Joyce Carol Oates merodea el corazón podrido de la pederastia
La eterna aspirante al Nobel muestra en ‘El señor Fox’ la seducción de un monstruo demasiado atractivo

La escritora estadounidense Joyce Carol Oates. | © Dustin Cohen
Eterna candidata al Nobel, Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938) es, para algunos, la mejor escritora de EEUU. Muy cerca ya de la barrera de los 90 años, ha recibido todos los premios posibles. Debería estar descansando, por lo tanto, en algún tranquilo rincón del Parnaso. El señor Fox (Alfaguara) muestra todo lo contrario. La narradora irrefrenable que la habita sigue dispuesta a adentrarse en los más oscuros agujeros de la existencia humana. Y con todas las consecuencias. A fondo.
Sus más de 700 páginas describen el proceso de seducción de los pobladores de un rincón cualquiera de EEUU por un monstruo. Al estilo del Tom Ripley de Highsmith, el señor Fox se inventa un personaje capaz de colarse como profesor de Literatura en la exclusiva Academia Langhorne, pese a sus antecedentes como pederasta. La autora no omite detalles, ni los más escabrosos, de la caza y abuso de las piezas predilectas del depredador, las niñas de entre 12 y 13 años.
La crítica se ha rendido a la capacidad de Oates para retratar el mal. Owen King da en el clavo en su reseña para The New York Times Book Review: «Resulta tan terrorífica como extraordinariamente fascinante». El ritmo, la elección de detalles, el desarrollo de los personajes… Todo conspira para que no podamos apartar la mirada del horror máximo. A veces surge incluso la sensación de que Oates escribe demasiado bien. No glorifica al monstruo, ojo, ni lo justifica. Al contrario. Pero no podemos apartar la mirada ni de sus fechorías ni de los efectos tanto en sus víctimas como en sus entornos.
La novela arranca con el descubrimiento del coche del señor Fox en un estanque y partes de un cuerpo sin identificar esparcidas por los bosques cercanos. A partir de ahí se despliega un magnífico flashback estructurado en ocho partes y un epílogo. Cada parte se divide en varios capítulos con diferentes puntos de vista: víctimas, sus padres, la directora del colegio, el humilde bedel y su hijo… Y, por supuesto, la principal: el monstruo.
El señor Fox no se considera un monstruo, sino un esteta, un ser con una sensibilidad hacia la belleza superior al resto de los mortales, a los que desprecia. Se dedica a dar clases a preadolescentes porque un turbio caso de plagio acabó con su carrera en la universidad. Es el brillante ganador de un premio de poesía de cierta importancia que lleva el nombre de su ídolo: Edgar Allan Poe. Una y otra vez recuerda el enamoramiento de este con su prima Virgina (la Annabel Lee del famoso poema), con la que se casó cuando ella tenía 13 años… También adora los cuadros de jovencitas de Malthus. Se indigna con Nabokov y su Lolita, demasiado evidente. Dedicado a sus «elevados» vicios, apenas toma una copa de vino en momentos especiales, y sus modales son exquisitos. Visita la vecina Atlantic City, pero la encuentra «demasiado sórdida para su refinado gusto».
Talento y falta de escrúpulos
Odia a los millonarios, meros instrumentos para sus fines; siente una pereza infinita, por ejemplo, por una rica heredera que le paga caprichos varios y lo enchufa en la elitista Academia Langhorne, pero la mima en los momentos adecuados, haciéndole creer que son «almas gemelas». Le repugna también la alumna de extracción humilde, becada en Langhorne, que se enamora de él. Teme a la estricta directora del colegio, pero la doblega con su encanto irresistible. Es perfectamente consciente de que tiene que estar siempre alerta: la vulgar humanidad no está preparada para apreciar sus «refinados gustos». Manipula siguiendo las pautas del conductismo de Skinner, un clásico de la psicología. Una vez pasado el Rubicón de la pubertad, el género femenino le da náuseas. Necesita dominar a sus alumnos, encandilarlos. Lo logra con su mezcla de talento y falta de escrúpulos. A quienes osan resistirse, los destruye con sibilinas estrategias.
El resultado del retrato grupal de los afectados es inmisericorde. Lejos de moralinas wokes, Oates muestra la miseria estructural detrás de la tragedia. El señor Fox se considera «feminista, un hombre progresista». Su abogado lo libera de un caso anterior de pederastia chantajeando a un colegio privado alérgico a la publicidad negativa. Cuando la Academia Langhorne necesita cubrir un puesto de profesor, la estricta directora sigue la siguiente aberración de silogismo: «La contratación se basará estrictamente en el mérito. Pero no será un hombre blando». Matiza el narrador: «En realidad, nadie ha pronunciado esas palabras en voz alta». El resultado, en cualquier caso, es la contratación del perfectamente WASP señor Fox, con sus adorables ojos azules. Entendemos que la estricta directora se trague el anzuelo y traicione su código políticamente correcto cuando nos adentramos en la terrible mediocridad de su existencia kantiana.
El elitista colegio ha brotado en Wieland, una modesta población perdida en el sur de Nueva Jersey a la que está empezando a llegar una oleada de profesionales pudientes en busca de suelo libre. Los lugareños de toda la vida se sienten incómodos con la gentrificación en marcha. Son gente humilde, pero orgullosos, muy americanos. El oído entrenado de Oates hace que el «leve y sutil reproche en la voz» de la última y reciente novia de uno de ellos se perciba «como el primer arañazo en un coche nuevo y brillante». También aquí hay víctimas y verdugos, como entre los ricos. La novela va haciéndose paso hasta el fondo de sus intimidades como una enredadera perfectamente controlada por la autora.
Oates no tiene conciencia de clase. O no parece. Da la impresión de que su conciencia solo responde a las demandas de la narración. Leyendo los pasajes más sórdidos de los abusos a las niñas, quizá demasiado explícitos, no me queda claro hasta qué punto la pulsión por contar «lo que pasa» lo justifica todo. Probablemente, sea suficiente con advertir de lo perturbador que puede llegar a ser y que cada lector haga lo que le parezca oportuno.
El pulso narrativo de Oates es más que bueno. ¿Demasiado bueno? Los seres humanos no somos tan buenos. Al menos cierta parte de nosotros, siempre latente. Conviene estar atenta a ella, ser conscientes de su existencia. Pero ojo con su capacidad de fascinación…
