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Literatura

'Lampedusa y España': un tiempo recobrado

Lanza Tomasi, hijo adoptivo del autor de ‘El Gatopardo’, evoca en un libro la vida de este y su interés por nuestras letras

‘Lampedusa y España’: un tiempo recobrado

Burt Lancaster en 'El gatopardo', película inspirada en la novela homónima de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. | Keystone Pictures USA

Desde hace unas semanas circula, en la escudería de la editorial Acantilado, Lampedusa y España, un sutil librito dictado al final de sus años por Gioacchino Lanza Tomasi. Fallecido en 2023, Lanza Tomasi fue primo lejano y después hijo adoptivo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el príncipe siciliano fundamentalmente conocido por su novela El Gatopardo.

Lanza Tomasi era un hombre culto y cálido, profesor de historia de la música, con antecedentes maternos españoles y guatemaltecos. Como pariente, amigo e hijo adoptivo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, se convirtió en una suerte de albacea literario y defensor del acervo artístico del príncipe mediterráneo. Así, en Lampedusa y España, Lanza Tomasi organiza sus recuerdos personales con énfasis en el trato diario con el príncipe, con la literatura como mar de fondo, al tiempo que destaca el anhelo de Lampedusa de conocer más sobre la literatura española: en especial, el teatro de Lope de Vega, la obra de Fernando de Rojas (La Celestina), Francisco de Quevedo, Luis de Góngora y, hacia el final de sus días, Federico García Lorca.

Y Lampedusa, quien ni conocía España ni dominaba la lengua, se valía de diccionarios, de notas escritas a mano y de la guía del propio Gioacchino para saciar sus curiosidades literarias hispanas. En este sentido, Lampedusa y España muestra una dimensión poco revelada de Lampedusa, más bien conocido por sus aficiones francesas (Napoleón y Stendhal) o por sus inclinaciones inglesas. Del mismo modo, es una ventana para entender de mejor forma la agudeza de la conversación culta y la afinidad entre dos personas con un particular sentido del arte y de la historia.

Las páginas más gustosas de Lampedusa y España están signadas por los aires de complicidad propios de la relación entre el maestro y el artesano, que convierten al libro en un recuerdo efímero al tiempo que entrañable. Nos cuenta Lanza Tomasi que: «Esos cuatro años cerca de Lampedusa dejaron una huella imborrable en mí. De él aprendí un arte de la pedagogía en el que tienen gran importancia las conexiones entre distintas experiencias» (pág. 103). Esas conexiones a las que alude Lanza Tomasi son el hilo dorado que normalmente anuda el sedimento de la literatura con la experiencia de la historia y con el aprendizaje sublime de la música, todas artes preciadas para Lanza Tomasi.    

Debe haber sido un maestro fuera de lo común, el príncipe de Lampedusa. Un noble altivo y empobrecido, agobiado por asuntos patrimoniales que, sin embargo, se entusiasmaba con la compañía de sus jóvenes apóstoles (al final de sus años organizó una especie de salón literario con autores jóvenes). Un príncipe volcado al extrañamiento, al ostracismo voluntario por haber sido desgajado de su reino —el de las Dos Sicilias, a la larga unificado en Italia por Garibaldi—.  Integrante, Lampedusa, de una especie histórica no solo en vías de extinción, sino vacía ya de las razones que le dieron sentido (las razones de ser de la nobleza titulada, es decir). Y él mismo, un fin de raza con todas las letras, un patricio que había presenciado y sufrido la dilución de su patrimonio familiar, generación a generación, y cuya última tragedia fue la destrucción de su ancestral palacio, a resultas de los bombardeos estadounisenses que castigaron a la antigua Palermo al final de la Segunda Guerra Mundial.

Salvaguardar su mundo

Casi lógicamente, Lampedusa era incapaz de cualquier actividad práctica o profesional («al caballero jamás debe notársele que trabaja», escribió alguna vez Manuel Arroyo Stephens). Nuestro príncipe ocupaba su tiempo en actividades típicamente de solera, como recorrer un bulevar palermitano (la vía Ruggero Séttimo) en procura de las librerías y sus novedades editoriales; Lampedusa no solo leía, sino que enhebraba genealogías literarias e históricas, articulaba ideas, teorías y conceptos que traspasaban siglos y generaciones, al tiempo que tomaba notas para después conversar con unos happy few: el futuro crítico Francesco Orlando y el entonces Gioacchino Lanza di Assaro (que, adoptado, cambió su apellido por el de Lanza Tomasi). También terciaba de vez en cuando con miembros de su propia clase en el Círculo Bellini y aplicaba una rutina diaria por los cafés de la ciudad. Es decir, honraba con creces la parsimonia principesca.

En algún momento Lampedusa sintió que los años se le venían encima, que no había volcado por escrito las tribulaciones de su familia, los avatares del carácter siciliano, el trasvase de los poderes en la isla y los inevitables decursos del tiempo. También es posible que hubiera influido en su decisión de sentarse a escribir una novela la inesperada celebridad de uno de sus primos, el poeta Lucio Piccolo (había logrado publicar sus poemas y cierto reconocimiento literario en 1956), y que el propio Lampedusa se viera en el espejo y se pusiera a pensar en su ausencia de legado, como quedó dicho.

El príncipe de Lampedusa, claramente, se propuso salvaguardar su mundo y sus recuerdos de la carcoma de los escombros. Así, se abocó a componer sus experiencias y testimonios familiares en forma de novela. El Gatopardo fue publicada póstumamente por la editorial Feltrinelli en 1958, tras el rechazo de otras dos casas (en vida de Lampedusa, lo que avinagró su carácter). Tras un proceso de decantación, la novela (una de las grandes creaciones literarias del siglo XX) puede entenderse, desde el ángulo de la simpleza, como una crónica de los últimos tiempos de la aristocracia siciliana: por supuesto, insular, territorial, añeja y borbónica. O también, como el relato de su natural y rápida erosión luego de la unificación italiana, del concomitante ascenso de otras tribus menos honorables (comerciantes, especuladores o políticos profesionales) y, como consecuencia, el fin de los antiguos regímenes.

El Gatopardo es, mejor, una larga y lírica meditación acerca de la inevitabilidad de la muerte, desde la óptica del escéptico príncipe de Salina (el personaje principal), el prototipo del hidalgo ilustrado y melancólico. También es una extensa conmemoración lírica acerca de las luces, las sombras y las texturas de una Sicilia que ya se ha difuminado y que apenas se conserva en la remembranza familiar de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Por eso no sólo se trata del naufragio del último de su clase —Lampedusa como testigo de unas épocas ya corroídas— sino la obra magistral de quien previene su propia desaparición, una novela de estilo tardío, de fondo taciturno, como aquellas obras comparables (de Beethoven o Rembrandt) que glosó Edward Said en su conocido ensayo Sobre el Estilo Tardío. Música y Literatura a Contracorriente.

Laberinto siciliano

Y en esta misma línea (del esfuerzo ulterior de los artistas en los períodos creativos de su otoño) tenemos que convocar al académico chinofrancés François Cheng, que sentencia: «Cuanto más se acerca al fin [el artista] más se despoja y se libera de su creación. Pensemos en la última pietà de Miguel Ángel, en los últimos retratos de Tiziano y de Rembrandt, en las últimas visiones de un Fan Kuan, de un Cézanne… en las últimas cantatas de Bach, en los últimos cuartetos de Beethoven y las últimas sonatas de Schubert…» (En Meditaciones sobre la belleza y la muerte, Madrid, Siruela, 2025, pág. 196).

En este sentido, El Gatopardo es el canto de cisne de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y su hijo adoptivo, Lanza Tomasi, nos ha regalado un tragaluz hacia el laboratorio siciliano de su pariente, el lector ferviente y el novelista añejo. Y hay, también, una mirada desde adentro a un mundo que se sujeta con notable debilidad a los vestigios y a los recuerdos: «Éstas y otras muchas cosas tuvieron su origen hace casi setenta años en una ciudad siciliana de provincias, en una ciudad destruida, en el seno de una comunidad traumatizada y aislada de los grandes centros, de los talleres donde se establecen los intereses y las modas de la época. Pero Palermo no era, como España durante su sopor franquista, una casa de muertos. Giuseppe Lampedusa o Lucio Piccolo pertenecían a la categoría de los amateurs, es decir, los diletantes, pero también a la de los sabios apartados; eran el humus de un mundo civilizado».

Este breve libro no es tanto una memoria, o un pedazo de las memorias personales, de Gioacchino Lanza Tomasi. Lampedusa y España debe entenderse más bien como una evocación. Como la tentativa de reconstruir el recuerdo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa con cierta añoranza, como un llamado a quien se ha querido y ya no está más. Y, del mismo modo, el boceto de una amistad entrañable entre dos personas de distintas generaciones, pero fusionadas por un destino literario común.

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