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Nick Cave: por la esperanza confrontativa contra el cinismo barato

El músico australiano presenta un sublime nuevo disco, salpimentado por el duelo tras la muerte de sus hijos

Nick Cave: por la esperanza confrontativa contra el cinismo barato

Nick Cave. | Europa Press

Hay vidas que, por muy iluminadas que se presenten, se ven incombustiblemente enfrentadas a la sombra. Es un reclamo. El piar terrible de la angustia resonando, más allá de la escucha, a su alrededor. Nick Cave, con su felpudo siempre largo y apiñado al cráneo, los labios finos, de barriguda cuchilla, y sus ojos grises, brillantemente apagados, fregoteados por la insolente visita de la pena, carga esa clase de vida. El cuervo de la muerte ha graznado con demasiada inquina, hambriento de mala sangre, sobre él. Porque perder a un hijo en vida ya va contra natura. Pero dos, es señal de haber heredado una angustiosa reencarnación.

«Una tirada de dados jamás abolirá el azar», escribió el poeta Mallarmé. Y ni todo el talento del cosmos, impidió que la dama fortuna se encaprichara en dos de sus iracundos días de Nick Cave. No hablaré de ventajas. Sería de muy mal gusto. Bien es cierto, dicho esto, que si en algo ha sabido volcarse el músico es en la creación como adormidera del dolor. Una malvada puñalada del destino que nos regaló, tras la muerte de su primer hijo, Arthur, en 2015, el álbum Skeleton Tree (2016). Un disco devastado, que empuja brutalmente a la conmoción. Le siguió Ghosteen (2019), un taller espectral de voces apesadumbradas que seguía, tal vez confirmaba, la desazón anímica de Cave. La cosa podría haber ido a mejor. El duelo, 6 años después de la muerte de Arthur, hubiera entrado en una tensa disolución, de no ser por el segundo mazazo. Jethro Lazenby, el hijo de 31 años de Cave, moría tras salir de la cárcel de Melbourne. La culpabilidad remordió las entrañas del músico hasta tal punto que prometía un abandono de toda esperanza por su parte.

Sin embargo, 2 años después de la reactivación de la catástrofe, Cave presenta un nuevo álbum, Wild God (2024), confirmándolo como el gran invocador de la beldad de la vida. Contra viento y marea. Contra fantasmas y gritos. Cave ha sido partidario de salir, hablar y desahogar la pena con palabras al aire. Da fe de ello ‘The Red Hand Files’, un blog interactivo donde sus fans le lanzan preguntas y él responde, con su particular poética, con su característica profundidad de palabras sencillas, normalmente embebidas todas de cierta fe. Tristeza y disciplina, se diría, han sido sus estrellas polares durante esta última década. Una angustia que aporrea su puerta algunas mañana, pesada, como el recuerdo de la muerte enamorada, y el valor, la determinación y la rigurosidad de no dejarla colarse en la cama hasta aplastarlo.

En cuanto a Wild God (2024), hablamos de la encarnación de esta refriega emocional. Una declaración oxigenada. Se trata de un disco de epidermis coral. Dominado por melodías ambientales punzantes y atractivas, salpimentadas por acordes blues-rock, a ratos góspel, e incluso destellos de Auto-Tune. Si una canción fuese como configurar un cuerpo humano, los temas de Cave tendrían problemas por el equino tamaño del corazón y las tripas. Quiebran los nervios hasta astillar el alma.

Siento excederme en mi expresión poética, pero es que me puede. Escucharlo me recuerda a oír la confesión de un amor por las manos limpias y el croar de las ranas. Como un guiño a lo pequeño de la inmensidad en un lodazal de miedo acechante. Esas son las sensaciones que capitanean el disco de Cave. Su voz, de ese nasal gótico tan difícil de imitar sin caer en el patetismo, revela una lírica de una belleza honda. Dolorosa. Sincera. A ratos seca. A tientos dulce. Husmeando en la basura del infinito, dominada por el afán de encontrar una justificación al desgarro. Quizás un Dios; un Ella, un Él, que haga la ausencia de lo amado digerible. O, incluso al contrario, deseando encontrar a un Dios desahuciado que anda buscando quien le hable.

Es, ya lo habrán intuido, un disco muy espiritual. Basta saber que la canción Long Dark Night (2024) está inspirada en, citando a Cave: «uno de los mayores y más poderosos poemas de conversión jamás escritos», refiriéndose a Noche Oscura del Alma, de San Juan de la Cruz. Personalmente, me parece el tema más inspirador del disco. Exuda una melancolía invocando lágrimas de felicidad cruda. Es una dicha muy puñetera, la despachada por la voz de Cave. Pura, como sólo le está reservado a aquella que surge del quebranto o el recuerdo de un viejo amor. «Tal vez una larga y oscura noche esté cayendo», reza varias veces el estribillo. Y el éxtasis, si uno se deja atrapar, si uno está dispuesto a hundirse, está francamente asegurado.

En un momento en el que las frivolidades se han apropiado de la atención popular. En un tiempo donde la vulgaridad se escurre en los cerebros a través de redes e infecciones musicales de manufactura cutre y lírica orgullosamente mediocre, Nick Cave se eleva. Igual que una brizna de hierba en un cementerio nuclear.

Si antaño, en los tiempos de sus primeros discos; From Her to Eternity (1984), The Firstborn Is Dead (1985), Your Funeral… My Trial (1986), Nick se plegaba a las deidades paganas del nihilismo y la abulia existencial, propios de la juventud que se refugia en la creación como excusa, hoy es otro ser el que habla. Un tipo que, en abierto, en un programa de la CBS, declaró: «Al contrario que el cinismo, la esperanza conlleva esfuerzo. Nos exige. Puede parecer un lugar vulnerable y solitario. La esperanza no es una postura neutral, sino confrontativa. Es la emoción capaz de dar la batalla que acabe con el cinismo».

Y, considero, poco más se puede añadir. Salvo que escuchen a Nick Cave. Sufran y revivan con él. Sientan la conversión. Experimenten la transición épica de sus versos. No les aseguro que saldrán más felices. Pero, con suerte, sí algo más iluminados.

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