Teffi y sus memorias de la revolución rusa
Dramaturga, poeta y autora de relatos cortos, se convertiría tras su exilio en la autora referente del momento

Ilustración de Alejandra Svriz.
Nacida en San Petersburgo en 1872 y fallecida en París en 1925, Nadezhda Alexandrovna Lokhvitskaya, más conocida como Teffi, auténtica estrella literaria de su tiempo, fue la autora de un espléndido y muy singular libro de memorias que abarcaba del 1918 al 1919, titulado De Moscú al Mar Negro. Dramaturga, poeta y autora de relatos cortos satíricos, de una admirable agudeza y talento literario, en la Rusia prerrevolucionaria Teffi era la humorista más leída y entre sus seguidores se contaban tanto al zar Nicolás II como a Lenin. Tras su exilio, se convertiría, a través de sus artículos y libros, también en la autora más leída de la diáspora rusa en París. Como escribió la poeta igualmente emigrada Irina Odoevtseva, esposa del acmeísta Gueorgui Ivanov, y memorialista de otro importante libro de recuerdos, En las orillas del Neva, sobre aquella brillante generación prerrevolucionaria, «todos leían y disfrutaban muchísimo con los escritos de Teffi, desde los trabajadores de correos y los estudiantes de farmacia hasta Nicolás II».
Nacida en una familia de la nobleza de San Petersburgo, e hija de un prominente abogado, la hermana de Teffi, Mirra, fallecida unos años antes de la Revolución, había sido una importante poeta, y su hermano Nikolai, general del Ejército imperial ruso, dirigió la Fuerza Expedicionaria Rusa en Francia durante la Primera Guerra Mundial. Junto a su amigo y también famoso escritor Arkady Averchenko, Teffi fue una de las principales colaboradoras de la revista Novyi Satirikon, de tendencia antibolchevique, clausurada en 1918. En sus Memorias, aparecidas en 1930 en una editorial de la emigración rusa en París, el estilo irreverente pero profundamente humano de Teffi, gran admiradora de los relatos de Chéjov, se distinguía siempre por plantear las dos «caras» de la escritura: la seria y la satírica, que iba alternando, y a menudo fusionaba, teniendo como resultado unas crónicas sumamente singulares pespunteadas de penetrantes comentarios personales y políticos. Unos comentarios irónicos siempre alejados de las críticas amargas y de las pasiones tendenciosas y radicales de aquellos días. Hay que decir que el don y facilidad para el humor de Teffi se consideraba anómalo para una mujer de su tiempo. Sobre todo debido a las ideas propagadas por pensadores muy conocidos como Henri Bergson y Arthur Schopenhauer que, siguiendo la línea misógina e invariable de todos los tiempos, habían declarado que las mujeres no eran capaces de tener sentido del humor. Teffi les demostraría a esas grandes luminarias oficiales que estaban equivocados, saltando a la fama y a una popularidad descomunal en toda Rusia con sus escritos satíricos. Tanto es así que había dulces y perfumes que llevaban su nombre.
Y tanto es así que al comienzo de sus fantásticas Memorias de un año de la Revolución, mientras escapaba a sus 46 años de Moscú a Odesa, huyendo de la guerra, junto a una variopinta muchedumbre y una pintoresca troupe de artistas improvisada, multitud que nutrirá sin cesar de anécdotas entre lo trágico y lo picaresco un relato destinado a tomar, inexorablemente, desde el mismo inicio, el tono más oscuro y desolador, mientras se sobrevive en las condiciones y encrucijadas del destino más extremas, Teffi se encontrará en cada rincón que atraviesa, por perdido y remoto que sea, con admiradores de lo más insólito. Así lo cuenta, nada más empezar su relato: «Moscú. Otoño. Frío. Mi vida de San Petersburgo está finiquitada. La palabra ‘Rusia’, cerrada. Expectativas, ninguna. Bueno, una expectativa existe. Aparece cada día encarnada en un odesita bizco, el empresario Guskin que trata de convencerme para que viaje con él a Kiev y a Odesa y haga allí una lectura pública de mis relatos. Me apremiaba siempre en tono sombrío: ‘¿Ha comido hoy un panecillo? Pues mañana eso no será posible hacerlo. Todos los que pueden parten para Ucrania’».
La tremenda popularidad de Teffi, que competiría con los humoristas soviéticos Ilf & Petrov, salvados de milagro de las purgas de los años 30, no dejará de hacer su aparición muy pronto. Poco después de solicitar el permiso de salida, haciendo interminables colas en cuarteles y barracones, por fin un soldado con bayoneta toma sus documentos y se lo lleva a sus superiores. Enseguida se abre una puerta y aparece inquietantemente una autoridad, «con el cuerpo cruzado de cartucheras» (lo cual equivale a decir «lleno de ametralladoras», como comenta Teffi) que le pregunta de sopetón: «¿Es usted esta persona?». Pensando Teffi que ya lo tiene todo perdido y esperándose lo peor, el oficial añade: «Entonces haga el favor de escribir su nombre en este cuaderno. Bien. Ponga la fecha y el año». Escribiendo con mano temblorosa y olvidando poner la fecha, que alguien asustado junto a ella le recuerda, se lo pasa al oficial que lo lee en tono sombrío, pero que, insinuando una leve sonrisa, le acaba diciendo: «Eso es lo que yo quería: ¡una firma!». Suspirando aliviada, Teffi le contestará: «Es para mí un honor». Y con ese autógrafo inesperado, en los cruces más tenebrosos de su huida, ya tendrá el salvoconducto que le permita salir.
Moscú, 1918. Un año después de la revolución, Rusia se hunde en el caos y la guerra civil continúa. El «comunismo de guerra» a menudo significa persecución, saqueo y escasez. La arbitrariedad es total y se ven enemigos por todas partes, muchas veces fusilados en el acto, sumariamente. La población al completo es tomada como rehén, especialmente intelectuales y artistas. Privados de los medios más básicos de subsistencia, ya que los periódicos están cerrados, las editoriales no existen y el mercado del arte está completamente aniquilado, los antaño integrantes del ferviente y muy rico mundo de la cultura de aquellos años, presas del pánico, tratan de huir de los principales centros, Moscú y San Petersburgo, perseguidos por la hambruna desatada por doquier, hacia regiones que se creían menos devastadas como Ucrania y Crimea. El viaje –ya fuera en tren, barco o carromatos– duró más de un año y los llevaría a todos más lejos de lo esperado: después de Kiev, vendrían Odesa y Novorosíisk, ciudad en el suroeste de Rusia y uno de los principales puertos del mar Negro, en el oeste de Krasnodar; luego llegaría Constantinopla y, finalmente, París.
Años después de su «loco viaje a través de la Rusia revolucionaria», Teffi recordaría todo lo sucedido, con una microscopia sorprendente y a cada paso genial. Y aunque su experiencia fue la de cientos de miles de sus compatriotas, no dejará de detallar con precisión, y en ocasiones con escalofriante concisión, innumerables testimonios encontrados a lo largo de su camino. A veces se trataba tan solo de pinceladas apuntadas con un fulminante y emocionante sentido elegiaco. En todo momento, junto a crónicas también magníficas como la del Premio Nobel Ivan Bunin y su magnífico diario titulado Días malditos, el testimonio de Teffi, mujer hasta hacía nada mimada por el éxito, despreocupada, y ahora enfrentada a las atrocidades de la guerra civil en su país, se hace insustituible: siempre astuta, cáustica e incisiva, es una autora que tiene una destreza literaria incomparable para capturar el lado cómico de las cosas en medio de las catástrofes más aterradoras. Manteniendo un inteligente equilibrio entre el humor y la voluntad de no esconder nada, Teffi no borrará ningún detalle macabro. El contraste entre el horror ambiental y la mirada de la autora siempre será sorprendente y en ocasiones se hará grotesco: en medio del infierno desatado, seguirá siempre siendo ella misma, reclamando el derecho a reírse de lo que es abismalmente absurdo y risible. Lo hará sobre todo con la intención de mostrar ridículos a los verdugos más burdos y criminales y para aliviar de algún modo el sufrimiento de las víctimas haciéndolas sonreír.
Su perspicacia y un deslumbrante talento para describir la humanidad en épocas de confusión y terror, cuando el fin del mundo antes conocido parecía haberse adueñado de la tierra, dejaría en el caso de Teffi páginas memorables. Sus Memorias se convertirán a cada paso en un impresionante y sobrecogedor libro de las despedidas: «A todos los que partíamos –dirá– nos embargaba una gran tristeza, la general y la propia de cada uno. En lo más profundo, tras la pupila de los ojos, brillaba la señal de aquella tristeza como si fuera la calavera y las tibias en la gorra de «los húsares de la muerte». Pero nadie hablaba de esa tristeza […] En aquellos tiempos muchos de nuestros jóvenes adoptaban un aspecto misterioso y pronunciaban frases enigmáticas […] ¡Ah! Cuántas veces nos acordamos luego de que la última vez que vimos a un amigo sus ojos estaban tristes y los labios pálidos. Y luego siempre sabemos lo que deberíamos haber hecho en aquel momento, cómo cogerle de la mano y apartarle de la negra sombra».
Poblado su libro, y atravesado sin cesar por una triste ironía estremecida por sofisticadas aristócratas que huían aterrorizadas con sus brillantes cosidos en el abrigo, por feroces comisarios acostumbrados a vivir solo con «su cerebro» y que se alegraban de entrar en contacto con artistas y vivir por un instante «con el corazón», o por miles de trágicos condenados, entre los innumerables de aquellos días que, arrastrados por unos marinos a través de un lago helado para ser fusilados, se subían en los últimos momentos el cuello del abrigo para protegerse del frío, todo pasaba en un suspiro, rápidamente, y dependía muchas veces de golpes de azar inusitados, que los defendían apenas por un minuto más de un reguero implacable de sangre y brutalidades. Un reguero igualmente de ilusiones y fanáticas utopías por parte de una generación que creyó que, por fuerza, tenían que ofrecer un cierto número de víctimas inevitables en el altar de las más crueles de las injusticias para que un mundo mejor y soñado pudiera surgir de ello: «Vivían como en la fábula del dragón –dirá Teffi– al que cada año había que entregarle doce muchachas y doce muchachos. Uno piensa cómo podía vivir la gente de esa fábula sabiendo que el dragón iba a devorar a sus mejores hijos».
Hacia el final de su relato, el tono de Teffi se oscurece: el martirologio se ha alargado y la inminencia del exilio lo cubre todo con su sombra siniestra. Cuando el barco Gran Príncipe Alexander Mijailovich zarpa, entre «tumulto, ajetreo y susurros», hacia Constantinopla, la sonrisa de Teffi se desvanece: «Poco a poco se aleja mi tierra. No hay que mirarla. Hay que mirar adelante, al espacio azul ancho y libre. Pero la cabeza por sí sola se vuelve y los ojos se abren de par en par y miran, miran… […] Con los ojos bien abiertos hasta que se congelan, no aparto la mirada todavía. Pero transgredí mi propia prohibición y me di la vuelta. Como la esposa de Lot, me congelé. Petrificada hasta el fin de los siglos, voy a seguir viendo siempre como mi tierra se aleja lentamente de mí».
[¿Eres anunciante y quieres patrocinar este programa? Escríbenos a [email protected]]