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The Cult: 40 años adorando a la secta

La banda británica celebró sus cuatro décadas de vida en el festival Noches del Botánico

The Cult: 40 años adorando a la secta

La banda The Cult. | Página web de Noches del Botánico

Dreamtime (1984), de The Cult, fue publicado en Reino Unido exactamente hace 40 años antes de que yo escriba esto. Fue especialmente importante para muchos amantes del rock blues electrificado, deseosos de líricas espirituales, profundas, salpimentadas de un misticismo del que los guiñapos superficiales del nuevo glam metal a la moda andaban escasos. A medio camino entre el rock gótico y el post-punk, mal que a su vocalista, Ian Astbury, le repatease la rabadilla el término corvino, The Cult hizo honor a su ambicioso nombre durante 10 años marcados por el nihilismo y las tinieblas de la frivolidad. Una década en la que el rock se cargó las pilas de temáticas para críos de instituto ciegos de pubertad y fantasías priápica. Hasta su primera separación en 1995, firmaron 4 discos repletos de temas que, sin llegar a coronar los números uno, se mantuvieron siempre entre los favoritos de Reino Unido y Estados Unidos. Álbumes como Love (1985), Electric Temple (1987), The Cult (1994) o, tirando de favoritismos, Sonic Temple (1989), brillaron como un faro entre las desviaciones de una industria que caía, poco a poco, en los fondos abisales de la comercialidad pop.

Un gigantesco silencio, interrumpido por dos años de tribulaciones, se impondría en el conjunto hasta su reentrada reventona con el álbum Born in to this (2007). El dilatado parón, para no variar, tuvo por núcleo un sucio torbellino de desencuentros empapados en alcohol, y una lucha de egos como sólo está a la altura de tíos que salían a tocar vestidos con una desmelenada mezcla entre piratas y dipsómanos indios de casino yanqui. Esa excentricidad, que convertía a The Cult en un conjunto de maravillosos frikis místicos extáticamente convencidos de la fuerza del rock, fue también la que, purulentamente, engordó sus heridas. Y los llevó a varias rupturas y reencuentros.

Contra viento y marea, Astbury y Billy Duffy, guitarrista inconmovible de The Cult, no se han dejado ahogar por los tsunamis que los han agitado en estas décadas. Cuatro exactamente, como mencionaba al principio, que los británicos celebraron en España la noche del pasado viernes, en el festival Noches del Botánico de Madrid.

Las marabuntas roquero-góticas impusieron el negro entre los asistentes a la esperada cita. The Cult es un gran grupo de nicho. A quien le gusta, le encanta. Cosa palpable en la expectación emocionada despachada por el respetable. Cuando Ian Atsbury salió de entre un estallido de luces, miles de manos cornutas se alzaron al cielo. Un gesto, el del maloik, originalmente italiano -trasladado al mundo del rock y el metal por uno de sus dioses, Ronnie James Dio- y destinado a espantar a los malos espíritus. La clase de misticismo que a The Cult les viene al pelo.

Ya sobre escena el conjunto al completo de la banda, la guitarra claramente embebida de los riff de Led Zeppelin y AC/DC de Duffy, dio paso a la icónica voz de Atsbury. Un canto melodioso. Potente. De trasatlántico. Que no deja de sorprender en un hombre de 62 años. No ha perdido fuelle el vocalista británico, que no se conformó con desencadenar un torrente desde su garganta, interpretando para descorchar el champán de la velada In the Clouds, sino que también se deshizo del pie del micro en un violento gesto. El simbólico acto de rabia rocanrolera, dio fe de que Astbury tenía hambre de directo, y algo que demostrar. Llegada cierta edad, cada concierto es una prueba de fuego para un músico, al que se le cuelga el cartel de degradado -cuando no el de acabado-, con pasmosa facilidad. Cosa que ninguno de los integrantes de The Cult tiene que lamentar, en vista de la vigorosísima actuación que pusieron en marcha.

La retahíla de himnos noventeros no se interrumpió. Rise, The Witch o Sweet Soul Sister llenaron el escenario del Jardín Botanico de Madrid de berridos complacidos, coros más o menos atinados (esto del inglés a los españoles parece que aún se nos atasca) y las fabulosas onomatopeyas. Es lo más cosmopolita de la música: las onomatopeyas. Mientras, Atsbury jugó a ratos con una pandereta y unas maracas, a todo esto, ataviado con sus ya clásicas gafas de sol y bandana. Quizás la mejor estrategia para ocultar la piel de iguana reblandecida que nos asalta con los años. Y eso que al vocalista no es que le haga mucha falta. Se lo ve significativamente fino en sus apariciones públicas.

El himno innegable del disco Sonic Temple; Fire Woman, elevó la temperatura algo más allá de la mitad del concierto, tanto como Astbury comenzó a levantar el pie del micro igual que si cargara con Excalibur. La atinadísima guitarra de Duffy, sin nada que envidiar a sus maestros hacheros, se dio el lujo de varios solos con un estilo que cabría comparar al de Zakk Wylde. Todavía más si tenemos en cuenta que Duffy cargó una preciosa Gibson Les Paul dorada, que salvo por la ausencia de los motivos concéntricos hubiera estado en la línea de los gustos del guitarrista vikingo.  

A lo largo del concierto, Atsbury no dejó de hacer torbellinos con el micro. De haber sido manipulado, fácilmente hubiera terminado insertado en la cuenca de algún ojo, o aterrizando contra una frente inocente, al estilo de las películas de Leslie Nielsen. Sin embargo, la virguería le permitió pavonearse entre aullido y aullido, cuando no tragaba un buen tiento de cerveza que, a veces, escupió como un aspersor hacia el cielo.

Con la llegada de Brother Wolf, Sister Moon, en esa onda tan chamánica de la que gusta hacer gala la banda, llegó el principio del fin. Culminado, definitivamente, con el que, quizás, sea su himno más conocido: She sells sanctuary. La rapsodia musical estiró la pata con todos los integrantes rebosantes de energía. Una atmósfera que compartió el público en todo momento, al que se le secó un poco la garganta pidiendo un bis imposible debido al formato del festival.

The Cult demostró, como tantos otros hicieron a su vez en el festival Mad Cool, que Madrid es tierra de rock y metal. E Ian Atsbury y Billy Duffy, que tras 40 años en los escenarios, riñas, platos rotos y mucha priva mediante, todavía se puede dar un gran espectáculo. Y que a la secta, vaya, aún le queda mucho culto.

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