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El disco perdido de Toño Martín, la voz de Burning

Sale a la luz el álbum ‘Muerde la bala’, 33 años después de la muerte del cantante y compositor del grupo

El disco perdido de Toño Martín, la voz de Burning

Portada de 'Muerde la bala', el álbum póstumo de Toño Martín. | Subterfuge Records

Eran tiempos de mayor tribalismo musical. Las elecciones en las gramolas definían identidades, igual que hoy lo hacen atributos más… fenotípicos u orientativos. No estaba la cosa fácil para dejarse embrujar por el eclecticismo musical que gobierna hoy. El melómano y el sencillo amante musical estaban muy cerca el uno del otro, escuchando determinados programas de radio, leyendo revistas especializadas, rulando casetes, rebobinándolas con un BIC… Había una forma de socialización, rozando la teología, que en nada tiene que ver con el zumbido destinado al simple entretenimiento de ahora.

Lo confieso, guarda uno esa latosa nostalgia del tiempo no vivido. Del auge y gloria del rock n’ roll. De cuando andar maqueado como los New York Dolls, arrastrar chulescas las vocales, despachar pespuntes chelis y andar con pantacas de cuero era la última moda. Y si no la última, al menos una de actualidad. Una elección vital. Pero todo eso ni siquiera sería hoy un desclasado apetito, de no ser por Toño Martín (1954-1991) y Pepe Risi (1955-1997), fundadores de Burning, hace ahora 50 años.

A principios de los 80 las cosas iban bien distintas. Las drogas llegaron como un emocionante lodazal de experiencias en el que muchos se ahogaron, y la tecnología analógica hacía que los registros pudieran desaparecer. Y eso que, en vista de las limitaciones, lo que se grababa o fotografiaba debía merecer la pena. Estas particularidades contextuales hicieron que Toño Martín, quien, según cuentan coetáneos suyos, era el tipo con más flow y carisma, el frontman con mejor planta de la escena musical, hiciera carne el estribillo de la canción de Marilyn Manson I Don’t Like The Drugs (But The Drugs Like Me). Más colgado que un piojo y quemado por el invasivo pop que propulsó la Movida madrileña contra el rock de extrarradio de Toño, el capitán de Burning se desentendió del panorama musical. Puso así tierra de por medio con la capital para irse a Briviesca (Burgos) con su mujer, Esther González, y su hija, Penélope Martín.

Pero, ¿y a qué venía mencionar lo del asunto analógico? Pues que gracias al empecinamiento de Penélope, a Rafael Martínez, amigo de Toño Martín de la infancia, y a Esther, ve la luz el disco póstumo de Toño. Una cinta que, si se hubiera grabado en esta era digital, andaría ya pirateada o subida a Spotify, pero que en los 90 se quedó missing tras la muerte por sobredosis de Toño Martín en 1991. Su título, propio de una secuela de Arma Letal, es Muerde la bala, y lo edita la mítica discográfica Subterfuge Records, con Carlos Galán a las riendas. Una edición especial que cuenta con un libreto de 20 páginas con fotos inéditas de Alberto García-Alix, Javier Vallhonrat, Ouka Leele y del álbum privado familiar, así como con textos y memorabilia variada.

Buceando un poco más en la anécdota, cuando Toño dejó Burning en 1983, intentó repetidamente (incluso en Canadá) eso de la desintoxicación. Lo consiguió a trompicones, huelga decir, pero de lo que no se quitó nunca fue de la música. Crear, creaba, y aunque se había distanciado de Madrid, no lo hizo nunca del todo de Pepe Risi, con quien fue pariendo temas durante los nueve años de autoexilio. Aquel trabajo cristalizó en el disco ya citado, del que sólo hubo tres maquetas. Una fue a parar Warner Chappell, y acabó extraviada entre trastos y mudanzas. Otra se la regaló a Esther, quien dolida hasta el tuétano por su reciente viudedad enamorada, y con un justificado sentimiento de intimidad, la dejó pudrirse entre dolorosos recuerdos. La última la recibió Rafael Martínez, amigo íntimo de El Tiemblo (Ávila), pueblo de la infancia de Toño Martín. Indeciso e incómodo con aquel tesoro, pero incapaz de hacer nada con él que no fuera guardarlo como oro empaño, Martínez custodió la cinta 24 años, hasta que se la entregó a Penélope. En ella, a diferencia del resto de cintas, estaban los títulos de todas las canciones.

Ángel caído

Pero, bueno, ¿a qué suena este Muerde la bala? La industria musical dispara por la válvula miles de reciclajes diarios que suenan frescos en los oídos tiernos. Son, en su mayoría, refritos del mismo aceite que estrenó la freidora del rock o el pop hace medio siglo. Quizás por eso el disco de Toño sea como un déjà vu. Un crooner animoso, casi desafinado, a tientos verbenero, a ratos de una profundidad afilada, que salta de la pulsación ágil a la balada. Hay una cadencia fonética particular, propia de quien se las sabe y conoce, y decide cantar, no de pecho, sino de corazón. Y eso, sin contar con una paradoja derivada de tratarse de una cinta llevada a disco, que es su preciosa suciedad. Debido a la mutación, los temas suenan a grano y chiribita, mientras los instrumentos se solapan desconcertantemente. Sin embargo, en un siglo momificado por la perfección y la pejiguera, esta singularidad se degusta con sabrosura extrema.

El asunto es que, lejos de las bases musicales —quizás, a pesar de la textura, lo más «normativo» dentro del género del disco—, las letras son lo que aromatiza el álbum hasta tornarlo único. «Hay huellas en mi cuerpo de una lucha interior / Hay marcas en mi alma, recuerdos de rebelión», reza en el tema Demasiado orgulloso para pedir perdón. Una confesión dolida que se repite en temas como Nací perdedor, donde el artista desvela ese corte de aromas rock con vientos y destellos glam, que da vueltas alrededor del título.

Por si alguien no se ha pispado, todas las canciones del disco viven un poco en ese contrasentido que le era propio a Toño Martín. Una letra desnuda y huérfana, sobre un cante canalla y un ritmo animoso. Porque, claro, Martín fue un Ángel Caído, como titula uno de los temas, y, por supuesto: «Un ángel caído no puede escapar / No trates de nunca de tocarle / Recuerda que un día tuvo luz / Aunque ahora viva de recuerdos». Y es que hay mucho recuerdo, mucho pasado, como vastas planicies de melancolía, bordeando este álbum. Una rasgo de pura honestidad desmedida, muy de agradecer en el reino del postureo.

Sin duda, de no ser por la maldita aguja —y no hablo de la del tocadiscos—, Toño Martín le hubiera regalado a la música española mucha más magia. O tal vez no. Tal vez, una vez vista la luz su sueño de hacer algo en solitario, el frontman de Burning hubiera seguido alejado de los focos en Briviesca. Cerca de su mujer y su hija. Un lugar que, a diferencia de la escena musical, está claro que Toño Martín nunca hubiera abandonado. Sea como fuere, disfrutamos hoy del regalo de su voz. Una melodía que sus fans daban por estudiada y sabida y que, la suerte y la pasión por su padre de Penélope Martín mediante, hoy renovamos con letras desconocidas. Así que, acabemos como debemos. Con un gracias, Penélope. Y un clamoroso, ¡vivía Toño!

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