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Lo que hay que oír

Itzhak Perlman a los ochenta

«No es solo el virtuosismo y la técnica lo que admiramos en él, sino su manera de trascender su prodigiosa capacidad»

Itzhak Perlman a los ochenta

Itzhak Perlman. - Archivo | Wikimedia Commons

En la red puede encontrarse fácilmente una película, filmada a finales de la década de 1960, en la que se ve un grupo de jóvenes ensayando y luego tocando en concierto el quinteto La trucha de Schubert. Esos jóvenes son Jacqueline du Pré al chelo, Daniel Barenboim al piano, Pinchas Zukerman a la viola, Zubin Mehta al bajo y finalmente Itzhak Perlman al violín. Todos están al final de su segunda década de vida, salvo Mehta, unos diez años mayor que el resto. Barenboim y du Pré se acababan de casar. Zubin Mehta ya había iniciado su fulgurante carrera como director al frente de la Filarmónica de Los Ángeles. Zukerman y Perlman, ambos nacidos en Israel y formados en la misma escuela de Nueva York, ya eran dos de los más prominentes violinistas del momento. En conjunto, se trataba de la generación que iba a tomar el relevo en el mundo de la música clásica durante la segunda mitad del siglo XX y principios del nuestro.

La película en cuestión produce esa felicidad que procura ver a jóvenes músicos en estado de gracia, divirtiéndose de ese modo lúdico y a la vez serio que solo la música es capaz de ofrecer y que inspira tanta envidia sana a los profanos. Una electricidad generada por su propia lozanía atraviesa la música de Schubert, caracterizada siempre por una extraña aleación de alegría, humor y melancolía que ningún otro compositor ha sabido proporcionar con tanto equilibrio y precisión. A ratos se percibe la preponderancia del sonido único, hondo y reverberante del chelo de aquel ángel caído que fue Jacqueline du Pré. En el maravilloso Andantino, Perlman replica y acompaña a du Pré con su violín de gradaciones infinitas. Barenboim reaparece con su digitación cristalina. Mehta y Zukerman envuelven el conjunto con sus voces más graves y ominosas. Todos están más allá de su experiencia, como el propio Schubert cuando componía la pieza.

Hoy aquel quinteto está en su hora crepuscular. Jacqueline du Pré murió aún joven, tras su sufrir una enfermedad atroz que la redujo a una silla de ruedas. Barenboim, enfermo de Parkinson, ha desplegado a lo largo de estos más de cincuenta años una actividad frenética como director y pianista. Todavía este verano, a pesar de los achaques, dio un concierto memorable en Salzburgo con su orquesta del West-Eastern Divan, más necesaria que nunca. Zubin Mehta lleva unos años viviendo una especie de indian summer y despidiéndose lentamente de los escenarios con sus orquestas favoritas. (Mehta es, por cierto, un gran director cuya labor ha quedado un tanto empañada por su excesiva exposición mediática). Zukerman sobrevivió a una infección grave de covid y ahora sigue con su agenda de conciertos en todo el mundo. Por su parte, Itzhak Perlman acaba de cumplir este agosto ochenta años sin haber visto mermada su impresionante vitalidad.

Inválido por el polio que sufrió de niño, Perlman ha tenido y tiene una vida plena, intensa y ejemplar como solista, director y docente. No solo ha dominado y grabado prácticamente todo el repertorio clásico, del barroco al romanticismo, en especial, sino que también ha hecho brillantes incursiones en el jazz y el folklore judío. Admirable divulgador, en la mejor tradición estadounidense, ha sido asimismo responsable de varias iniciativas loables relacionadas con la música para gente discapacitada. Ahora el sello Warner saca una caja con 78 discos para celebrar su ochenta cumpleaños.

El sonido de Perlman es limpio, sedoso, fino, tenso. La densidad de su característico vibrato es hoy en día un rasgo de otra época, sin que merezca por ello el calificativo de anacrónico. Ahora priman las texturas más frías y raquíticas, fruto de una excesiva dependencia de la música grabada. Pero Perlman toca aún para el presente, ahí donde la música despliega su propio tiempo sobre el nuestro, elevando nuestra linealidad biológica a una especie de eternidad secundaria y momentánea, concentrados mientras dura la pieza en una duración que en nuestra escucha sostenemos y nos sostiene, disolviendo aquel y este final en una unidad inesperada y auroral. Perlman, además, canta siempre que toca, el signo inconfundible de los grandes. No es solo el virtuosismo y la técnica lo que admiramos en él, sino su manera de trascender su propia y prodigiosa capacidad, transformándola en puro canto.

Aunque resulta muy difícil elegir, tras el sólito embarras du choix, uno se quedaría con cuatro discos. El primero, sin duda, sería las partitas y sonatas completas de Bach para violín, con el que muchos nos iniciamos en el lenguaje sobrehumano del compositor.  (Fue el caso también del disco de Casals con las suites para chelo). Perlman no grabó a Bach hasta sentir que dominaba las piezas, tras muchos años de búsqueda y estudio en los escenarios. Su solitaria indagación nos lleva a través de un infinito bosque de luz que de pronto convierte en superflua toda la música posterior. Siempre que volvemos a ese disco, hecho como en estado de gracia, uno se pregunta cómo pudimos salir de ahí. Perlman consigue que su instrumento —a veces el soil Stradivarius, otras el Guarneri del Gesú ex sauret— suene como un conjunto de cámara.

El segundo disco sería sin duda el concierto para violín de Beethoven, con Carlo Maria Giulini al frente de la Philarmonia de Londres. La compenetración entre solista y director —mucho más difícil y rara de lo que pueda parecer— es excepcional, lo mismo que el fraseo de Perlman en cada movimiento, tanto en los pasajes líricos como en los más nerviosos. Escuchen por ejemplo el principio del Larghetto, con su finísimo ensamblaje entre el monólogo del violín y el acompañamiento sotto voce de la orquesta. Luego vendría el disco con los dos conciertos para violín de Prokoviev, en los que Perlman eligió al ruso Gennady Rozhdestvensky, excepcional director, al frente de la orquesta de la BBC, otra grabación de referencia. Los dos conciertos son muy diferentes entre sí, separados por casi veinte años en su composición. Prokoviev compuso el primero tras la Revolución rusa, poco después de abandonar su país. Y el segundo en 1935, poco antes de regresar. Más erizado e iconoclasta el primero y más calmado y lírico el segundo, Perlman los borda, con la misma destreza para una y otra paleta. Escuchen sino el final del Andante del primero de ellos, cuando solista y orquesta parecen alcanzar una especie de trance en el que uno y otra se entretejen hasta fundirse.

Por último, elegiría un disco que podría parecer menor, pero que no lo es en absoluto. Se trata del que reúne los conciertos para violín de Leonard Bernstein y de Samuel Barber y las Tres piezas americanas de Lukas Foss, con Seiji Ozawa al frente de la sinfónica de Boston. Son tres compositores estadounidenses, cada uno de los cuales supo aprovechar la tradición europea para renovar el lenguaje musical desde su experiencia extracanónica. Las obras de Barber y Foss son notables y Perlman consigue transmitir toda su intensidad, pero donde realmente se obra el milagro es en el concierto de Bernstein, Serenade, inspirado en el Banquete de Platón. El propio Bernstein había grabado su partitura con Gidon Kremer y la Filarmónica de Israel, pero esta grabación supera de largo a aquella. Perlman hace una lectura mucho más sobria y a la vez mucho más expresiva de un concierto lleno de matices tímbricos. Las transiciones de lo lírico y lo meditativo a lo humorístico y rítmico, inconfundibles en el compositor, son extraordinariamente felices. Perlman, acompañado por la batuta sabia de Ozawa, buen discípulo de Bernstein, revela toda la densidad de la pieza. Fíjense, por ejemplo, en el cuarto movimiento, «Agathon», con qué increíble delicadeza pronuncia Perlman su soliloquio, luego secundado magníficamente por el tutti de la orquesta. Y cómo vuelve luego el violín, ya desgarrado por disonancias y tensiones maravillosamente expuestas por el intérprete. Es, de pronto, una pieza nueva. Perlman demuestra una vez más su inaudita capacidad proteica, el don que le ha permitido dar vida tanto a Bach como a los románticos o a sus contemporáneos, desapareciendo por completo en todos ellos. 

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