cierto. Vamos a ver, lo que pasa es que en el libro las referencias a Gaza –aunque hay varias– son absolutamente escuetas. Yo he desarrollado lo que pienso sobre la guerra entre Israel y Hamás en mis artículos en ABC. Primero: condena absoluta y tajante de la acción terrorista de Hamás. Fue una acción criminal. Hamás es un grupo terrorista que quiere destruir el Estado de Israel. Por lo tanto, Israel actuó en legítima defensa. Eso no lo discuto. Lo que yo he criticado es el uso desproporcionado de la fuerza. No me parece aceptable éticamente ese bombardeo masivo, ese lanzamiento de misiles, que ha provocado la muerte de 60.000 civiles. Me parece que eso es desproporcionado. Es muy difícil establecer una proporción justa entre los fines y los medios, pero creo sinceramente que la acción del Gobierno de Israel excede los límites éticos y legales de la legítima defensa. Me parece que se están cometiendo crímenes de guerra, y que el Gobierno de Netanyahu debería responder ante el Tribunal Penal Internacional. Eso no significa, por supuesto, culpabilizar al pueblo de Israel ni al Estado judío. En Israel hay muchas personas que se oponen a la forma en que Netanyahu está llevando esta guerra.
P.- En el libro parece que buscas una compensación entre el alejamiento que tuviste con tu padre y la cercanía que has tenido con tu madre en su enfermedad. ¿No es una forma de darte cuenta, ya en la vida adulta, de que cometiste una injusticia e intentar remediarla en vida?
R.- Bueno, no lo sé. También es algo, yo creo, casi instintivo. He tenido una relación mucho más cercana con mi madre que con mi padre, quizá porque mi madre no tenía ideas políticas, era una ama de casa. Por lo tanto, mi vínculo con ella es mucho más emotivo, más emocional. En cambio, con mi padre la relación estuvo envenenada por las diferencias políticas entre él y yo. La enfermedad de mi madre –que tiene 99 años, sufre demencia senil y está en una silla de ruedas– ha agudizado mi pesimismo. Porque al final uno se pregunta: ¿tiene sentido vivir en esas condiciones? Cuando una persona pierde la conciencia, pierde también su esencia. Ya no es ella. Es una vida vegetativa, y me parece algo tremendamente cruel.
Es una de esas cuestiones que me cuesta comprender y que entran en contradicción directa con la idea de un Dios bueno y omnipotente. Lo que le pasa a mi madre es muy duro, incomprensible y profundamente injusto.
P.- En el libro se nota cómo tu formación filosófica, tus lecturas literarias, tu mirada al cine… pero también, quizá, ser hijo de ferroviarios, de Miranda de Ebro, ha forjado en ti una permanente fascinación por el viaje. El viaje también como una forma de conocimiento. ¿Tiene que ver con tus orígenes, con tu historia familiar de hijo y nieto de ferroviarios?
R.- Sin duda. Una duda que me acompañó durante mucho tiempo era si yo iba a ser ferroviario. Siempre pensé que lo sería. Mi padre trabajaba en el economato de Renfe, pero también mi abuelo, mis tíos abuelos –cuatro o cinco de ellos–, y mi bisabuelo. Todos trabajaron primero en la Compañía del Norte y luego, a partir de 1939, en Renfe.
P.- Y Miranda de Ebro, tu ciudad natal, era un centro neurálgico del sistema ferroviario español.
R.- Exactamente. Hasta los años 60, Miranda era la estación ferroviaria más importante de España. Trabajaban allí unas 1.500 personas. Yo creo que era incluso más grande que Atocha. Todo el centro de mantenimiento del Norte, los talleres, las conexiones este-oeste, norte-sur… todo pasaba por allí. Eso ya ha desaparecido. Hoy la estación es un ente marginal. Pero yo conocí una estación viva, enorme, donde cada cinco minutos entraba un tren, con dos quioscos de prensa, llena de movimiento. Todo eso me marcó profundamente. De ahí, seguramente, viene también mi vínculo con el viaje, no solo físico, sino como forma de conocimiento y transformación personal.
P.- Y también está ese privilegio de familiar ferroviario, de poder viajar libremente…
R.- Claro. Teníamos un «kilométrico», que era un pase que nos permitía viajar gratis a toda la familia por toda España. Además, yo conocía a los maquinistas, conocía la estación como mi casa. Estuve completamente integrado en el mundo del ferrocarril hasta los diez años, que fue cuando dejé Miranda. Y eso, naturalmente, me marcó muchísimo. Lo asocio a la felicidad de mi infancia.
P.- Por último, dos preguntas. Una todavía dentro del marco de tu libro. En él se recoge una discusión que mantienes con Dios, la ciencia, las pruebas. El albor de una revolución, un libro que postula que la ciencia moderna demuestra la existencia de Dios. ¿Qué opinas?
R.- Sí, lo he leído. Es un libro interesante. Aunque, siendo precisos, ellos no afirman categóricamente que Dios existe. Lo que dicen es que la ciencia moderna vuelve a avalar la alta probabilidad de que Dios haya creado el mundo. No lo pueden demostrar, claro, pero su argumento es que los grandes avances científicos del siglo XX –el evolucionismo de Darwin, la psicología de Freud, el marxismo– parecían apuntar a una visión del mundo donde Dios era innecesario, una ilusión, como decía Feuerbach, que por cierto, es un autor que me gusta mucho. Sin embargo, los descubrimientos más recientes de la física –el Big Bang, la génesis de la materia– vuelven a plantear el problema. Hay causas científicas que permiten reforzar la hipótesis de que un Dios creador pudo estar en el origen. La mejor prueba, para mí, fue cuando le planteé a Stephen Hawking la pregunta sobre el origen de la materia… y no me respondió. Y si Hawking no puede responder a eso, entiendo que haya científicos creyentes que justifiquen su fe con base en esa laguna del conocimiento.
P.- Y te quiero hacer una última pregunta que le hago a todos mis invitados: ¿podrías recomendar un libro que, en tu opinión, nadie debería dejar de leer en este mundo sublunar? La idea es que un solo libro es poco, pero entre todos vamos construyendo una biblioteca colectiva.
R.- Este año se cumple el 150 aniversario del nacimiento de Thomas Mann, y yo creo que La montaña mágica es uno de los grandes libros del siglo XX. Es una gran novela que, a través de la metáfora del sanatorio de Davos, retrata la crisis europea en el periodo de entreguerras. Me parece altamente recomendable por muchas razones. No tenemos tiempo para entrar en todas ellas, pero es una novela a la que siempre vuelvo, porque me resulta apasionante y profundamente enriquecedora.
P.- Y de hecho haces un análisis muy detenido de ella en tu libro. Es fascinante. A mí lo que más me sorprende es que todos, menos Hans Castorp, saben desde el principio que está enfermo y que va a acabar quedándose en el sanatorio.
R.- Bueno, yo creo que desde la primera página se intuye. Es bastante claro.
P.- Es una metáfora muy poderosa.
R.- Claro. Es una metáfora de Europa: Europa está enferma, pero no es consciente de su enfermedad. Y luego están esos diálogos tan intensos, en la mitad del libro, entre Naphta y Settembrini: el integrista, el fanático religioso, frente al liberal escéptico, el librepensador. Ese duelo ideológico entre el dogmatismo y la razón, entre la fe y el escepticismo, refleja muy bien la tensión de las primeras décadas del siglo XX.
P.- Pues nos quedamos con El enigma de Dios y con La montaña mágica de Thomas Mann.