«Cada hallazgo era un capítulo»: 'El arqueólogo' de César Aira
«Hay libros suyos con los que me gustaría que me enterrasen, por si acaso en la otra vida nos es concedido algún ratito para leer y disfrutar»

Libro de César Aira. | TO
Una de las cosas frecuentes en mi vida es que quien ande cerca de mí me pregunte «¿De qué te estás riendo?», o bien «¿Por qué sonríes así?», y que la respuesta, me apetezca explicarlo o no, sea que me estoy acordando de algo leído en César Aira, o que estoy pensando en la simple existencia de la literatura de Aira, que me cae tan bien, o en la existencia del mismo Aira, alguien que me hace tantísima gracia.
Hay libros suyos con los que me gustaría que me enterrasen, por si acaso en la otra vida nos es concedido algún ratito para leer y disfrutar. Por ejemplo, Cumpleaños, creo que mi favorito, un libro que (según dice él…) escribió el día en que cumplió cincuenta años, y que yo tengo agendado (espantoso verbo) para releer el 5 de septiembre de 2030, cuando a mí me ocurra lo propio. O Varamo. O Cómo me reí…
El que acaba de publicar en la «sucursal» española de la editorial argentina Blatt & Ríos se titula El arqueólogo (Aira tiene afecto a los títulos muy sencillos, como primera broma para presentar libros a veces muy complejos y loquísimos), y es toda una gozada. Lo más curioso en este caso es que la introducción, digamos, ocupa sesenta páginas, mientras que la narración, propiamente dicha, tiene la mitad, ocupando el último tercio del volumen. Pero, amigos, amigas, vaya introducción… Medio en broma medio en serio, como casi siempre en Aira, a medio camino muy consciente entre las burlas y las veras, lo que acomete el argentino es toda una reflexión casi disimulada (casi sepultada, nunca mejor dicho, ya que hablamos de arqueología) sobre la historiografía, sobre el pasado, sobre la reconstrucción, sobre las conjeturas y las certezas, sobre cómo se construye la cultura y la ciencia.
Por supuesto, como quien no quiere la cosa hay varios momentos en los que se nota que Aira está más bien pensando en su obsesión, esto es, la irresoluble relación entre la realidad y la ficción (o, mejor, la siempre pendiente respuesta a la pregunta de cómo se comporta la realidad, o las realidades, dentro de la ficción, de las ficciones), como cuando se hace notar que «siempre las historias han empezado antes. Y así tiene que ser, porque sin antecedentes un hecho solo sería un accidente sin significado. […] Una historia era la punta de un iceberg que llegaba hasta el fondo del mar».
Aparte de que el arqueólogo está ya frustrantemente jubilado, muy a su pesar, lo cual quiere decir que es un hombre de edad, no hay muchos datos para imaginarnos físicamente al protagonista, ni siquiera sabremos su nombre. Y, sin embargo, como es costumbre que suceda con las criaturas de Aira, el nostálgico y misógino arqueólogo deja traslucir su alma de un modo sutil, exhaustivo, aunque se esboce brevemente, completo, aunque apenas se nos hagan saber unos pocos detalles perfectamente expresivos. Así sucede en esa ristra de breves capítulos que, como decía, ocupan los dos primeros tercios del libro y que sirven para presentarlo a él y para, sin dejar de hacerlo, sin desentenderse de su criatura, introducir consideraciones y digresiones estupendas sobre la vocación, sobre la entrega al trabajo, cobre la fecundidad profesional, sobre la envidia y maledicencias de los competidores, sobre la burocracia, sobre el esfuerzo. Es un banquete, y la inteligencia sonriente de Aira brilla allí como en tantos otros sitios, tan frecuentemente (hubo algún año en el que Aira publicó seis libros).
En cuanto al argumento final, sobre cuestiones más o menos relacionadas con amoríos remotos o recientes y posibles paternidades, es muy entretenida, y en algún momento parece que sus pliegues y recovecos van a derivar en esas tramas de maravilloso retorcimiento delirante que recordarán quienes hayan leído, por ejemplo, El salmón o, muy recientemente, En El Pensamiento. Pero no: la cosa se aclara y se amansa pronto, y queda entonces la leve melancolía de un hombre que lo dio todo en el pasado por puro amor al pasado, y que ahora, en el presente irremediable, vive confundido, aturdido por torpezas personales, recuerdos y fantasías, teniendo que hacer excavaciones privadas en ciertos desasosegantes sueños que le asedian, convencido de que «creer siempre enriquecía la vida, así fuera con mentiras».