'El sueño del jaguar': Miguel Bonnefoy reinventa el realismo mágico
El escritor franco-venezolano escribe una novela familiar situada en una Venezuela llena de color

Fragmento de la portada del libro 'El sueño del jaguar' | Libros del Asteroide
Hay escritores que buscan el silencio en la página y otros que la rellenan como si cada palabra fuera un espejo apuntando al cielo generando un brillo que enceguece. Miguel Bonnefoy (París, 1986) pertenece, sin duda, al segundo grupo. Su nueva novela publicada en España se titula El sueño del jaguar (Libros del Asteroide, 2025) y ha sido coronada con el Grand Prix du Roman de l’Académie Française y el Prix Fémina. Tiene más de 250.000 lectores en Francia y se presenta como un relato generacional de una familia venezolana atravesada por el amor, la medicina, el boom petrolero y las dictaduras del siglo XX y XXI.
El sueño del jaguar es un libro de fácil y rápida lectura, entretenido, que podría decirse que bebe de la literatura de García Márquez en Cien años de soledad. Una saga barroca y altisonante, dentro de la nueva literatura francesa y venezolana, escrita con el ímpetu de quien no teme empapar la prosa con ron, arepas, mangos y chamanes tropicales.
El punto de partida de El sueño del jaguar es un bebé abandonado en las escaleras de una iglesia que es adoptado por una mendiga muda. En sus pañales, en vez de un rosario o una carta de justificación o despedida, encontramos una máquina de liar cigarrillos. Desde esa primera imagen, Bonnefoy nos advierte que lo que sigue será una epopeya folclórica, donde el color y la intensidad se imponen a cualquier contención narrativa.
Metáfora de la nación
Ese bebé abandonado es Antonio Borjas Romero, el protagonista, quien pasará de vendedor de cigarrillos a manitas del primer burdel del boom petrolero, de bartender hablador a cardiólogo prestigioso y, por último, a rector universitario. En paralelo, su esposa, Ana María, se convertirá en la primera médica venezolana. Su hija, de nombre Venezuela —y aquí el símbolo ya no es solo una pincelada, sino un cartel de neón rosa—, se exiliará en París con un chileno que huye de Pinochet. La historia familiar deviene entonces en una metáfora de la nación, como si el autor buscara construir una mitología venezolana donde la realidad y la ficción se funden en una especie de carnaval permanente.
La estructura de la novela es caleidoscópica, un relato que se expande de Maracaibo a Caracas y de Maracaibo a París, de la dictadura de Gómez al chavismo actual, pasando por los avatares del exilio latinoamericano unido por momentos que rozan lo caricaturesco: un pingüino llamado Policarpio que llega sin razón alguna a aguas del Caribe, un grupo de fieles a San Benito que detiene la barrena viscosa del ‘El Barroso II‘ -uno de los primeros pozos petroleros del país- o cómo un médico y su hija que curan con lo que tienen en medio de un islote que hoy ya no existe en el mapa. ¿Fábula? ¿Exageración estética o simple venezolanidad desconocida para los europeos?

Despliegue pirotécnico
La escritura de Bonnefoy es deliberadamente barroca. El sueño del jaguar es una celebración de la lengua, pero también de derroche. El autor encadena imágenes como si temiera que el lector se aburriera, como si cada frase tuviera que justificar su existencia con un despliegue pirotécnico a través de recursos como la analepsis o el suspense. Hay momentos en que esta acumulación resulta embriagadora, mientras que otras veces, empalaga.
Es probable que la exuberancia de Bonnefoy tenga tanto de homenaje a la memoria histórica de su propia familia como deseo de posicionamiento literario. En una Europa que ha canonizado el minimalismo anglosajón y aplaudido el realismo mágico latinoamericano, El sueño del jaguar se aprovecha de lo segundo e irrumpe como un festín caribeño, como canción de Bad Bunny en invierno, como una especie de contraofensiva literaria latinoamericana. Sin embargo, pareciera que también hay una pulsión de espectáculo, como si el autor supiera que su lector europeo -o la nostalgia de la diáspora venezolana– se va a maravillar -o a rememorar- con los colores exóticos, con poesía caribeña en dosis concentradas o con las postales retocadas con filtros sepia.
Idiosincrasia venezolana
No es que Bonnefoy ignore las sombras de la historia venezolana ni las trate con maniqueísmos burdos del contexto actual del país latinoamericano. No, las respuestas están ahí: en el petróleo como maldición, en la corrupción, la violencia política y el exilio. Sin embargo, da la impresión de que lo trágico no puede serlo del todo si no es, antes, colorido. Quizás lo es, pero ¿cómo esto se plasma en el lenguaje? ¿Es posible o es el trabajo de toda la vida del escritor encontrar ese influjo del lenguaje? Parece que no existe en El sueño del jaguar una promesa de literatura más honda, que termine por cumplirse. La sensación de que algo falta en una historia entretenida y colorida, donde se nota la idiosincrasia venezolana, esa que al parecer no se cansa ni se aburre a pesar de las vicisitudes.
No se puede negar que El sueño del jaguar tiene el valor de la ambición. No es una novela que se pliegue a la corrección ni a los modales narrativos del momento. Se arriesga, se desborda, se equivoca y, en ese sentido, es profundamente venezolana: excesiva, contradictoria, épica, bella y furiosa. Un artefacto narrativo con más voluntad de encantamiento que de precisión. Una novela que, como el jaguar que la titula, no camina: se abalanza sobre su presa, el lector, y este, lo disfruta.