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Literatura

El viento de Andrés Trapiello: un estado de la cuestión

No hace ninguna falta que uno esté de acuerdo con un libro para que lo identifique sin problema como una obra espléndida

El viento de Andrés Trapiello: un estado de la cuestión

Libro de Andrés Trapiello. | TO

Hará pronto veinte años desde aquel marzo de 2006 en el que se inauguró en la Residencia de Estudiantes una exposición sobre el músico gallego Jesús Bal y Gay. Aquel día llevaba yo seis meses en Madrid, y apenas estaba empezando a enterarme de algo, aturdido y feliz en medio de mi nueva vida. Pero el caso fue que, en algún momento de aquella tarde, Belén Alarcó, la siempre jovial y hasta juvenil directora de publicaciones de la Residencia, que sabía ya cuánto me gustaba la literatura de Andrés Trapiello, me agarró de una mano por sorpresa y me arrastró por un estrecho pasillo que formó ella entre platos de croquetas y bandejas de cervezas, entre sobrinas y concejales. Y al final de aquel efímero túnel, se detuvo de repente y exclamó hacia un sitio que yo no podía ver: «¡Andrés!, ¡mira!, te quiero presentar a un nuevo becario que tenemos, un chico de Mainer».

Yo había sido becado allí por el Ayuntamiento de Madrid para estudiar la obra literaria de Luys Santa Marina, de modo que bien se podría afirmar que fue un falangista quien nos unió. Pero mejor no, porque quien dirigía mi investigación desde Zaragoza era José-Carlos Mainer, que es no solo el ser vivo que más sabe sobre literatura española contemporánea sino un perfecto caso de cierto modo entender el progresismo, y que tiene mucho que ver con la propia tradición de la Residencia o de la Institución Libre de Enseñanza: una izquierda muy moderada y tan pacifista como pacífica, un socialismo sensato y realista que nunca fue marxista ni exaltado y que creía ante todo en la educación, en la cultura, en el laicismo, en la higiene y en las excursiones, y que apostaba por colocar a España en una Europa que no había de ser enemiga sino ejemplo (hasta que no mucho después el corazón de Europa dejó de ser ejemplar y pasó a ser enemigo, pero esa es otra historia).

El encuentro con Trapiello de aquella tarde nunca se ha terminado, y ha dado lugar a muchas cosas, invariablemente buenas para mí, y tan claramente beneficiosas como discutiblemente merecidas. Si a Mainer le debo, digamos, el «billete de ida» a Madrid, a Trapiello, por encima de muchos otros amigos generosos, le debo la posibilidad de la permanencia aquí, porque, gracias a la manera en que claramente me sobrevalora (él, que tan cauteloso es con sus confianzas), al final ha conseguido que yo me haya convertido en algún momento, en algún trabajo, en algo remotamente comparable a lo que él ha creído que soy.  

En estos años nunca nos hemos enfadado el uno con el otro, aunque hemos debatido bastante (discusiones de las que, desde luego, he aprendido mucho más yo, porque no solo no hay en el mundo una persona más disuasoria que él, sino que hay que admitir que, a la larga, casi siempre acaba teniendo razón). Y hoy mismo, 28 de septiembre de 2025, hemos estado en el Rastro con el poeta jerezano José Mateos, y hemos estado hablando un rato bueno y largo sobre el libro que acaba de publicar, Próspero viento. Una vida política, una suerte de memorias parciales en las que, cuál Lázaro de Tormes, vendría a dirigir a «Vuesa Merced» un informe detallado de cómo ha acabado llegando al presente ideológico y casi activista en el que se encuentra, para lo cual ha de volver la vista atrás y comenzar ab ovo, dando cuenta de algunos acontecimientos fundamentales para su propia vida.

Quienes leemos sus diarios o sus artículos conocemos ya algunos: los años en el colegio de la Virgen del Camino, la pelea con su padre y la expulsión de la casa familiar (y la consiguiente llegada a Madrid, a la pura busca), el librarse de la mili gracias a un ejemplar de Conversación en la Catedral (y «A la memoria de Mario Vargas Llosa» viene dedicado este libro), etcétera. Hay retratos de familiares, profesores, frailes, camaradas y enemigos, pero las páginas del libro van poco a poco derivando a lo que el prólogo apuntaba: otro tipo de escaramuzas editoriales, literarias o «culturales» que fueron limando su perspectiva sobre los prestigios, los cánones, las conveniencias, las castas de «intocables» o las consecuencias de la disidencia ante determinados malentendidos totalmente institucionalizados o ante algunos absurdos intolerables pero obligatorios.

En contra de lo que la gente va creyendo cada vez más, en un fenómeno que es verdaderamente preocupante, no hace ninguna falta que uno esté de acuerdo con un libro para que lo identifique sin problema como una obra espléndida. Pero, siendo eso así, en el caso de este libro se disfrutan también las argumentaciones de Trapiello, la calidad de sus ideas, la gracia en exponerlas, aunque en mi modesta (y sin duda equivocada) opinión hay algunas en las que se muestra trágicamente impreciso o directamente injusto.

No puedo entrar en todas, pero por ejemplo, su teoría de la ficción (al hilo de Javier Cercas) me cae bien pero me parece inoperativa. Por supuesto que un novelista es libre de falsear la Historia y de inventar como un loco en sus novelas, siempre que sea un asunto interno, literario. Alguien puede escribir con toda legitimidad una novela «demostrando», qué sé yo, que Jack el Destripador era Oscar Wilde, y lo puede hacer con verdadera sofisticación, adulterando documentos, inventando pruebas, soñando con testimonios o incluso, aunque esto sea algo más peliagudo, deformando y manipulando textos reales de Wilde. Lo que no puede hacer el escritor es ir por las entrevistas pasándose de listo o de gracioso, manteniendo esa invención y prolongando un sortilegio que era sólo novelístico, asegurando fuera del texto que lo que el texto dice es verdad y que puede documentarlo. Es la diferencia entre la ficción y la mentira (o, de paso, la diferencia entre un creador y un farsante). O, aún más espinoso moralmente, el asunto Gil de Biedma (donde le caen sartenazos a Luis García Montero por haber cedido el Instituto Cervantes para una exposición sobre el poeta barcelonés, tan «partidario de la felicidad» a costa de vez en cuando de la paz de los niños filipinos): de acuerdo en no poner, digamos, a un Instituto de Educación Secundaria el nombre de Jaime Gil de Biedma, sería inadecuado, pero en cualquier IES del país ha de leerse y analizarse y pensarse la obra de ese poeta, y por descontado que puede celebrarse como una obra relevante y de calidad, así como conmemorarse una efemérides relacionada con él, pues con la exposición, las reediciones o los congresos, no se aplaude a un pederasta sino a un poeta. No se blanquea o se oculta con ello la pederastia, sino que se relee y se repiensa la poesía. No tenemos ninguna razón inteligente para arrebatarnos a nosotros mismos esa literatura, decidiendo sacarla de circulación por motivos extraliterarios.

Pero estos son «peros» subjetivos que pongo yo al libro, o a su argumentación, no defectos de la obra. Esas páginas no dejan de ser apasionantes y apasionadas, divertidas (excepto, supongo, para los aludidos) y unamunianamente peleonas, provocadoras, desafiantes. Las muchísimas virtudes de Próspero viento (entre las que hay que contar que por fin existe un libro de La Esfera de los Libros digno de leerse y conservarse) están en el estilo, en la gracia, en la mirada, en los puntos de vista, en las digresiones, en los bonitos homenajes o en las rectificaciones (como la que afecta, en parte, al recuerdo del padre, que ya había adelantado en el Salón de Pasos Perdidos, en las páginas dedicadas a su muerte).

El poeta alemán Wolf Biermann decía que «solo el que cambia es fiel a sí mismo», y son palabras muy sabias y hermosas. Yo puedo dar testimonio de que claro que Andrés Trapiello ha cambiado un poco en estos veinte años de amistad, como he cambiado yo, y como hemos cambiado todos, y como ha cambiado todo (excepto, precisamente, la Residencia de Estudiantes, dicho sea en su honor, al menos en parte…). Lo fundamental es que lo importante permanece, y la honradez, la inteligencia, la capacidad de trabajo, la pasión y, dicho sea radicalmente, la inmensa bondad de Andrés perdura intacta y aún ampliada, y que esa calidad humana que le conocemos es la fuente de todo lo que escribe, aunque a veces nos pueda parecer equivocado, exagerado o incluso, muy de vez en cuando, indigno de él (quien recuerde, por ejemplo, los emocionantes artículos que escribió sobre la guerra de Irak, o contra George Bush, echará mucho de menos ese tono al leer algunos de los apuntes que, sin envilecimiento, pero también sin compasión, ha escrito últimamente sobre la masacre de palestinos, un asunto que es todavía que es todavía más flagrantemente insoportable).

Per a Trapiello también le hemos leído u oído varias veces algo genial: lo importante no es cuantos millones de lectores puedas acabar teniendo en el mundo, lo fundamental es no decepcionar a los cien primeros. Francamente, yo no creo que Trapiello haya perdido a nadie de su verdadero «núcleo duro» de lectores por sus militancias políticas, por sus candidaturas o por sus ocasionales discursos, porque esos cien lectores inaugurales (o los pocos miles que llegamos poco después) sabemos bien que, como el verso de Antonio Machado, sus ideas y opiniones brotan de manantial sereno, aunque a veces pueda no parecerlo, dada la vehemencia vertida o los términos empleados. Quien no lo conozca y disfrute personalmente me dirá, con razón, que muy bien, muy bien, pero que un escritor es lo que escribe, y que lo que importa y cuenta es lo que queda, la obra, lo público… Y es verdad: Trapiello no solo es uno de los hombres más trabajadores, generosos, cultos, lúcidos, divertidos y bondadosos que hemos conocido, sino que, en su identidad de poeta, novelista, articulista, editor, tipógrafo, articulista, ensayista, biógrafo, conferenciante y diarista, está construyendo y va a dejar, sin posibilidad seria de discusión, una de las obras literarias más ricas, coherentes y duraderas de nuestro tiempo. 

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