Después de Javier Marías, el diluvio
El 11 de septiembre de 2022 fallecía el escritor y académico, autor de ‘Todas las almas’ y ‘Tu rostro mañana’.

Javier Marías.
La muerte de Javier Marías dejó una sensación de injusticia. Se sintió como prematura, aunque Marías desde hace años nos había legado un macizo acervo literario. A pesar de que ya no era un muchacho, su fallecimiento generó (al menos en mí) un dejillo de incredulidad: no podía abandonarnos, precisamente, el Joven Marías (bautizado así por uno de sus maestros, Juan Benet). El Marías de las fotografías aquellas, siempre con gabardina, siempre con un cigarro entre los dedos, siempre entre nutridas hileras de libros.
Se había evaporado -costaba creerlo- el Marías de la voz clara y asertiva, el exégeta por excelencia de los grandes temas de la cuestión literaria. Marías, el defensor de la literatura, entendida como esa infrecuente amalgama entre memoria y estilo (las formas por sobre el fondo), la simulación (o quizá, emulación) de la realidad, la remembranza (otra de sus palabras fetiche), y las sutilezas del sigilo y la deslealtad.
Ya no habrá, tras esa muerte injusta, novedades en la elegante editorial Reino de Redonda. Ya no podremos esperar noticias suyas – una novela, una selección de cuentos, una recopilación de artículos, quizá una charla, aquí y allá- cada otoño. Ya no podremos paladear esos bocados de cardenal, porque Javier Marías murió arbitrariamente, quizá antes de hora. Ya no estará más el niño de la calle Covarrubias, en Chamberí; ni la imagen del artista que se acomodaba frente a una vieja máquina de escribir, rodeado de miles de volúmenes, soldaditos de plomo y ceniceros, en las madrugadas de la Plaza de la Villa.
Y justamente tenía que ser en una vieja máquina de escribir, en tiempos de legitimación de la idiotez colectiva, del triunfo de lo etéreo sobre lo trascendente, en épocas de agonía de la inteligencia. Y tenía, claro, que ser la Plaza de la Villa, poblada por fantasmas y almas en pena, por el espíritu de algún príncipe de Anglona que se pasea, con las manos detrás de la espalda, por sus jardines, así como, todavía, alguno de los personajes de Javier Marías probablemente deambule por los contornos de la Plaza de la Paja. O, incluso, algún Austria melancólico que de noche en noche vague por sus antiguos dominios.
Escritor y traductor
Son varios los factores que hacen único e irrepetible al arte literario de Javier Marías. Me parece que, en primer lugar -y muy adelante en el orden de prelación- su noción de la literatura como sistema de vasos comunicantes entre lenguas: en su caso, el español y el inglés. En la concepción mariana de las letras todo arrancaba por las sutilezas de la traducción. El trasiego de una lengua a otra, pues, constituía el humus mismo de la literatura, de acuerdo con la dogmática del madrileño.
Según Marías, el traductor literario está en posibilidad de conocer los entresijos del estilo del autor traducido: sus modismos, la arquitectura de las frases y las proyecciones de los párrafos. Es también, el traductor, en la argumentación de Marías, un escritor de gracia magistral, en cuanto es capaz de emular a los autores a los que traduce, capaz también de desentrañar sus artificios, su forma de pasar las palabras de la cabeza a la pluma.
Volvamos, pues, a las reflexiones de Javier Marías en Literatura y fantasma: «Es decir, todos saben, todos sabemos que una obra traducida no es ya exactamente, no puede ser exactamente la obra del autor que la escribió: la propia y brutal modificación que supone el cambio de lengua invalida esta posibilidad, impide que se trate de la misma obra. Es sin duda otra cosa; y sin embargo podríamos decir que desde tiempo inmemorial se simula, se hace como que sigue siendo la misma».
Es decir, la traducción como una variación del fingimiento, como el arte de pretender transportar de una lengua a otra aquello que no admite nuevas interpretaciones. Javier Marías entendió perfectamente este privilegio del escritor como artista, con la traducción como premisa mayor. Y, por eso, no creía en las literaturas nacionales. Ni tampoco que la literatura –en particular, la novela-, tuviera por obligación irrevocable reflejar la realidad. Y peor todavía que en el arte el fondo debiera prevalecer por sobre la sofisticación de las formas. Y, entre otras cosas, por eso sus críticos (a lo mejor, sus detractores) lo acusaban de extranjerizante, de ser en verdad un escritor de vertientes anglosajonas. Así como en siglos pasados se denigraba a las mentes ilustradas tildándolas de afrancesadas.
Las sutilezas del secreto
La cuestión del doblez de los idiomas navega por múltiples pasajes de Tu rostro mañana, que, en verdad no es ni una trilogía ni un tríptico, sino una novela monolítica dividida en tres volúmenes. Este tramo, en el que uno de los personajes de Marías reflexiona acerca de las galerías que comunican las lenguas, es especialmente decidor: «Me di cuenta en seguida de que esa era una expresión extraña, ni propiamente española ni adaptación de una inglesa, quizá ambas lenguas empezaban no a confundírseme sino a bailarme, por hablar la segunda casi todo el rato y pensar a la primera cuando estaba a solas. Quizá estaba perdiendo mi instalación en una y en otra, al no ser bilingüe como Pérez Nuix, desde la infancia».
También es clave en el arte literario de Marías el tratamiento quirúrgico de las sutilezas del secreto, la traición y la revelación de verdades a medias, como componentes de la literatura. La relatividad del secreto (no hay confidencia que esté a salvo), la histórica necesidad de la traición, las vicisitudes de haber observado aquello que no se debió haber presenciado, las corrosiones propias del murmullo (lo que se escucha, o cree haber escuchado, a través de las paredes) impregnan el núcleo duro de la obra novelística de Javier Marías. Y por núcleo duro me refiero fundamentalmente a Todas las almas, La negra espalda del tiempo, Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí y la prodigiosa y ya citada Tu rostro mañana.
El escritor es un espía
Respecto del papel que juega la vaguedad en la tentativa de Marías (vaguedad como giro de imprecisión, en el sentido inglés) Claudio Magris (quizá con Antoine Compagnon y Martha Nussbaum, de los últimos maestros del pensamiento occidental) glosa: «Uno de los grandes escritores que ha afrontado la ambigüedad del secreto, su revelación y custodia, es Javier Marías… El escritor es un espía, o de otros, y tras su delación su existencia ya no vuelve a ser la misma».
Los dilemas éticos de guardar o no un secreto. Contar o no contar. La conveniencia, o no, de decir la verdad. La posibilidad de ocultarlo todo. Haber estado en el lugar equivocado en el momento inadecuado. Las páginas de Javier Marías están trufadas de esos conflictos, surcadas por las encrucijadas morales de sus personajes. Y estas complejidades son las más de las veces el légamo de los párrafos de Javier Marías: compuestos por frases arbóreas, que tienen el efecto de alguna de esas plantas trepadoras que, con el tiempo, si no se las poda, lo invaden todo.
El pulimento de la forma
Es en la edificación de la frase donde Marías muestra su consanguinidad con el perfeccionista John Banville, más allá de los mares de Irlanda. O donde deja entrever ciertas ramas de su árbol genealógico: el viejo conocido de William Faulkner, con una pipa humeante en una mano y un libro en la otra, mirando a la cámara con altivez; Marcel Proust, engominado y con un clavel en la solapa; Juan Benet, horizontal en una otomana, a punto de escuchar a Schubert. O quizá, aunque nadie lo haya admitido, Juan Carlos Onetti, minutos antes de sorber un whisky. Todos los anteriores, deudos de la poética de la frase, de la búsqueda del pulimento de la forma.
A propósito, no hay frase más perfecta en el caudal de Javier Marías que aquella que marcó el pistoletazo de salida de Mañana en la batalla piensa en mí: «Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere ‒si tiene tiempo de darse cuenta‒ les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa».
Es como si en esta apertura estuviera contenido el magma del arte de Javier Marías. Los minerales, los cristales, las fundiciones, los deshielos.
Eso es lo que queda, ido Javier Marías. Los sedimentos de lo que escribió (que no es poca cosa). Algún vislumbre de lo que pudiera haber leído con tanto ahínco (de los miles de volúmenes de los estantes de sus aposentos en el Madrid de los Austrias). Queda en la mesa la cuestión de si, muerto Marías –¿habrá mudado ya en fantasma? -, ha desaparecido también una forma fundamental de entender la literatura. O si después de Javier Marías, sólo viene el diluvio.