John Berger: érase una vez en Europa
Escritor, crítico de arte, cineasta y autor de obras de teatro, devoró géneros a la misma velocidad que lugares

Ilustración de Alejandra Svriz.
Nacido en Londres, en 1926 y fallecido en las cercanías de París, en 2017, en un país, Francia, en el que vivió 50 años de su vida, John Berger fue en vida uno de los mejores y más insaciables creadores europeos, de una furiosa y original singularidad. Escritor, crítico de arte, cineasta, autor de obras de teatro y performances, devoró brillantemente géneros a la misma velocidad que lugares en los que vivió durante dilatadas temporadas: Italia, Suiza, los Alpes franceses o París, aparte de su Inglaterra natal. Lugares a los que regresaría en su bellísimo y nostálgico paseo por varias ciudades europeas que fue su libro Aquí nos vemos, del año 2005.
Entre todos esos lugares destacaba uno mítico, un lugar de una fascinación perturbadora, entre la vida y la muerte, amado por poetas y convocantes de fantasmas. Un enclave que su amigo Alain Tanner, con el que colaboraría en varios guiones cinematográficos, nombró en su día como La ciudad blanca. Un centro fantástico y sobrenatural de la disolución de todas las certezas, a la vez que escala o puerto de la angustia provocada por muchas preguntas por responder. Estamos hablando de la Lisboa o ensoñación pessoana que Tabucchi congelaría también en su emocionante obra Réquiem, de 1992, o el igualmente metafísico espacio elegido por el holandés Cees Nooteboom para narrar en su libro La historia siguiente, de 1991, el despertar aturdido de un profesor de lenguas muertas que la noche anterior se había acostado en su habitación de Ámsterdam.
John Berger fue el autor de una excelente trilogía novelesca, una epopeya narrativa sobre el paso de una sociedad rural a otra urbana o, más concretamente, sobre la destrucción y desarraigo del campesinado actual y contemporáneo europeo, titulada De sus fatigas, compuesta por los libros Puerca tierra, de 1979; Una vez en Europa, de 1983; y Lila y Flag, de 1990. Por otra parte, dejó escritos ensayos célebres e imprescindibles sobre crítica de arte como es el caso de Modos de ver, de 1972, escrito como guión de la serie de la BBC del mismo nombre, que se utiliza a menudo como texto universitario. También es el autor de estudios que revolucionaron el mundo del arte como el dedicado a Picasso, así como a Goya, Durero y Tiziano. Por no hablar de magníficos libros como King (de 1999), un relato sobre la vida de los sin techo desde la perspectiva de un perro callejero, o Un séptimo hombre (de 1975), escrita junto al fotógrafo Jean Mohr. En 1972 le serían concedidos el Booker Prize y el James Tait Black Memorial por su novela experimental G., ambientada en los años previos a la Primera Guerra Mundial. Su protagonista, G., motor de la historia en la novela de Berger, es un raro y nuevo tipo de libertino. Más que la simple satisfacción sexual en sus encuentros con mujeres, en lo que halla una especial fascinación es en contagiar el ansia de libertad y el instinto revolucionario que recorre un siglo. O mejor dicho: el cambio de un siglo que da paso a otro, convulso y transformador, para bien o para mal.
En su fantasmagórica y elegíaca novela Aquí nos vemos, una de sus obras más personales y emocionantes, en la primera escena ya se inicia un recorrido que anulará radicalmente la distinción entre pasado y presente, entre realidad e irrealidad, enfrentando bruscamente a un narrador llamado John, a algo sorprendente. En un banco de un parque de Lisboa se encuentra a su madre muerta y enterrada hace quince años en Inglaterra. Parece muy tranquila e incluso alegre: «Los muertos no se quedan donde los enterraron: pueden escoger dónde quieren vivir en la Tierra», le dirá a su hijo nómada. Al mismo tiempo, le aconseja que se dedique a ver el paso del tiempo, aquella calma y resignación que a ella, al observarla, le rebelaba. Que lo haga sin furia ni «patetismo»: simplemente como «la manera que tiene de replegarse y garantizarnos que en sus pliegues retiene unas cosas y otras no». Y, también le recomienda, que evite «escribir su autobiografía» («¡No se te ocurra hacerlo! Te saldrá mal», le dice).
En el rosario de despedidas, de citas y encuentros retrasados a través del tiempo que el narrador John va estableciendo aparecerán un buen número de fantasmas y lugares parlantes. Lugares no inmóviles ni exentos de invisible circulación sanguínea; lugares que van más allá de sí mismos y que se ven sin cesar reinventados por narradores o vagabundos errantes como él, que un día se perdieron o esperaron algo, no se sabe bien qué, por esos parajes («en todas partes hay dolor, y más insistente y aguda que el dolor, en todas partes hay una expectante espera», se dice en el libro). Ahí estarán, aparte de Lisboa: Cracovia y su barrio judío; la Ginebra de Borges, que recorre en unión de su hija Katya; el barrio londinense de Islington donde John luchará desesperadamente por recuperar el nombre olvidado de un amor juvenil de la Central School of Arts, vivido bajo las bombas de la Segunda Guerra Mundial; o bien el Hotel Ritz de Madrid donde se reencontrará con su fallecido maestro infantil, no sólo en el aprendizaje de la escritura o en apreciar desde muy pronto el terrible «peso de la soledad» que puede arrastrar con él un ser humano, sino «en hacerme consciente de que todas las pérdidas son irreparables».
Homenajes póstumos, inaplazables, reuniones espectrales que se sellan de repente, en los lugares más insospechados, como el buen nómada que siempre fue Berger: por ejemplo, en Cracovia, en un mercado de frutas callejero, se encontrará con Ken su inolvidable primer maestro de vida, de lecturas y de variados recursos en el difícil arte de la supervivencia. Su insustituible passeur, un guía de fronteras tanto físicas como interiores: «Vuelve mi amor por él: mi amor por sus viajes, por sus apetitos; por su hastío y por su triste curiosidad. También mi amor por su falta de ilusiones. Sin ilusiones evitaba la desilusión».
El libro finalizará con un encuentro con la vida y la prolongación feliz, expectante de la vida: en el pueblo de Górecko, en la Pequeña Polonia, a unos veinte kilómetros de la frontera con Ucrania. Allí John es un invitado de Mirek y Danka, trabajadores ilegales en París que han decidido volver a su país tras siete años con el pequeño Olek. Olek tendrá que ponerle nombre un día a ese «reino de lo no nombrado» con el que lucha sin cesar el artista múltiple John y a través del que hay que moverse a tientas, «como a oscuras por una habitación, con sólidos muebles y objetos afilados», tal y como se nos explica.
Son estos unos diálogos que en el caso de Berger nunca dejan de emitir nuevos e imprevistos territorios de contacto, especialmente visuales, con determinados artistas. Así sucede con el espléndido libro que es Esa belleza (de 1966), donde John Berger comentaba, a la vez que trascendía, interpretaba y poetizaba, como siempre más allá de todo lo visible y sumergido, de lo mirado o palpable, las fotografías de Marc Trivier (nacido en Bruselas, en 1960) sobre obras del metafísico y enigmático Giacometti. «Giacometti era el artista que considera a la sociedad irrelevante», comentará Berger. Autor de esas esculturas que, un día, al preguntarle a su propio autor por el lugar donde serían finalmente instaladas, si en un museo o en cualquier otra localización fuera de su estudio, respondió: «Que las entierren, así podrán hacer de puente entre lo que está vivo y la muerte». Un paso continuo, un misterioso puente tendido, una frontera leve e invisible («entre la profundidad de las cosas físicas y la superficie de los fenómenos metafísicos», tal y como la llamaría Gilles Deleuze) sin cesar atravesada por Berger en sus perturbadoras y desgarradas obras sin género.
En 2008 se celebrarían los cincuenta años desde la publicación en 1958 de la primera y polémica novela de Berger Un pintor de hoy. Eran los hipersensibles y muchas veces paranoicos años de la guerra fría y, por imposible que hoy nos pueda parecer, esa fina línea que separa la ficción de la apología o la propaganda política no estaba entonces tan clara, y la historia del pintor húngaro Janos Lavin, exiliado en Londres, sería entendida como una defensa del régimen soviético, siendo por fin retirado el libro de las librerías a causa de muy diversas presiones.
Narrador, pero también autor como hemos dicho de una obra de referencia fundamental en la enseñanza de la historia del arte, su ensayo Modos de ver, Berger se formó como artista en la Central School of Art de Londres en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, donde serviría como soldado, con profesores excepcionales como Henry Moore. A lo largo de décadas de intensa actividad, ya fuera en sus libros o en sus artículos escritos en los años cincuenta para en el Tribune de George Orwell o para New Stateman (luego recogidos en el volumen Permanent Red, de 1960), ningún tema, ni político ni social o estético, quedaría fuera de su obra. Bien en sus diversas sagas novelescas, bien en esos documentos semisociológicos o antropológicos sin género preciso que elaboraría sobre los oprimidos en nuestros días.
Es decir, esos nuevos, y a la vez viejos e inmemoriales, oprimidos que parecían surgir de todas partes. Ya fuera desde la perspectiva de las nuevas formas de colonialismo y explotación de los emigrantes; a través de la vida de los sin techo; de la pervivencia del marxismo, la guerrilla y el subcomandante Marcos, el desarraigo del campesinado moderno que abandona para siempre antiguas formas de vida en favor del desarraigo de las grandes urbes estaba presente en su trilogía De sus fatigas. Pero también la memoria y la extinción, la pérdida irreparable de lo un día existido (en composiciones subyugantes, de raíz autobiográfica, como su libro Aquí nos vemos), o bien la pornografía, el sida o incluso el terrorismo, que jugaría un importante papel en la novela epistolar De A para X (subtitulada Una historia en cartas).
Una gran libertad y una especie de antiimperialismo de pensamiento, en la vertiente de rechazo visceral a cualquier tipo de forma impuesta, dogma o dominación temática y genérica, atraviesa la obra inquieta de este artista. Una obra en la que el compromiso, más que adquirir el tono de un claustrofóbico clima político o de un combate ideológico, es sobre todo un compromiso con la realidad. Un compromiso con una idea muy privada e insobornable de la libertad, tanto referida al artista que él es, como referido al aprendizaje continuo en la huida de la ceguera y las múltiples distorsiones a la que es sometida una compleja y cambiante realidad en nuestros días. A John Berger le ha gustado siempre mantener a lo largo del tiempo una estrecha y cómplice colaboración con otros artistas y creadores, como es el caso del escultor español Juan Muñoz, del cineasta Alain Tanner o del célebre fotógrafo igualmente suizo Jean Mohr, con el que ya había realizado libros mixtos como Un séptimo hombre, Otra manera de contar y, sobre todo, ese bellísimo y emocionante estudio, casi diario de un médico rural, que es la obra escrita en 1966 Un hombre afortunado. Aunque cualquier texto de Berger esté dotado siempre de un singular y vigoroso repiqueteo poético, de un tipo de estremecimiento o desgarro interior que sobrecoge la imaginación y que jamás abandona al lector, éste es un libro subyugante que no deja indiferente a nadie.
«¿Qué efecto tiene –dice Berger, refiriéndose al personaje o inspiración de esta novela, Un hombre afortunado, el médico Sassall, que había estado sirviendo en la Marina durante la guerra y que luego escogió ejercer su profesión en un remoto pueblo perdido, rodeado de prados e hipnotizantes ‘paisajes engañosos’– enfrentarse cuatro o cinco veces por semana a la angustia extrema de otras personas para intentar comprenderla y vencerla? Me refiero a la angustia frente a la muerte, la pérdida, el miedo, la soledad; la angustia de encontrarse fuera de uno mismo, la sensación de futilidad». Alguien al que antaño «se le habría considerado mágico», añadirá, y al que le influyeron de niño los libros de Conrad y aquel horror suyo, privado, por «el aburrimiento y la complacencia de la clase media inglesa en tierra firme». Alguien que, según va desgranando Berger en decenas de historias cotidianas, no por ello desprovistas jamás de un cierto halo de lo maravilloso, no sólo se ocupa de curar y recuperar cuerpos, sino en lidiar con lo más difícil: con los insondables misterios del alma, con los invisibles dolores trashumantes y con esa «continua depreciación de sus personas» de las que se sienten víctimas en silencio muchos de los que les rodean. Alguien que, según se informa al final de este mágico e indescriptible libro, tan real como secretamente prodigioso, pasados los años, decidió no seguir lidiando más con su propia infelicidad y se quitó la vida.
Mucho menos experimental y escandalosa de como fue presentada en su época, la magnífica G., de 1972, no sólo se mantiene perfectamente viva y enragée en nuestros días, sino que incluso aumenta su espléndida frescura y vigencia. Una novela, o Bildungsroman, que a través de la historia de un personaje, G., hijo ilegítimo de una joven norteamericana y de un zafio y rico comerciante de Livorno, recorría los principales acontecimientos históricos europeos en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, entre 1889 y 1915. Su protagonista, desde la conciencia individual a la colectiva –y siguiendo el pensamiento marxista, nunca ocultado, de Berger- tendrá que hacer suyo lo que ya estaba escrito en sus genes, simbolizado en una inicial: G. O, si se prefiere, ir desde un individualista Don Giovanni a Garibaldi, héroe unificador e «inspirador» de toda una nación libre. Aunque bien es cierto que G., motor de la Historia en la novela de Berger, es ya un raro y nuevo tipo de libertino. Más que la simple satisfacción sexual en sus encuentros con mujeres, en lo que halla una especial fascinación es en contagiar el ansia de libertad y el instinto revolucionario que recorre un siglo, o mejor dicho, el cambio de un siglo que da paso a otro, convulso y transformador, para bien o para mal. Un instinto revolucionario y liberador de cuerpos que recorre tanto alcobas como masas que gritan «Rinnegati!» a los soldados que las intentan aplastar.
Masas que se verán traicionadas en cada momento de la Historia por una clase dirigente que las utiliza según su provecho. «La mayoría de la multitud –dirá G. cuando se tropieza con una de estas revueltas callejeras– lo ignora todo sobre la realidad de la política. La política es lo que utilizan para reprimirlos, para hacer que no salgan nunca de la pobreza. La política sólo es el Estado que los oprime». Y unos oprimidos que atravesarían ya para siempre, como una especie de mayoría silenciosa, la obra de este escritor, encarnados bien en campesinos y desheredados europeos (su trilogía De sus fatigas) o en zapatistas de Chiapas, y mezclándose en cada ocasión, como ya es habitual en Berger, con cuadros y pinturas, con apuntes de lecturas, con reflexiones sobre la Guerra Mundial –su padre fue oficial de infantería en el Ejército Británico– y los totalitarismos del siglo XX , o bien con encuentros y microbiografías fragmentarias de personajes, de origen más modesto y proletario, o más heroico y espectacular, hallados en alguna encrucijada de su vida.
Amante de convocar a fantasmas del pasado, ya sean familiares, amigos o grandes autores admirados que le precedieron y que se yuxtaponen de forma casi indistinguible a lo que escribe y va creando, el hilo conductor de otro de sus magníficos libro sin género, multidimensionales y cubistas, El cuaderno de Bento, de 2011, tenía por su parte como hilo conductor al filósofo portugués, de origen sefardí, Baruch Spinoza. Con Spinoza y la lectura de su Ética, Berger trazaría lo que venía a ser un cuaderno de bitácora de su vida: pequeños relatos entremezclándose con sus dibujos, visitas a museos, lecturas de Vasili Grossman, de Mandelstam y Chejóv, o recuerdos de personajes y «héroes» anónimos que «tuvieron una profunda influencia en lo que estaba intentando llegar a ser», y que encarnan en cada momento «el compromiso con la Historia». Ese es el caso de un editor de los años 50, de la Alemania Oriental, que sería expulsado de su trabajo y enviado a trabajar de jardinero, o de la célebre Arundhati Roy, amiga de Berger, que llevaba a cabo, como él, un tipo de «protesta política, que es un llamamiento a una justicia ausente», en lucha contra las tiranías y, en especial, en lucha contra «todos los Malos Gobiernos del mundo que han declarado obsoletos los principios de Fraternidad e Igualdad».
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