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Literatura

Eduardo Berti canaliza la mitología del fútbol hacia una magnífica novela de perdedores

‘La estrella y la memoria’ narra la historia de un futbolista de talento descomunal que deslumbra a un pueblo argentino

Eduardo Berti canaliza la mitología del fútbol hacia una magnífica novela de perdedores

El escritor argentino Eduardo Berti. | © Wiktoria Bosc

Alrededor de 1.500 millones de personas vieron por televisión la final del Mundial 2022 entre Argentina y Francia. ¿Es el fútbol el nuevo gran desagüe de las emociones humanas? ¿La nueva religión? Tiene que haber algo más que el placer de darle patadas a un balón. La mitomanía es evidente. ¿Por qué, entonces, no termina de cuajar una gran obra narrativa al respecto? Le preguntamos a Eduardo Berti (Buenos Aires, obvio, 1964).

Él no ha escrito esa obra definitiva. Tampoco lo pretendía. Pero su magnífica novela La estrella y la memoria (Impedimenta) aporta un acercamiento muy interesante. El fútbol no como fin narrativo en sí mismo, ese Moby Dick queda pendiente para otro arpón, sino como aparejo para pescar en otras aguas. El origen de este libro se remonta a 25 años atrás, cuando prendió un «primer chispazo: qué pasa si a una persona le cae del cielo un enorme talento para algo que no le interesa o que no le gusta. Lo apunté y empecé a darle vueltas, pensando en cómo encarnarlo. Entonces apareció una segunda idea: qué pasa si eso es lo que todos sus amigos sueñan con tener». 

El sistema digestivo de la escritura de Berti es lento, muy lento, y se nutre de contexto: «Me imaginé un talento que cae en las manos, o en los pies, de alguien en Argentina… El fútbol se impuso enseguida». También es cierto que «hacía rato que tenía ganas de hacer algo con el fútbol, porque me gusta y porque además creo que la literatura tiene que estar abierta a todos los temas, y venía de hacer algunos libros más literarios, con personajes que eran escritores o artistas. Me gustaba la idea de romper un poco con todo eso, y ya había trabajado con algunos deportes, con un ex-boxeador, con Fangio en Faster…»

¿Es Berti futbolero? Obvio. «Soy argentino, creo que eso ya lo responde. Primero, porque es una pasión que flota en el aire como un virus, es muy difícil no contagiarse. Y segundo, porque desde muy chico, diría que de una manera muy intuitiva, todos los argentinos, sobre todo los varones de ciertas generaciones, entendimos que si no nos gustaba el fútbol, o si no hacíamos de cuenta que nos gustaba, nos quedábamos afuera de toda una situación social. En mi caso no fue impostado, me gustaba realmente». 

Pero Berti es aficionado de Banfield. Y no es este un dato baladí. Aparte de un tío que jugó en ese equipo modesto de la periferia bonaerense, quien terminaría convirtiéndose en un escritor a contrapelo, de esos «de culto», veía que todos sus amigos eran hinchas de los mismos cuatro o cinco equipos: «En un acto de rebeldía miramos con un amigo los dos últimos equipos de la tabla. Yo elegí Banfield y él tuvo más suertes: Argentinos Juniors, que un par de años más tarde vio aparecer a Maradona».

De ese batiburrillo personal y social surge la figura de Eliseo Alegría, el protagonista de La estrella y la memoria, un pibe tímido y enclenque al que, por azar, descubren un talento sobrenatural para el fútbol. Los Hoyos, un pueblo olvidado de la Patagonia, lo asciende de marginal a mito local, adorado hasta la locura. Una pasión insana que choca con la indiferencia del futbolista hacia su don y crea el contexto propicio de una tragedia en toda regla. Berti lo cuenta con un peculiar narrador: el guionista de un documental, que acumula testimonios sobre el personaje (múltiples y muy breves, una página como máximo) y los puntúa con breves comentarios al montador. Todo pura ficción. Solo se permite una declaración apócrifa del personaje real más literario en estas lides: Jorge Valdano. Lo demás es una colección de magníficos perdedores en un pueblo perdedor que solo conoce la victoria cuando descubre y encumbra al más perdedor de los perdedores. 

Y funciona. Una buena vía de entrada a la mitología del fútbol, aunque Berti reconoce sus limitaciones para llegar a conclusiones metalitarias. «Tampoco hice un trabajo exhaustivo de investigación, como recuerdo que me contó que hizo Juan José Saer con tota la literatura policial. Yo suelo ser un poco más intuitivo. Por eso no tengo esto tan masticado como para hacer una reflexión en profundidad». Sí aprecia cuentos muy variados sobre fútbol, empezando por el inevitable Fontanarrosa, y coincide en que «es más difícil encontrar una novela. Por lo menos yo no recuerdo una que me haya impactado». 

No cree que se trate de un problema técnico —una especial dificultad de adaptar la épica futbolística a la estructura de la novela— ni de esnobismo —en Argentina casi nadie reniega del fútbol, apenas Borges y su escudero Bioy—. «Hace poco hablaba con un amigo que tampoco he encontrado todavía la gran novela sobre el mundo del rock. Tal vez sean cosas tan potentes en sí mismas, que el fracaso viene de intentar hacer algo con la misma grandilocuencia. Pero qué sé yo, supongo que a Puig lo habrán mirado también raro cuando empezó a escribir sobre estrellas de cine».

De momento, él ha encontrado una vacuna contra el virus de la grandilocuencia. «Tal vez lo que tendríamos que hacer es resignarnos a abordar esos temas tan enormes desde puntos de vista más sesgados. Elegir un ángulo y contar algo muy puntual. Modestamente. es lo que traté de hacer con mi libro. Tampoco me entusiasma ni me siento capaz de hacer el fresco enorme del fútbol, la megaproducción a lo Cecil B. DeMile». De hecho, aplica un poco de ironía a esa «enormidad». El principio de cada capitulito-testimonio lo encabeza el nombre y una breve descripción del testigo, y uno de ellos reza: «Andrés Patrono, exdirector de la revista Sport, autor del libro Metafísica del fútbol»

Para explicar que el guiño no es ninguna exageración, Berti recuerda unas recientes declaraciones del argentino Marcelo Bielsa, actual seleccionador de Uruguay, en el que se presentaba a sí mismo como «un teórico». «Hay como un exceso de teoría futbolísica en Argentina, con todo lo bueno y lo malo que eso implica, porque también es justo valorar los excelentes analistas, toda una escuela, surgidos desde Dante Panzeri». 

De acuerdo. Pero… Ya lo digo yo (también futbolero, por cierto): lo del fútbol en nuestra sociedad está claramente sobredimensionado. Y en algunos sitios la cosa pasa ya de castaño oscuro. «Es cierto que despierta la locura en países como Argentina, Uruguay o Brasil, donde el fútbol encontró o terminó cumpliendo una función que hasta le queda grande por momentos. La misión de ser, para países de mucha y muy heterogénea inmigración, una especie de eje que ayuda a construir una suerte de identidad nacional o de unión. Y, después, funciona como una gran válvula de escape y compensación de un montón de cosas».

 La estrella y la memoria cierra más el ángulo para retratar esa pasión en un escenario muy concreto. «Los Pozos no existe, yo lo inventé. Queda en un lugar muy impreciso de la Patagonia, como por el centro, ni del lado de las montañas ni del lado del mar, ni muy al norte ni muy al sur. Me pareció que era más interesante que este mito existiera lejos de Buenos Aires o Rosario, las dos grandes ciudades futbolísticas argentinas, incluso lejos de otras importantes. Que quedara realmente un poco al margen del mundo».

La temperatura mítica sube aún más con detalles como el de que no sobreviviera ninguna imagen de Alegre jugando. «Eso me llevó a la elección de la época. Hoy todo el mundo tendría a Alegre grabado en un teléfono, e incluso en los años 80 o 90 había alguna cámara de VHS. Yo lo llevo a la época de la radio, donde casi hay más gente que escuchó a Alegre de la que lo vio jugar. Quería incluso sembrar la duda de hasta qué punto era realmente tan bueno. Cuando vi la forma más clara, y que iba a ser un relato coral, procuré que los testimonios se complementaran, pero también que algunos dijeran cosas distintas sobre lo mismo».

Otro aspecto relevante es el desarrollo y la conclusión de la carrera de Eliseo Alegría. Un maravilloso arco narrativo que no vamos a destripar aquí. Tampoco hay mucho más espacio. Y la conversación sigue y sigue, el fútbol da para hablar de absolutamente todo, como una especie de Aleph involuntario y asequible a todos los bolsillos. Dejo a Berti con la traducción al francés de la novela, de la que se ha querido encargar personalmente: vive en París y le fascina la futbolización que está experimentando últimamente el país. Y le suplico que apure una posibilidad inaplazable: «Trabajando en un proyecto para una serie de televisión, le dije a uno de los guionistas que le iba a pasar la novela, porque siento que se podría hacer algo…»

Sí, por favor. Y solo un poco más. Tres píldoras para seducir al guionista: 

«’¿Cómo se juega?’ Pensábamos que estaba bromeando, nos dio un ataque de risa […] El profesor de gimnasia] le explicó dos o tres cosas, las reglas básicas del juego, y en cuanto Eliseo se sumó y, con malicia, alguien le pasó la pelota a ver qué pasaba […] y él tuvo la pelota en los pies, en seguida entendimos, sí, que una parte de Eliseo… No sé bien cómo decirlo. Que unas partes de su cuerpo, los pies, las piernas, la cintura, sabían jugar. Y no solo sabía jugar. ¡Jugaba como los dioses!»    

«[A]penas Gregorini nos arrojó la pelota, señal de que empezaba el partido de práctica, los pájaros, aunque parezca una mentira, se posaron en el suelo, a un costado de la cancha. Nunca me voy a olvidar. Se quedaron todo el tiempo, hasta el final. Mirándonos». 

«[S]alvo en la zona, nadie vio jugar a Eliseo Alegre […] también ocurría, al revés, que en Los Pozos nadie veía los partidos que se jugaban en el resto del mundo. Había entonces, es indudable, muy pocos televisores en el pueblo y, para complicar las cosas, cada dos por tres se alzaba, como señalo en el libro, uno de esos vientos enloquecidos y enloquecedores que transitan por el sur…»

Bueno, una más.

«Ellas, sobre todo Patricia, encendían a veces la radio. Yo no, jamás. Ay, me ponía tan nerviosa que salía a recorrer el pueblo. Y me encontraba con un paisaje, no sé. Un pueblo muerto, paralizado. Y, a lo lejos, un ruido sordo… Un rumor como el mar, como la tormenta. Y que cambiaba, querido, todo el tiempo. Una montaña de voces que por momentos decían cosas diferentes hasta que, de repente, zas, pronunciaban a la vez la palabra mágica: gol».

Y la última, de verdad, pero es que… lea: 

«Hay una estatua en la iglesia. La estatua de un santo o de un ángel, yo no comprendo mucho de eso. Hasta que un día, no sé cómo empezó la cosa, alguien hizo correr la voz de que la cara de la estatua era igual a la de Eliseo, mirá vos. No es para tanto… Aunque bah, sí, un poco se parece. Y la gente se volvió loca. Iban muchos a la iglesia, sobre todo los días previos a los partidos, y le frotaban el pie izquierdo al personaje de la estatua. Gente que nunca había entrado en una iglesia se arrodillaba para pedirle a la estatua que Eliseo marcara goles. No sea cosa que hiciera falta. (SONRISA) No hacía falta para nada, pero a la gente le hacía bien. La gente se sentía importante. Pensaba que podía influir en lo que pasaba en la cancha, qué ingenuidad. A los dos años la estatua, que era negra, tenía un pie todo desteñido. Un pie izquierdo de otro color».

Por favor, señor guionista. Hágalo, aunque sea por San D1eg0 bendito.

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