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Literatura

El editor como trinchera: ¿cómo se edita entre algoritmos?

Editores europeos han debatido sobre la IA, la caída en los índices de la lectura y la necesidad de defender la belleza y la autenticidad

El editor como trinchera: ¿cómo se edita entre algoritmos?

Coloquio de editores europeos durante las Conversaciones Literarias Formentor en Aranjuéz. | Sonia Troncoso

A finales de septiembre o principios de octubre, como ocurrió este año, la entrega del Premio Formentor de las Letras acoge desde hace varios años un coloquio para debatir una cuestión clave del sector editorial. Este año, Aranjuez fue el paraje que dejó de ser un simple destino de la meseta castellana para convertirse en un monasterio portátil de editores. Un refugio anacrónico —en el mejor sentido—, donde las preguntas se hacen despacio y las respuestas no están diseñadas para viralizarse.

Entre habitaciones ochenteras, representaciones operísticas y un festín de gastronomía en el hotel Occidental de Aranjuez, tuvo lugar una nueva edición de las Conversaciones Literarias de Formentor, ese foro donde el presente y el porvenir del libro se discuten, otorgándole a la cultura más importancia que los clics. No hay ironía en la frase: cuando se reúnen los guardianes del papel, el tiempo se desacelera y todo adquiere la gravedad de lo que está en peligro. En este encuentro, hombres y mujeres comparten mesa —la literal, con jamón ibérico y vino tinto, y la metafórica, con ideas y preocupaciones sobre el destino del libro—.

Este año, más de treinta profesionales llegados de Portugal, Italia, Francia, Inglaterra, Alemania, Suiza, Suecia, Finlandia y, por supuesto, España, se reunieron no para firmar manifiestos ni tomarse selfies de networking, sino para intercambiar experiencias, dudas y certezas frágiles alrededor de un tema tan sencillo como inquietante: «El libro de papel y el futuro de la cultura». En cuanto al futuro, el tema no era otro que la inteligencia artificial y su potencial impacto sobre la creatividad, la lectura, el derecho de autor y, en última instancia, la función del editor. Pero también se habló de algo más difuso y, quizás, más amenazante: la normalización de la mediocridad.

«Estamos asistiendo a una autopista de mediocridad donde, si no entras, quedas señalado», advirtió una de las editoras del coloquio. No lo decía con cinismo, sino con una mezcla de agotamiento y lucidez. La presión por adaptarse a las métricas, a los ritmos del mercado, a las urgencias del algoritmo parece incompatible con ese trabajo lento, artesanal, lleno de dudas, que implica escribir y editar un buen libro. A pesar del entusiasmo, este coloquio de editores pasó por alto un detalle crucial al debatir sobre la IA: la diferencia entre mercado y creatividad. No podemos pensar que la IA sea negativa por completo como laboratorio creativo, pero sí puede representar un problema en términos de propiedad intelectual.

Desde Italia, Gianluca Foglia, director editorial de Feltrinelli, aportó una metáfora luminosa: «¿Qué me interesa llevar al futuro desde el mundo editorial que conocí?», se preguntó. Su respuesta fue clara: la imprevisibilidad. El valor de lo que no se puede prever, lo que no se puede medir. «El sueño de los datos es saberlo todo, pero nosotros trabajamos con lo que no sabemos».

Juliette Ponce, editora francesa en Les Éditions Dalva, compartió su desencanto con la situación en su país. «Durante décadas creímos que los lectores crecían siempre. Hoy es al revés: cada año se pierde un segmento», afirmó. Además, reconoció el auge —en ventas— de la literatura infantil y juvenil, pero lamentó que el libro adulto, la ficción literaria en Francia, se haya quedado como un objeto conservador. «Ya no atrae a los jóvenes adultos. Hay una ruptura cuando se entra al mundo laboral».

Desde Alemania, Piero Salabè, de la editorial Hanser en Múnich, recordó una imagen elocuente: «En las calles de Múnich hay torres de libros que nadie quiere, porque los pisos son pequeños y los herederos no los leen». A mis adentros, yo pensaba en las librerías de segunda mano babeando ante esos libros, mientras el editor seguía su alocución y defendía el placer táctil de la lectura, ese tocar objetual. «El libro en papel es como las tijeras: una tecnología perfecta. Irreemplazable».

Frente al apocalipsis digital, Miguel Aguilar, conocido director literario de los sellos Debate, Taurus y Random House en España, recordó un dato que muchos olvidan: «Durante el encierro pandémico, con acceso a todo el entretenimiento imaginable, la gente volvió a leer, o al menos a comprar libros». Esto fue, según él, una señal. Una prueba de que el libro aún tiene algo que ninguna serie puede dar.

Sin embargo, no todos los editores presentes compartieron el optimismo, y la deriva entre apocalípticos e integrados -como en el coloquio sobre revistas culturales en la pasada edición de las Conversaciones Literarias de Formentor-, se hizo notar. Javier Gutiérrez, abogado y director general de la Entidad de Gestión Colectiva de Derechos de Propiedad Intelectual (VEGAP), trazó una genealogía jurídica del problema: «Las plataformas tecnológicas quieren convertir los derechos de autor en bienes libres, como el aire». Un bien sin costo, sin dueño. «Lo que está en juego no es solo la rentabilidad, sino la dignidad creativa», afirmó. Su exposición fue técnica y filosófica a la vez. Habló del riesgo de deshumanizar el contenido, de diluirlo en bases de datos opacas, de erosionar el estatuto del autor. «La IA nunca será emocional. El ser humano sí. Nosotros morimos. La máquina no». La frase resonó como una plegaria, a pesar de que sabemos que HAL 9000, en Odisea en el espacio, de Kubrick, supo que lo iban a desconectar y no lo permitió.

En el debate se repitió una preocupación compartida: la pérdida de voces reconocibles. Margaux de Weck, editora suiza en Diogenes Verlag, lo expresó con un matiz inquietante: «Probablemente ya hemos recibido manuscritos escritos con IA y me preocupa no poder distinguirlos». Lo humano, dijo, debería ser evidente. Pero no siempre lo es. «A veces leo cosas que parecen correctas, pero no tienen alma», afirmó.

Silvia Sesé, directora de Anagrama, trajo a la mesa un caso reciente vivido en su propio sello: el libro El odio, de Luis G. Martín, que fue cancelado por presión mediática y legal antes de su publicación. «Un libro todavía puede cambiar leyes, provocar tsunamis, y eso no lo hace una serie ni una nota en TikTok». Su intervención cerró con una alerta: «Debemos estar atentos al cambio de sensibilidad social y no perder de vista el poder —y el peligro— que sigue teniendo la literatura».

La conversación, coral y polifónica, derivó en reflexiones existencialistas: ¿qué es lo que hace que un lector no se conforme con un resumen o un pódcast? ¿Qué hace que alguien quiera perderse en 600 páginas sin promesa de recompensa inmediata? «Una relación íntima con la lectura», respondió Claire Do Sêrro, directora editorial de ficción internacional en Editions Robert Laffont. «Esa es la diferencia entre consumir cultura y vivirla». En este punto, surgió la gran fractura que se vislumbra en el horizonte: una brecha no tecnológica, sino simbólica. «Siempre habrá lectores, pero vamos hacia un mundo donde solo una minoría tendrá una relación profunda con la lectura. El resto será usuario de contenidos. Es una diferencia brutal», concluyó la editora.

Jochen Vivallo, editor del sello Tres editores, lo expresó con otra imagen: «Vendemos cubitos de papel a 20 euros en un mundo en crisis», y, sin embargo, defendió la legitimidad de la lectura fragmentada, de los lectores multitarea, de los editores que también están sobrepasados. «La crisis no es una excepción. Es la normalidad». Voces como las de Vivallo abrazaban esas nuevas formas de lectura más que condenarlas.

Basilio Baltasar, presidente del jurado del Premio Formentor y director de la Fundación Formentor.

El editor como mediador

Lo que se repitió, como mantra o como consuelo, fue que el editor no debe renunciar a su papel como mediador y prescriptor. Joaquín Palau, veterano del oficio y director de Arpa Editorial, lo dijo con claridad: «Hubo un tiempo en que el editor generaba debate de ideas. Deberíamos recuperar ese rol. Aunque sea desde pequeñas trincheras».

En paralelo, se habló del riesgo de que el mercado reemplace la creatividad por la eficiencia: que se publique más rápido, más barato, con más datos y menos intuición. Actualmente, sin necesidad de inteligencias artificiales, muchos de los grandes sellos publican a influencers con gran número de seguidores pero que no han escrito un libro: se los escribe un equipo o un ghostwriter… por ahora.

El riesgo de esta aceleración digital —y no tanto de las inteligencias artificiales— no es solo económico. Es estético, filosófico y político. Si desaparece la belleza imperfecta de la escritura humana, si todo se normaliza, si todo es correcto y previsible, ¿qué queda?, nos preguntamos muchos de los presentes.

Invitado a este coloquio, el filósofo Víctor Gómez-Pin fue más lejos aún. Habló de los experimentos con algoritmos que simulan vida, de la posibilidad —real, no metafórica— de crear entidades que piensen, prevengan, incluso sientan. «Espero que fracasen. Porque, si no, perderemos la singularidad humana». Pero la mayoría coincidió en que no hay apocalipsis, sino responsabilidad. Que los algoritmos son herramientas, no dioses, y que el papel del editor será, cada vez más, decidir qué publicar y por qué, aunque el texto esté escrito «correctamente» por una IA. «Nuestro trabajo será reconocer lo que todavía tiene alma», dijo Aurore Touya, de la editorial Gallimard.

En Aranjuez no se firmaron manifiestos. No hubo conclusiones unánimes, pero días después en la librería Lata Peinada de Barcelona, el poeta e historiador chileno Víctor Munita Fritis explicaba cómo la Inteligencia Artificial está dejando de ser una herramienta para convertirse en coautor de la creación literaria. Otro ejemplo es el del autor argentino Ariel Magnus, que presentaba Soy la peste, un experimento literario escrito junto a ChatGPT.

Entre diferentes visiones, lo que sí tenemos es una certeza: mientras haya quien defienda el tiempo lento de la lectura, la belleza irregular de una frase humana o la voz imperfecta de un autor con dudas y sin miles de seguidores en las redes sociales, la buena literatura seguirá teniendo un lugar. Aunque sea en los márgenes. Aunque sea en papel y editada artesanalmente como afirmó la editora de Ático de los Libros, Claudia Casanova. Aunque sea, como se susurraba entre invitados, en «una librería que parece un monasterio».

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