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La Europa de las letras

Colin Barrett: en los márgenes de pequeñas ciudades irlandesas

Heredero de un estilo seco, fulminante, este fantástico escritor es uno de los autores actuales más premiados y aclamados por crítica

Colin Barrett: en los márgenes de pequeñas ciudades irlandesas

Ilustración de Alejandra Svriz.

La literatura irlandesa, a lo largo de las épocas y generaciones, muestra siempre una admirable vitalidad y nunca deja de dar sorpresas y lanzar al mundo autores espléndidos que se dan la mano entre ellos, como formando parte de una gran familia. En un diálogo mantenido hace unos años entre dos amigos escritores, provenientes de un mismo origen, Irlanda, que combinan con estancias en Estados Unidos o Canadá, el venerable maestro que es Colm Toibín (nacido en Enniscorthy, en el condado de Wexford, en 1955) y su joven «alumno», por así decirlo, Colin Barrett (nacido en Canadá en 1982, pero que pasó su infancia y adolescencia en Knockmore, un pueblo del condado de Mayo), señalaban esa conexión que se hizo inmediata nada más conocerse: «Conseguíamos hablar de un modo que no hubiera sido posible con otros, por cercanos que fueran». Y Toibín añadiría: «Podía hablarle como no podía hacerlo con ningún otro».

Heredero de un estilo seco, fulminante, no pocas veces dotado de un melancólico humor negro, el fantástico escritor de relatos que es Colin Barrett, es uno de los autores actuales irlandeses más premiados y aclamados por crítica. Varios de sus relatos fueron adaptados para el New Theatre en Dublín y otro más, el deslumbrante Calm With Horses, fue presentado en el festival de Toronto. Su clamoroso debut tendría lugar en 2013 con el libro de relatos Glanbeigh, aparecido en nuestro país como el resto de su obra en Sajalín y cuyo título original era Young Skins. Ambientado en un pueblo imaginario del condado de Mayo, en él se reflejaba la vida cotidiana de jóvenes milenials marginales, nacidos en medio de la violencia y la rabia por carecer de un futuro mínimamente previsible. Habitantes de pequeños cinturones industriales, de un abúlico tono gris, repetidamente castigado, malvivían con trabajos ínfimos y mal pagados, acumulando frustraciones encadenadas: porteros de discoteca, boxeadores reconvertidos en traficantes de droga, empleados de gasolinera, u organizadores de carreras nocturnas de motos.

Nueve años después de aquel aclamado comienzo, el multipremiado Barrett regresaría con ocho historias, de nuevo espléndidas, y de nuevo ambientadas en el condado de Mayo, tituladas Morriña. Sus personajes, muchas veces al límite de la ley, trapicheando en lo que pueden, habitaban unos bellos, pero descoloridos y deprimidos parajes que combinaban lacónicamente ruinosos bloques de pisos con granjas destartaladas e inhóspitas, invadidas por el barro y por cúmulos indistinguibles de desechos. La mirada incisiva de Barrett, sus personajes singulares y desvalidos que seguían manteniéndose en pie con sus sueños de antaño, sus diálogos cortantes y fulminantes, y una melancolía irónica y desencantada que invadía todo, sin cesar, entre el cielo y el infierno (como sucedía en el excelente relato titulado Anhedonia, ahí voy) hacían de él uno de los mejores talentos literarios de nuestros días. Unos personajes que muchas veces dudaban de seguir vivos y no haber sido enterrados aún, como se decía en este relato: «A Bobby se le ocurrió, como solía ocurrírsele por las noches, que ya estaba muerto; que había estado muerto, como el resto de la gente, desde el principio del mundo, y que aquello era el cielo y también el infierno».

Por su parte, Casas de locos, de 2024, de nuevo tocada por la gracia de ese lenguaje soberbio, a cada paso sorprendente y devorador, repleto de metáforas brillantísimas e incandescentes, y marcado por esa «agudeza claustrofóbica, oscuramente hilarante», como lo definiría la crítica irlandesa Marjorie Brennan, que se respira en machacados y desafiantes barrios obreros, sería la esperada novela de Colin Barrett, diez años después de la aclamada publicación de Glanbeigh. En ella, Gabe y Sketch Ferdia, uno, el primero, «tan sólo piel y huesos, que se había chutado heroína durante diez años y que tenía una cara como una iglesia vandalizada, alargada, angulosa y picada» y el otro, Sketch, «un tipo apuesto, con el corte de pelo engominado de treinta euros de un futbolista de la liga inglesa y la cuidada musculatura de un fanático del gimnasio», son un par ladrones de poca monta de la pequeña ciudad de Ballina, en el condado de Mayo. Pero todo dará un giro inquietante cuando se les ocurre secuestrar a Doll, el hermano menor de un traficante local, Cillian English, que les debe unos pocos miles de dólares por deudas de drogas. El secuestro pondrá patas arriba las anodinas vidas de la joven novia de Doll, Nicky, y del primo de los hermanos Ferdia, Dev Hendrick. Durante el fin de semana se esconderán en la casa de Dev, un alma atribulada e introvertida cuya granja aislada es un lugar ideal para mantener a un rehén.

Galardonada recientemente con el Nero Book Award, la novela de Barrett, como cada uno de sus fantásticos cuentos, no debe en realidad leerse como un simple thriller, sino más bien como una novela de desgarradora problemática social, con descripciones cargadas de áspera veracidad, asombrosamente coloreadas y pespunteadas al microscopio por un territorio autónomo de perdedores de largo recorrido que Barrett se conoce como la palma de su mano. Los sentimientos atrincherados de personajes que responden apenas con monosílabos y cuyos inicios en la vida estuvieron muy pronto marcados por peleas, robos, alcohol, drogas, absentismo escolar y por empotrar un coche robado contra un quiosco de helados que no los había querido atender por ir completamente beodos, es realmente deslumbrante en su género, sea el que sea.   

Unos personajes sumidos en abismales e intransitables oquedades que, ya adultos, inmersos en el más incomunicable del asco y del desencanto, se quedarán a veces mirando a la pared durante horas, fantaseando con la idea de descerrajarse la cabeza. Un prodigioso y negro retrato siempre el de Barrett de una juventud de los márgenes y suburbios del no-futuro, donde nunca luce el sol ni la más mínima de las esperanzas, extensible, por otra parte, a cualquier ciudad de nuestros días.

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