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Literatura

Daniel Pennac culmina la divertida saga de los Malaussène

‘Término Malaussène’ se presenta como la última novela de la serie detectivesca basada en una familia parisina

Daniel Pennac culmina la divertida saga de los Malaussène

El escritor Daniel Pennac. | © Francesca Mantovani

A lo mejor es verdad que París no se acaba nunca, como dijo Vila-Matas. Hace poco comentamos por aquí la decadencia imparable del prestigio cultural francés. Y, sin embargo… Sin embargo, por ejemplo, Daniel Pennac. Desde que pegó el pelotazo con Como una novela (Anagrama) hace ya más de 30 años, ha ganado premios como el Grinzane-Cavour, el Ulises, el de la Academia Francesa o el Raymond Chandler. Lo que podría significar poco más que el enésimo intento francés por recrear de forma más o menos artificial la grandeur de sus escritores. Pero Pennac también ha sido capaz de imaginar la familia Malaussène. Y eso no tiene vuelta de hoja. Ningún mérito es tan (sur)real como eso.

Hace justo 40 años, Pennac publicó La felicidad de los ogros (Debolsillo), protagonizada por Benjamin Malaussène, primogénito de una estrambótica familia que vivía en el barrio (muy) parisino de Belleville. Las circunstancias más inopinadas lo implicaban en una serie de investigaciones detectivescas que hicieron las delicias de miles de lectores, que querían más… Las andanzas de la familia se convirtieron, pues, en una saga que concluye justo ahora, con la publicación de Término Malaussène (Random House).

En realidad, se trata de la segunda parte de El caso Malaussène, pero se puede leer de forma independiente. De hecho, las ocho novelas de la saga están encadenadas como un gran puzle genialmente surrealista. Cada una aporta su dosis más que suficiente de encanto. Porque esa es la clave absoluta del acierto de Pennac.

Veamos.

La menor de los Malaussène «abre la puerta silenciosamente, trepa por la escalera como un gato, se planta en el tejado del edificio por la escotilla del quinto (el itinerario que ya tomaran sus tíos y tías cuando eran jóvenes), y ahí la tenemos, sobrevolando los tejados de París con intenciones homicidas. Se encuentra con un tipo con gafas negras y sombrero negro, atareado pegando una gigantesca reproducción fotográfica del cementerio de Pere-Lachaise sobre un enorme colchón inflable, una especie de zepelín pero plano, como una galleta. El tipo pega el cementerio, foto tras foto, tumba por tumba. Una decena de muchachos le ayudan a hacerlo.

  • Hola, JR —dice Mara al pasar—. ¿Quedamos en que no has visto nada?
  • Quedamos, Mara —responde el tal JR—. Por otra parte, no te he visto, estoy currando, ¿no lo ves?
  • ¿Qué haces?
  • Voy a hacer volar el Père-LAchaise sobre la ciudad. Ya verás, trastocará conciencias».

Imaginación desatada

Y Mara sigue su camino para enredar aún más una trama rocambolesca que empieza con la peregrina idea de secuestrar a un famoso empresario y exministro, todo un factótum de la intelligentsia francesa, y se complica cuando entra en juego un misterioso mafioso. La trama es realmente ingeniosa y sugerente, con ramificaciones en el poder, la administración de justicia (qué nos van a contar…), la adolescencia marginal e incluso las apuestas deportivas. Pero lo que de verdad importa es el contexto maravilloso en el que se desarrolla, con escenas como la del cementerio volador sucediéndose con una naturalidad pasmosa. Solo hay que dejarse llevar.

La editorial ha elegido con acierto esta cita de Le Point para promocionar el libro: «En una época deprimente, Pennac defiende lo rocambolesco y la imaginación desatada». Lo que en España resultaría en la genialidad cómica de Eduardo Mendoza, más emparentada con Mortadelo y Filemón (para entendernos), aquí se despliega en la forma de una familia definida como una máquina de fabricar bebés sin padres y de aventarles nombres grotescos». Todo es grotesco, sí, pero con una elegancia sutil de fondo que no ignora la realidad: los vecinos graban un tiroteo con sus móviles porque «así lo quieren los tiempos», o: el restaurante italiano de Pippo está justo delante de la casa de Loussa, «el senegalés más chino que conozco».

Los sociólogos se devanan los sesos en busca de un encaje de la multiculturalidad en los restos de la identidad francesa. A ver si va a resultar que el camino era el charme, que Pennac descubre contagioso si se sabe administrar narrativamente. El relato lo es todo. Eso lo saben hasta los fiscales generales. Pero Pennac lo filtra con una prosa sincera en su finalidad única de seducirnos sin más (ni menos), ágil y alegre, pero sin concesiones a la vulgaridad, que la calidad no tiene que ser sinónimo ni de solemne aburrimiento ni de chapuza. Y con unos personajes fabulosos. Todos los miembros de la familia Malaussène lo son, y su constelación de amigos y conocidos, pero el malvado de la novela los supera a todos: Yayo, un astuto anciano de apariencia amable y total ausencia de escrúpulos, capaz de crear un ejército de adolescentes educados en la más exquisita concepción del crimen.

También hay interesantes disquisiciones metaliterarias y toques de denuncia social, siempre perfectamente hiladas en el magistral crescendo que culmina con un viaje a Estocolmo para asistir a la entrega de los premios Nobel. Ahí, Pennac propone una estación término a una de las sagas más divertidas de la literatura contemporánea. Aunque, por supuesto, quién sabe… La última frase del narrador podría ser la primera: «A partir de ahí, creo que mis ideas se han vuelto confusas».

Se agradece la sinceridad entre tanto narrador caradura dispuesto a torrarnos con verdades como puños (no como los Otros) desde la atalaya de su imperturbable autoestima.

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